16 de abril de 1997

¿Locos por la ciencia? Como no explicar una tragedia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
16 de abril de 1997

El viernes 28 de marzo le pregunté a una amiga astrónoma, que no suele leer el periódico, si me creería que dos días antes 39 personas se habían suicidado porque estaban convencidas de que tenían que abandonar sus “envases” corporales para ir a reunirse con los extraterrestres que tripulan una nave que viaja escondida detrás del cometa Hale-Bopp. Por supuesto, me dijo que no.

Se equivocaba, como todos ya sabemos. La noticia ocupó las primeras planas de los periódicos y se comentó en noticieros y revistas. Pero, además de lo lamentable del suceso mismo, fue muy preocupante ver cómo los medios informativos comenzaron inmediatamente a ofrecer posibles “explicaciones”, a cuál más absurda y tendenciosa, de cómo Marshall Applewhite, líder de la secta “Puerta del cielo” pudo convencer a 39 seres humanos normales y libres de que aceptaran morir en aras de sus fantasías interplanetarias. Encabezados del tipo “Suicidio por internet”, “El líder era homosexual”, “El cometa de la muerte” o “¡Viaje a las estrellas!” sólo contribuyen a fomentar en el público desinformado conceptos erróneos y prejuicios que, lejos de evitar este tipo de desgracias, ayudan a diseminar de las ideas que las provocan y ofrecen un terreno fértil para que florezcan la superstición, la fantasía desbordada y el fanatismo.

Comentemos, pues, que hay detrás de algunas de estas explicaciones.

"La información científica puede ser peligrosa." Se podría argumentar que los suicidios de San Diego fueron una consecuencia de la avalancha de “propaganda” científica en que vivimos sumidos y que, de alguna manera, el tratar de asimilarla condujo a las absurdas interpretaciones que causaron esas muertes. El exceso de confianza y la soberbia de muchos científicos, que resultan molestas y preocupantes para humanistas, artistas y en general para el resto de los mortales, ocasionan un rechazo a la ciencia y facilitan que se llegue a conclusiones como ésta.

Es cierto que muchas veces los científicos exageran al afirmar que el conocimiento científico es absolutamente “cierto” y “objetivo”. A veces llegan a descalificar, prejuiciosamente, todo conocimiento al que se llegue por medios distintos a la investigación científica (y no me refiero a revelaciones místicas, intuiciones o adivinación, sino a tradiciones, reflexiones, interpretaciones históricas, sociales o artísticas, etc.). Este tipo de actitud se conoce como “cientificismo”, y es una de las causas de rechazo irracional que mucha gente siente ante la ciencia.

Pero en el caso que nos ocupa, sin embargo, el que un grupo de fanáticos haya escogido a una simple bola de hielo que viaja por el espacio como la “señal” que esperaban para morir no puede achacarse a un exceso de información científica. Por el contrario, refleja una falta de información y de comprensión acerca de lo que los científicos saben sobre los cuerpos celestes.

“La ciencia-ficción tiene una influencia perniciosa.” Los testimonios de las “víctimas” (?) sobre su afición a “La guerra de las galaxias”, “Viaje a las estrellas” y demás productos gringos de ciencia ficción barata apoyan esta opinión. En realidad, la buena ciencia ficción fomenta la mejor comprensión de la información científica auténtica, no la creencia en supercherías acerca de extraterrestres. Pero incluso los productos comerciales de segunda (como los mencionados) se ofrecen sólo como fantasía y entretenimiento. Culparlos de estas muertes equivaldría a decir que “Romeo y Julieta” debe prohibirse, pues puede causar suicidios entre los enamorados.

“El líder era homosexual” (y por tanto, estaba loco). La realidad es exactamente lo contrario de lo que parece indicar este tipo de opinión. El líder era un homosexual reprimido, y por eso (entre otras cosas, seguramente) buscaba evadir la realidad a través de la fantasía. Un encabezado más adecuado hubiera sido algo así como “Los peligros del clóset”. En efecto, Marshall Applewhite se avergonzaba de su homosexualidad, y recurrió a una clínica para tratar de “curarse”. Las notorias prácticas represivas que buscaban eliminar todo rastro de sexualidad entre sus discípulos (llegando incluso hasta la castración para “eliminar los impulsos animales”) revelan el temor que tenía a aceptar su propia realidad, a la que trató de escapar mediante sus disparatadas fantasías. Probablemente, si hubiera logrado superar su homofobia y reconciliarse consigo mismo, aceptándose como un ser humano libre para vivir su sexualidad en la forma que lo deseara, hubiera sufrido menos y hubiera causado menos daño.

“El primer suicidio por internet.” Ésta es una expresión del prejucio de que la “demasiada libertad” o el “exceso de información” pueden ser peligrosos. Las sociedades parecen tener un gran temor al libre flujo de las ideas, que se refleja especialmente en los varios intentos que se están haciendo para limitar la transmisión de información a través de la red (por ejemplo, el debate acerca de la pornografía en internet que se está dando en los Estados Unidos). La secta de Applewhite difundió sus ideas en la red, pero culpar a ésta de las muertes sería como culpar a las carreteras de los miles de muertes que se producen cada año en ellas.

Mi opinión, que además de resumir lo que he querido expresar en esta nota, es que la realidad es más complicada, y las causas de esta tragedia no pueden reducirse a este tipo de ideas simplistas. La única arma con que contamos para combatir los prejuicios, el fanatismo y, en general, la ignoracia, es la educación. La libre difusión y, sobre todo, la discusión razonada de todo tipo de ideas científicas, humanistas, artísticas, religiosas y de todo tipo es el único antídoto que conocemos contra el totalitarismo y la censura, que sólo ponen nuestras mentes a merced de fanatismos y fantasías los cuales, si no nos llevan al suicidio, sí pueden acabar con lo más valioso que tenemos: nuestra capacidad de creación, crecimiento y desarrollo como personas y como seres humanos.

2 de abril de 1997

La amenaza de las clonas humanas

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
2 de abril de 1997

Para Raúl, que ya está harto de oír hablar de Dolly

La incomprensión hacia la ciencia se manifiesta de diversas maneras. Una de ellas es la visión de todo avance científico y técnico como una amenaza potencial de la que hay que protegerse; un paso más en la deshumanización de nuestra sociedad Esta imagen frankensteiniana de la ciencia, reforzada por bombas atómicas y contaminación química, se presenta hoy encarnada (paradójicamente) en una mansa oveja llamada Dolly, que aparece incesantemente en periódicos y noticieros.

Dolly fue producida, como es sabido, por clonación a partir de una célula de una oveja adulta, y el hecho de que haya llegado a la madurez en perfectas condiciones de salud abre la posibilidad de lograr lo mismo con seres humanos. Esto ha provocado las más variadas reacciones, desde declaraciones de científicos que abogan por la prohibición o reglamentación estricta hasta protestas desde el vaticano, que considera (otra vez) francamente escandaloso que el ser humano “juege a ser dios”.

Aunque no pretendo explicar una vez más en qué consiste la técnica ni los beneficios que nos puede proporcionar (esta información está disponible para todo mundo en estos días), quizá convenga hacer algunos comentarios generales sobre el asunto.

La palabra clonar (no “clonizar” ni “clonificar”, como se ha dicho en algunos periódicos) se deriva del griego klon, que significa rama o retoño. En biología, clonar significa producir un organismo que tenga exactamente la misma información genética que otro. Esto es lo contrario de lo que sucede cuando interviene el sexo, cuya principal función biológica es mezclar los genes de los padres para producir nuevas combinaciones que puedan resultar más exitosas (en pocas palabras, acelerar la evolución).

La reprodución de una viña o de un rosal por medio de ramitas o “piecitos” es precisamente un proceso de clonación. Las rosas de las florerías, por ejemplo, son producto de complicadas cruzas, y se reproducen por clonación: si se permitiera que se reproducieran sexualmente, los genes seleccionados con tanto cuidado se revolverían, perdiéndose la perfección de las rosas.

Como se ve, esto de la clonación no es tan novedoso, ni siquiera respecto a los animales: ya en 1962 se había logrado clonar artificialmente ranas, y en 1981 se clonaron ratones. En cada uno de estos casos la noticia causó alarma y se levantaron voces de protesta, pero se seguía teniendo el consuelo de que la clonación humana aún estaba lejos.

¿Por qué resulta tan inquietante la posibilidad de clonar humanos, y por qué no creo que haya que preocuparse tanto? Octavio Paz, en La llama doble, escribe:

“La idea de ‘fabricar mentes’ lleva espontáneamente a la aplicación de la técnica industrial de la producción en serie: la fabricación de clones (...) De acuerdo con las necesidades de la economía o la política, los gobiernos o las grandes compañías podrían ordenar la manufactura de este o aquel número de médicos, periodistas, profesores, obreros o músicos. Más allá de la dudosa viabilidad de estos proyectos, es claro que la filosofía en que se sustentan lesiona en su esencia a la noción de persona humana, concebida como un ser único e irrepetible.”

Pero un momento: el que técnicamente sea posible producir clonas (o clones) humanos no quiere decir que podamos duplicar personalidades, ni aptitudes intelectuales. No se pueden “fabricar mentes”, pues está ya más o menos claro que la personalidad y las acciones de una persona no están determinadas por los genes, o al menos no en un grado importante.

Es deseable, sí que se comience a trabajar en legislaciones y reglamentos para evitar malos usos, entre ellos la remota posibilidad de producir legiones clonadas de obreros similares a los “épsilon” tontos y sumisos de la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley (aunque esto resultaría mucho más costoso y difícil que simplemente esclavizar ¾física o económicamente¾ al número necesario de personas nacidas en la forma usual; la tecnología para lograrlo la tenemos desde los albores de la civilización).

La otra posibilidad, la de la “clona de Hitler”, no tiene mayor interés, pues se trataría de otra persona, aunque con un cuerpo idéntico.

Por otro lado, la excesiva reglamentación de nuevas tecnologías a veces resulta exagerada, como sucedió durante el debate sobre la mal llamada “ingeniería genética” en los setentas. Fue útil, pero las temidos monstruos que la nueva tecnología hacía posible nunca llegaron (afortunadamente).

En pocas palabras, no tenemos por qué culpar a la ciencia del mal uso que podamos hacer de ella. Tampoco debemos creer que al esconder los descubrimientos que nos inquieten podremos hacer que desaparezcan, ni sustraernos a la responsabilidad de usarlos correctamente. Después de todo, para matar a alguien puede usarse una pluma fuente, pero nadie pensaría en prohibirlas para evitar su mal uso.

En cuanto a los problemas religiosos (como la cuestión de la repartición de almas entre clonas) o éticos (por ejemplo, la producción de cuerpos idénticos como fuente de órganos para transplantes al original), supongo que tendrán que irse resolviendo sobre la marcha. No será la primera ocasión en que un avance científico ponga a pensar a humanistas y filósofos, y si eso logra cerrar un poco la brecha que existe entre ellos y los científicos y tecnólogos, el resultado habrá valido la pena.