28 de mayo de 1997

Seudociencia, anticiencia y esoterismo

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
28 de mayo de 1997

Uno de los problemas que presentan las discusiones sobre la naturaleza de la ciencia es que, a la menor provocación, surgen personas que aprovechan las dudas sobre la verdad absoluta del conocimiento científico para afirmar que “la ciencia no tiene ningún valor” o que cualquier otra disciplina o forma de conocimiento, de la astrología al marxismo, pasando por la meditación trascendental, es tan “científica” como la física o la biología.

Antes de que el lector humanista (no hay que olvidar el nombre de nuestro periódico) crea que se halla ante uno de esos científicos soberbios que descalifican toda disciplina social o humanística por no compartir los métodos de las ciencias naturales, debo aclarar que al mencionar al marxismo pretendo solamente marcar una diferencia (bastante clara, por otro lado) entre disciplinas en las que las hipótesis pueden someterse a prueba mediante experimentos para descartar las menos útiles y conservar las más prometedoras, y otros campos en los que las teorías pueden fundamentarse en mayor o menor grado con hechos del mundo real, pero en las que la opinión y el pensamiento subjetivo tienen mucha más peso que en las que tradicionalmente llamamos “ciencias”. Dicho de otro modo: la imposibilidad de experimentar hace que la teoría marxista, al igual que el psicoanálisis, estén más cerca de la filosofía (o, en opinión del inmunólogo Peter B. Medawar, de la literatura) que de la ciencia. Lo cual no las hace ni mejores ni peores: sólo menos comprobables.

Decía pues que, en cuanto se menciona, como lo hice en la anterior entrega, que la ciencia no tiene el monopolio de la verdad ni el método infalible para llegar a ella, saltan los defensores de las pseudociencias, los enemigos de la ciencia y los creyentes de disciplinas esotéricas para reclamar un trato igualitario, como si las imperfecciones del método científico constituyera una prueba de la virtud de sus respectivas doctrinas. ¿Qué tiene esto de malo? Analicemos brevemente cada uno de estos casos:

Las seudociencias: Aunque el término tiene fuertes connotaciones negativas, tan pseudociencia es el marxismo como el creacionismo que niega la teoría de la evolución por selección natural, aduciendo pruebas “científicas” del origen divino de las especies. En ambos casos se trata de teorías, filosofías, creencias, pero no de ciencias. El psicoanálisis, por otro lado, se halla en una frontera en la que cuenta con defensores y detractores, que buscan otorgarle o negarle el codiciado título de ciencia. Lo mismo le sucede a la homeopatía.

Hace años, en uno de los Coloquios de Investigación que organiza semanalmente el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia, UNAM, escuché a un humanista (creo recordar que se trataba de Roberto Moreno de los Arcos) decir que disciplinas como la sociología, la historia y la psicología no tenían por qué aspirar a ser llamadas “ciencias sociales”; para él, el título de “humanidades” era no sólo más adecuado, sino más digno (y citaba la rima infantil: “yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las bonitas se echan a perder”). En realidad, el debate sería tonto (ningún daño hace que existan “ciencias” sociales, políticas, económicas o hasta de la administración, si así desean llamarse) si no fuera porque la falta de claridad en la frontera entre ciencia y no ciencia permite que visiones claramente erróneas, como la “ciencia creacionista”, pretendan obtener la aceptación acrítica del público con sólo mostrar supuestas credenciales “científicas”.

La anticiencia: Muchas personas sienten una inquietud o incluso una abierto rechazo ante los avances científicos. En algunos casos, la reacción es toma formas relativamente benignas (véanse, por ejemplo, los comentarios ante la derrota del campeón Kasparov por la computadora Deep Blue). Pero en otros, el temor y la ignorancia llevan a la satanización de todo lo que tenga que ver con la ciencia, y fomenta actitudes radicales como la oposición absoluta a cualquier uso de la energía nuclear, la destrucción de laboratorios en los que se experimenta con animales o el calificar a cualquier sustancia química de “veneno” (como si hubiera sustancias que no fueran químicas). La admisión de las debilidades del método científico sirve de argumento para los enemigos de la ciencia, que la descalifican y le niegan cualquier utilidad o aspiración de acercarse a la verdad.

Esoterismo y supercherías: Todos conocemos varios ejemplos de grupos, sectas, métodos o disciplinas que ofrecen desde buena suerte o predecir el futuro hasta transformar al creyente (normalmente, claro, mediante el pago de una respetable cantidad de dinero) en un superhombre. Cualquiera tiene derecho a creer en horóscopos, dianética, meditación trascendental o yoga. Pero no puede aceptarse que este tipo de disciplinas se presenten a sí mismas como “científicamente comprobadas”, o que contradigan hallazgos científicos validados en la práctica y respaldados por teorías serias y coherentes. Este tipo de pretensiones permiten que existan casos extremos (y peligrosos) como los de presidentes de los Estados Unidos (los del norte, no los mexicanos) que sigan los consejos de un astrólogo para guiar la política de la nación.

Por todo esto hay que dejar claro que, aunque la objetividad total sea una meta inalcanzable y aunque la ciencia no garantice verdades absolutas ni pretenda dar soluciones infalibles, hay una distancias insalvable entre ella y disciplinas que, por sus naturalezas y métodos, no necesitan (ni deben) presentarse como “científicas”. ¿Dónde estaríamos si de pronto a los artistas se les comenzara a exigir que produjeran obras “científicamente comprobadas”?

1 comentario:

Anónimo dijo...
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