9 de diciembre de 1999

La democracia darwiniana

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 9 de diciembre de 1999)


Después de una larga pausa, Humanidades vuelve a estar con sus lectores. Y en estos tiempos, el tema (prácticamente el único tema) es la huelga en la unam. Casi diríamos que da vergüenza hablar de cualquier otra cosa. Así que, ¿qué tiene que ver que la democracia sea darwiniana, como polémicamente afirma el título de esta colaboración, con el problema universitario? Permítame la amable lectora o lector que reserve esta respuesta para el final de mi escrito.

¿Por qué digo que la democracia es darwiniana? Veamos en primer lugar qué quiere decir que algo sea darwiniano. Como es bien sabido (o debería serlo), la gran idea de Charles Darwin (que también fue la gran idea de Alfred Russell Wallace, sólo que la tuvo un poco tarde) es algo conocido como selección natural. También se le ha llamado “supervivencia del más apto”, pero esta denominación trae consigo muchos malentendidos, así que dejémosla de lado.

La selección natural consiste en dos cosas. En primer lugar, se requiere que exista en los seres vivos una variabilidad. Es decir, que los miembros de una especie no sean todos idénticos. Y en segundo, que las características particulares de cada individuo puedan ser heredadas a sus descendientes.

Dado esto, como las variaciones individuales afectarán las posibilidades que tenga cada individuo de dejar descendencia, es decir, de perpetuar sus genes, se observará que, en cualquier población, algunos individuos estarán mejor adaptados a las condiciones del medio, y por ello tenderán a dejar más descendientes que sus congéneres. Con el tiempo, esta “reproducción diferencial” (como le dicen los expertos) hará que las características de la especie en cuestión hayan cambiado tanto que ya no se pueda considerar que se trata de la misma especie: ha evolucionado.

Es así como el mecanismo de selección natural postulado por Darwin logra fue explicar por qué algunas especies se extinguen y otras aparecen: cómo evolucionan los seres vivos, pues.

Sin embargo, no para ahí la cosa. Resulta que la selección natural es sólo el ejemplo más conocido de un tipo de algoritmos que podemos denominar “darwinianos”. En todo sistema en el que haya unidades capaces de “replicarse” (reproducirse) y que tengan también la capacidad de variar, y transmitir a sus “descendientes” dichas variaciones, se presentará en forma automática un proceso de selección.

En particular, el biólogo Richard Dawkins ha propuesto el concepto de que las ideas, o al menos cierto tipo de ideas, a las que él llama “memes” (por hacer una mezcla entre “memoria” y “genes”, supongo) se comportan en forma darwiniana: compiten entre ellas y están expuestas a un proceso de selección. En una palabra, evolucionan.

Quien haya visto cómo las buenas ideas en, por ejemplo, la forma de vender algún producto, o las características de los programas de computadora parecen “infectar” rápidamente al resto de sus competidores (hoy, por ejemplo, todos los programas tienen “barras de herramientas”), sabrá de lo que estoy hablando. Las modas, las religiones y las lenguas son otros ejemplos de sistemas de memes.

Bien, pero, ¿dónde entra la democracia en todo esto? Bueno: resulta que uno de los sistemas de ideas más importantes de nuestra cultura, la ciencia, funciona también de manera darwiniana. Esto no es sorprendente, pues hemos ya dicho que las ideas (los memes) se comportan de este modo. Pero en el caso particular de la ciencia, el proceso de competencia, selección y evolución se ve acelerado y facilitado por las características mismas de esta actividad.

En efecto: los científicos generan hipótesis con las que tratan de explicar algún aspecto de la naturaleza. Estas hipótesis son discutidas, confrontadas con evidencia experimental, defendidas o rebatidas y, si están “bien adaptadas al medio” (lo que en este caso quiere decir que logren explicar los hechos en forma coherente y en concordancia con las evidencias), sobreviven. Pero las ideas científicas no son permanentes: van siendo refinadas, mejoradas y, finalmente, sustituidas por otras mejores. Los memes científicos evolucionan en forma análoga a como lo hacen los seres vivos.

Y aquí es donde viene a cuento la democracia. No sé si lo habrá usted notado, pero muchas de las características que definen a la ciencia son también los grandes requisitos para la democracia: la libre discusión de ideas, la generación de diversas propuestas para atacar los problemas de una sociedad, el convencimiento de los demás por medio de las armas de la razón. En una democracia real, las mejores ideas tenderán a sobrevivir, en virtud de que, por su efectividad, tenderán a convencer a más personas, que votarán por ellas. Los memes democráticos, como los científicos, también se comportan en forma darwiniana.

Bien. ¿Y para qué sirve esto? Para nada, o para tener otra perspectiva que nos ayude a entender un poquito más los complejos problemas de una sociedad que aspira a ser democrática.

Finalmente, para cumplir lo prometido, veamos cuál es la relación de todo lo anterior con el conflicto de la unam. Se ha dicho muchas veces que la universidad no es ni tiene por qué ser democrática. En un sentido, esto es cierto: la admisión de alumnos, los exámenes, los títulos y los planes de estudio no deben ser decididos por mayoría de votos; sería una aberración. Pero el sentido último de una universidad, sus objetivos a gran escala, son vitales para la sociedad en que está inserta (de hecho, son el motivo de su existencia). Y éstos, sin duda, deben ser decididos en forma democrática. Es decir, mediante un proceso darwiniano de competencia y selección de las propuestas más convincentes que, esperamos, sean las que estén mejor adaptadas al medio, es decir, las que orienten a la universidad para servir mejor al país.

17 de noviembre de 1999

La polarización del conflicto

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 17 de noviembre de 1999)


(Nota: durante la huelga de la UNAM, en 1999, Humanidades dejó de publicarse;
de ahí el brinco -de marzo a noviembre- en la publicación de esta columna.)

No, no se trata del asunto de las cuotas en la unam. Creo que ese asunto ya ha sido discutido lo suficiente. Como dice un amigo -a quien pido disculpas por apropiarme de su frase-, en vez de preocuparnos tanto de si la educación que imparte la unam debiera ser o no gratuita, deberíamos preocuparnos de que fuera buena.

El conflicto del que quiero hablar es, otra vez, el que da título a esta columna: la polarización de los intelectuales en dos culturas, la “científica” y la “humanística”. Aunque no todos los intelectuales tengan que formar parte de alguno de estos bandos, una gran cantidad de científicos “duros” (físicos, químicos, biólogos, astrónomos), por un lado, y de científicos sociales y humanistas que estudian a la ciencia (filósofos, historiadores y, sobre todo, sociólogos de la ciencia), por el otro, han venido atacado y defendiendo posiciones cada vez más opuestas e incompatibles respecto a lo que es la ciencia, su validez, su confiabilidad, sus métodos y el apoyo que debe recibir de la sociedad.

Esta guerra -que, en cierta medida, siempre había existido, pero que desde hace mucho no se manifestaba con la violencia actual- se ha recrudecido desde hace unos años, debido a lo que se conoce como el “asunto Sokal”.

Todo comenzó cuando en 1994 Alan Sokal, físico estadounidense de la Universidad de Nueva York, decidió, en forma por demás soberbia, someter a prueba el rigor de una conocida publicación del área de las ciencias sociales llamada Social Text, la cual, para mayor agravio, tenía una marcada tendencia hacia el posmodernismo (whatever that means). Para lograrlo, redactó un artículo esencialmente vacío, pero en el que utilizaba abundantemente la terminología posmodernista y “argumentaba” imitando el estilo de otros artículos de la revista, haciendo afirmaciones en las que atacaba a la ciencia como una mera “construcción social”.

El falso artículo de Sokal fue aceptado -con ciertas reservas- y publicado, y acto seguido el autor proclamó a los cuatro vientos no sólo que había “comprobado” lo inadecuado de los criterios editoriales de la revista (no pareció considerar la posibilidad de un error o -como afirmaron los editores- un relajamiento de las normas de aceptación en su caso en particular, por tratarse de un artículo proveniente del “otro lado” del campo).

A partir de ahí se desató un debate que continúa hasta este momento. Científicos como el físico Stephen Weinberg, representante del punto de vista más radical de la supremacía de las ciencias “duras” sobre las disciplinas sociales y humanísticas, han tomado partido a favor de Sokal (un artículo de Weinberg fue publicado en la extinta Vuelta, septiembre de 1996). Varios sociólogos de la ciencia y demás representantes del ala humanística del conflicto, por su parte, se han dedicado a hablar con gran vehemencia de los “engaños”, “mitos” o “falacias” de la ciencia.

Es (o debería ser) fácil notar puede notar que ambos lados tienen cierto grado de razón. Pero lo más importante es que ambos lados están cometiendo errores serios que sólo pueden tener resultados nocivos. La polarización creciente del tema está llevando a los científicos duros (quienes dan la apariencia de no tener la más mínima formación en filosofía, historia y sociología de la ciencia) casi al extremo de afirmar que todo estudio sobre la ciencia es, de hecho, un ataque a la ciencia, pues se cuestiona su objetividad absoluta y la certeza de sus resultados, llegando incluso al “pecado” de relativizar la imagen científica de la naturaleza.

Tengo la impresión de que son precisamente los científicos duros quienes están llegando a los peores extremos en este debate (aunque tal vez esto sea sólo efecto de que estoy más cerca de ese lado). Lo lamentable es que el daño que esta polarización está causando a la ciencia, a los estudios sobre la ciencia (se está incluso cuestionando la conveniencia de seguir apoyándolos) y, especialmente, a la imagen pública de la ciencia, es muy real y muy grave.

Es cierto que los enemigos de la ciencia; los verdaderos enemigos de la ciencia, es decir, seudocientíficos, charlatanes y supuestos místicos más interesados en el dinero que en la salvación de almas han aprovechado los ataques extremos a la ciencia para reforzar sus afirmaciones de que todo -de la cacería de ovnis al uso de imanes para curar el cáncer- es tan válido como la ciencia.

Pero no hay que caer en el error de, ante estos ataques, y tratando de defender a la ciencia, equivocarse de enemigo y atacar a los estudiosos sociales-humanísticos de la ciencia, quienes sólo quieren entenderla y, si es posible, mejorarla, aún al precio de cuestionar sus aspectos dudosos (que los tiene). El periodista Mario Méndez Acosta, por ejemplo, conocido por sus columnas dedicadas a combatir la seudociencia, publicó hace poco en la revista ipn ciencia, arte: cultura un artículo titulado “La trampa de Kuhn”, en la que descalifica de manera injustificada su famoso libro La estructura de las revoluciones científicas (comentado ya en este espacio), una de las referencias esenciales en la comprensión de la ciencia contemporánea.

Esperemos que este debate pueda cambiar de rumbo y, en vez de agrandar el abismo entre las dos culturas, pueda llegar a enriquecer a ambos bandos para que, abandonando las descalificaciones que sólo sirven para poner en entredicho la confiabilidad de quienes las hacen, se dediquen a conocer las aportaciones de sus opositores para darse cuenta de que, en el fondo, ambos bandos luchan con los mismos objetivos: entender el mundo que nos rodea y ampliar las posibilidades que tiene el ser humano de tener una existencia satisfactoria.

17 de marzo de 1999

Electrones y relaciones humanas

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 17 de marzo de 1999)


Dos de los problemas centrales de la divulgación de la ciencia son cómo expresar los conceptos y métodos de la ciencia de modo que sean interesantes para el público y cómo, al hacer lo anterior, evitar el peligro de tergiversar, sobre-simplificar o simplemente traicionar los conceptos. Muchas veces el uso de una metáfora demasiado lejana al concepto original hace que lo que se transmite sea ya simplemente una idea bonita, pero que nada tiene que ver con la ciencia.

Isaac Asimov, probablemente el divulgador de la ciencia más prolífico de que se tiene noticia (escribió alrededor de 450 libros, más de la mitad de los cuales eran ensayos científicos) gustaba de usar metáforas, y normalmente solía lograr cumplir con los dos requisitos que he mencionado.

Ernesto Sábato, por su parte, se quejaba amargamente en su libro Uno y el universo de cómo, cuando un amigo le pedía que le explicara la teoría de la relatividad, se veía obligado a ir presentándole versiones cada vez menos matemáticas y más llenas de trenes, luces y campanitas. Finalmente, cuando el amigo por fin entendía, Sábato respondía amargamente: “sí, pero eso no es más la relatividad”.

Todo esto viene a cuento porque hace poco se me cruzaron los cables (cosa que me sucede a menudo) y estuve pensando cómo relacionar dos temas aparentemente inconexos.

El primer tema lo encontré mientras hojeaba ociosamente la red (creo que el verbo es válido, pues lo que uno encuentra en la red se denomina “páginas”). Se trata de la existencia de grupos de hombres y mujeres que han decidido rechazar la monogamia (espero que el grupo Pro-sida no censure este párrafo) y se dedican a encontrar otras formas de relacionarse, como tríos, cuartetos, familias múltiples y otras cosas más extrañas como triángulos, ángulos, polígonos, ruedas de carreta y varios más. La denominación que este tipo de personas ha adoptado no es fácil de traducir (no, no es “promiscuos”), pero un buen intento sería “poliamóricas” o “poliamorosas”. Para mayor facilidad, prefieren decir simplemente que son “poli”, y han adoptado el simpático símbolo de un loro (como el típico “Polly” de las caricaturas gringas).

El segundo tema lo traía en la mente desde hacía varios días: cómo explicar en términos sencillos qué es un enlace químico. En los libros de texto sencillos se afirma que un enlace químico (lo que hace que dos átomos se unan entre sí y formen una molécula) está formado por dos electrones, con carga negativa, que son compartidos por dos átomos, cuyos núcleos tienen carga positiva. (Si esa explicación suena complicada, imaginen la que se puede encontrar en un libro de química cuántica, que abunda en ecuaciones de Schröedinger, exponentes, integrales y demás preciosidades.)

Y, debido a que el tema de los “poli” llamó mi atención, me encontré pensando que una posible analogía (aunque, tengo que aceptarlo, algo obscena en una primera aproximación) podría ser la siguiente. La unión entre dos átomos podría asemejarse a dos hombres (los átomos) que estuvieran unidos por la compartición de dos mujeres. Después de todo, ¿qué vínculo podría haber más profundo que ese? Dos hombres que tienen, cada uno, dos mujeres sólo que son las mismas. Esos hombres, necesariamente, convivirían, se estimarían y tendrían intereses comunes: formarían una unidad. Como dos átomos de hidrógeno, pongamos por caso, que compartieran un par de electrones.

Claro que luego me dí cuenta de que esta metáfora tiene serios defectos: es profundamente sexista, pues toma a las mujeres como si fueran entes carentes de voluntad, menos importantes que los hombres y supeditadas a sus deseos. Hombres y mujeres son iguales, mientras que los núcleos de los átomos de hidrógeno son muy distintos de sus electrones (cada átomo de hidrógeno tiene sólo un núecleo, formado por un protón, y un electrón que gira alrededor de él).

Un segundo intento sería el de dos madres que compartieran sendos hijos. Es decir, las dos serían madres de los dos hijos (olvidémonos de los padres, para compensar lo sexista de la metáfora anterior). Nuevamente, el sistema podría resultar una buena analogía con la molécula de hidrógeno: las dos madres permanecerían juntas, unidas por el amor a sus hijos y el interés común de asegurar su bienestar.

¿Podría extenderse esta analogía a moléculas más complicadas? Probablementes sí: Robert A. Heinlein, escritor de ciencia ficción que ha servido de inspiración para muchos grupos poliamorosos, presenta en varias de sus novelas ejemplos de grupos de personas no monogámicas que forman, por ejemplo, familias múltiples en que todos los hombres son esposos de todas las mujeres, de modo que se forma una especie de dinastía que perdura a lo largo de década y siglos, pues conforme los miembros viejos mueren, otros más jóvenes se “casan” con la familia y la perpetúan. Una cosa así suena bastante parecida, por ejemplo, al llamado “enlace metálico”, en que los electrones se mueven libremente y forman una especie de “mar” que es compartido por todos los átomos del metal. Estos electrones compartidos son los que mantienen unidos a los átomos del metal y son responsables de su conductividad eléctrica, entre otras propiedades características.

Pero me doy cuenta de que regresé a la metáfora sexista del principio, y por otro lado puede pensarse que estoy tratando de hacer propaganda velada a estas alternativas a la monogamia. Así que, antes de que Pro-sida me incluya en la lista de periodistas y maestros a quienes hay que boicotear (junto con los participantes en el congreso de sexualidad llevado a cabo recientemente), más vale que me despida. Salud.

3 de marzo de 1999

La soberbia de los científicos

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 3 de marzo de 1999)


A Luis Felipe Brice, por prestarme su síntesis informativa

El asunto es éste: hace unas semanas vino a México el doctor Arthur Kornberg, estadounidense ganador del premio Nobel de medicina en 1959 debido a sus investigaciones sobre el mecanismo de replicación del adn. (Cabe aclarar que es gracias a sus descubrimientos que hoy podemos contar con toda la ingeniería genética, biotecnología, clonación y demás avances.)

El doctor Kornberg fue invitado a dar una conferencia magistral el 8 de febrero en El Colegio Nacional, a la que tuve la suerte de asistir. En ella abordó diversos temas alrededor de la biotecnología y el futuro. Sin embargo, el punto más comentado de su exposición fue cuando habló de la importancia de la investigación científica para países del tercer mundo (como el nuestro). Dijo algo así como “El tren de la revolución informática ya partió, y México no lo tomó. Hoy es tarde: México no fabrica computadoras, ni realiza investigación importante en este campo, ni desarrolla programas. El tren de la biotecnología está cobrando velocidad: México no debe quedarse atrás, pues luego será más difícil alcanzarlo”.

Y he aquí que se desató la debacle. En cuanto terminó la conferencia, el doctor Adolfo Martínez Palomo, director del cinvestav del ipn y anfitrión del premio Nobel, tomó de inmediato el micrófono y afirmó que “México ya está arriba del tren, pero en clase turista”.

No pude menos que extrañarme. Miré a mi alrededor, observando el gran lujo del aula magna de El Colegio Nacional, y me dije, “ah, claro...”

Dos días después, el 10 de febrero, Kornberg ofreció una segunda conferencia en el Instituto de Biotecnología de la unam, en Cuernavaca. Ocasión que aprovecharon los funcionarios científicos mexicanos para corregir la indiscreción cometida por su distinguido visitante. (A esa conferencia no asistí ¾uno tiene obligaciones¾ pero consulté los reportajes publicados en los periódicos, de donde tomé las citas que siguen.)

Al parecer, según unomásuno, “la comunidad científica mexicana se sintió incómoda y mandó via e-mail mensajes preguntando qué le pasaba a Kornberg… los investigadores comentaban que Kornberg parecía gente del mundo del espectáculo… que gusta declarar sin fundamento”.

¿Por qué seremos así los mexicanos? En vez de agradecer la advertencia, nos da por hacernos los ofendidos. Como el caso de la señora que invitó a un extranjero a comer en su hogar. Al ver una gotera que caía directamente sobre la alfombra de la sala, el invitado, con la mejor de las intenciones, se la señaló y le recomendó repararla, pues de otro modo se dañaría y le saldría más caro cambiarla. Y la señora se indignó de cómo aquel extranjero malagradecido había tenido la desfachatez de criticar su casa, “¡después de que lo invité y le di de comer!”

Pero dejémonos de anécdotas. En Cuernavaca, nos dice unomásuno, “poco habló Kornberg, no fue como el lunes que tenía la mesa puesta”. Por el contrario, el doctor Francisco Bolívar Zapata, coordinador de la investigación científica de la unam y presidente de la Academia Mexicana de Ciencias, afirmó que “México está subido en el tren de la biotecnología, pero no en el mismo de países como Estados Unidos y algunos europeos, porque las necesidades nacionales son diferentes” (La Jornada).

El lado bueno fue que las declaraciones de Kornberg sirvieron para poner sobre la mesa el tema del apoyo a la ciencia, pues se señaló que en México hay sólo 7 mil científicos para 95 millones de habitantes, y de éstos sólo 400 son biotecnólogos. También se comparó la situación con Cuba, que “invirtió mil millones de dólares en 20 años”, en tanto que México sólo 300” (Novedades).

Sin embargo, las observaciones simples y directas del invitado indignaron a los científicos mexicanos e incomodaron a sus anfitriones, preocupados por preservar la buena imagen de la ciencia mexicana. ¿Cómo se va alguien a atrever a decir que México no tiene ciencia? ¡Si estamos a la altura de lo mejor del mundo!

O tal vez no. “Nuestro problema en ciencia no es cuestión de calidad, sino falta de apoyos y de cómo interesar a los jóvenes por la ciencia”, dijo Bolívar (unomásuno). Kornberg parece estar de acuerdo, pues “insistió en la necesidad de fomentar la cultura científica como parte esencial del desarrollo de las naciones”, y “dijo que la mejor inversión que los gobiernos pueden hacer es preparar capita humano” (Crónica). En esto, invitado y anfitriones parecían estar de acuerdo.

Pero hubo contradicciones. Mientras Kornberg declaró que, “debido a que la ciencia es una inversión a largo plazo, debe estar, en su mayoría, a cargo del gobierno” (Excélsior y La Jornada), Bolívar dijo que había que fomentar una “cultura de la industria” (Excélsior), y que “no es sólo ni principalmente el gobierno el que debe hacer esas inversiones, sino las grandes empresas y las organizaciones empresariales” (Novedades). Es curioso que piense así, pues, según Kornberg, en los eua la ciencia “es financiada por el propio gobierno en un 95 a 99 por ciento” (Novedades).

Tal vez el mejor final para esta historia es la nota de unomásuno: “Al doctor Kornberg se le preguntó si una vez que había visitado el Instituto de Biotecnología... había cambiado su opinión sobre la ciencia en México. Él sonrió y dijo: ‘he tenido poco tiempo en el instituto y no puedo tener una opinión formada; estoy impresionado favorablemente por lo que se hace aquí. Lo que esperaría es que hubiera más instituciones como ésta y no sólo una; en Estados Unidos hay cientos de establecimientos científicos y eso permite a los estudiantes entusiasmarse por una carrera científica’.”

Gracias, doctor Kornberg, por tratar de ser amable, pero desgraciadamente en México preferimos pensar que vamos muy bien en vez de aceptar que nuestra ciencia es muy poca y de poca importancia a nivel mundial. ¡Lástima!

15 de febrero de 1999

¡Por fin!

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en febrero de 1999)

La crisis económica que (¡nuevamente!) sufre nuestro país resulta especialmente perjudicial para el desempeño de la unam ¾y de las demás universidades públicas.

Ante la falta de recursos, no nos queda más remedio que ver, impotentes, cómo proyectos que valían la pena tienen que recortarse, posponerse o incluso cancelarse. Los funcionarios se ven obligados a redefinir sus planes de trabajo y buscar cualquier manera de ahorrar, a veces con consecuencias peores que la misma crisis.

Esto sucede, por ejemplo, cuando ante la falta de dinero, y en un acto de desesperación, se juega con la idea de cambiar las funciones de alguna dependencia universitaria para transformarla en un lugar donde se gane dinero, como actividad fundamental. Esa no es la función de ninguna universidad; eso sería pervertir su misión y tratar de convertirla en otra cosa.

Es por eso que, mientras leía el periódico hace unos días, me invadió una sensación de bienestar al toparme con el siguiente encabezado: “Barnés: las universidades públicas no deben funcionar como empresas” (La Jornada, 25 de enero de 1999).

La afirmación de nuestro rector no podía ser más acertada. Efectivamente, la peligrosa confusión entre una universidad estatal (por más que sea autónoma) y una empresa comenzaba a rondar la mente de algunos funcionarios universitarios. Una universidad es una institución dedicada al bienestar del pueblo mediante la formación de profesionistas calificados, la investigación y la difusión de la cultura, mientras que una empresa está dedicada a producir bienes o servicios con el fin de obtener una ganancia monetaria.

Pero afortunadamente ¾casi como si dijera, “no se hagan bolas”¾ el rector Barnés pone los puntos sobre la íes: “la autonomía universitaria está en riesgo cuando las instituciones públicas se distraen de sus fines por buscar la forma de allegarse recursos que complementen los subsidios”, dijo en conferencia de prensa durante una reunión de la Unión de Universidades de América Latina, celebrada en la Unidad de Seminarios Ignacio Chávez en el mes de enero.

Tiene razón. El peligro de las crisis es que, en la lucha por sobrevivir, a veces puede uno olvidar que de lo que se trata no es sólo de sobrevivir, sino de vivir. En el caso de una universidad, ello significa servir al pueblo gracias al cual existe.

Ante los apuros económicos por los que pasa nuestra querida unam, Barnés se manifestó de acuerdo con un aumento en las cuotas que pagan los estudiantes, pero siempre que “la colegiatura equivalga a un porcentaje pequeño del costo de los estudios que realiza un joven”. No se trata, pues, de relevar al estado de su obligación de proporcionar educación superior de alta calidad a los amplios sectores de la población que no pueden pagar una universidad privada. En palabras del rector, “si el estado olvida su obligación de financiar la educación y los alumnos deben pagar la mayor parte de sus estudios, se cerrarán las puertas a los estudiantes de escasos recursos, se cancelará la posibilidad de movilidad social y se agudizará la desigualdad”.

Otro de los acertados señalamientos de nuestro rector fue el de que “los sistemas de evaluación y acreditación de programas académicos y la política de financiamiento deben revisarse, porque si están mal concebidos pueden menguar la autonomía universitaria”.

En efecto; una de las secuela secundarias de la escasez de recursos es que, en la lucha por repartir lo poco que hay, se establecen “mecanismos de evaluación” con el fin de decidir a quién se le dará apoyo. En mi especialidad, por ejemplo (la divulgación de la ciencia), se está planteando el establecimiento de un sistema de evaluación universitario. Pero hay que tener cuidado quién establece los criterios, pues de otro modo puede acabarse sirviendo al amo equivocado.

En fin, creo que los puntos de vista expresados por el rector Barnés nos muestran que podemos estar tranquilos: la misión de la unam sigue estando clara, y sus autoridades están dispuestas a defenderla para que pueda seguir contribuyendo ¾aun en estos años de vacas flacas¾ al progreso de nuestra nación. En serio, me congratulo por ello.

3 de febrero de 1999

Los tres mundos del doctor Popper

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
3 de febrero de 1999)

Desde hace unos años, la tradicional riña entre científicos y humanistas se ha recrudecido. Los físicos, biólogos, químicos, astrónomos y demás representantes de las ciencias “duras”, “naturales” o, simplemente, “ciencias” han sostenido durante décadas (y hasta siglos) una larga discusión con sus contrapartes en las llamadas “ciencias sociales” o, simplemente, “humanidades”.

Dejemos de lado el problema de quiénes son ciencias y quienes no. Más o menos todo mundo está de acuerdo en que las ciencias que estudian el mundo físico y biológico se han apoderado del término ciencia -que antiguamente significaba “conocimiento”. Al hacerlo, han excluido a cualquier otra disciplina que pretenda usarlo... un poco a la manera de los Estados Unidos con el término “americano”. De cualquier modo, está claro que las disciplinas que estudian todo aquello en donde interviene el hombre, de la psicología a la antropología, pasando por la sociología, la historia y quizá hasta la filosofía, son claramente diferentes de las ciencias naturales.

Muchos científicos naturales, debido a su sobreespecialización y a una cierta soberbia, tienden a considerar a las ciencias sociales y demás disciplinas “humanísticas” como una especie de intentos fallidos de hacer ciencia. “No son objetivas, no tienen rigor, son influidas por la ideología de los participantes”, dicen (como si un químico o un físico pudiera tener acceso directo a la realidad “objetiva” y no estuvieran influenciados por factores biológicos, psicológicos, sociales, culturales, políticos, históricos, etcétera).

Los del área humanística, por el contrario, atacan ferozmente la supuesta superioridad y objetividad de las ciencias naturales, tachándolas de “constructos” socioculturales arbitrarios, fabricados para servir a los intereses de las clases dominantes, etcétera (como si un químico o un biólogo pudieran tergiversar los datos en la forma que se les antojara con tal de obtener resultados que apoyaran sus ideas preconcebidas... aunque se dan casos, ni quién lo dude, pero eso es otra cosa: se llama fraude científico).

Esta polarización de las posturas no beneficia a nadie, y evita que cada área se enriquezca con las herramientas de la otra y que podrían serle útiles. ¿Por qué este antagonismo, si finalmente todas estas disciplinas buscan lo mismo: el conocimiento?

Sir Karl R. Popper (1902-1994), el famoso filósofo austriaco nacionalizado inglés, desarrolló un concepto que tal vez pueda ayudarnos a entender qué es lo que está pasando.

En un hermoso escrito titulado “La selección natural y el surgimiento de la mente” (incluido en el libro Epistemología Evolucionista, compilado por Sergio Martínez y León Olivé y publicado por Paidós y el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la unam), habla de la evolución del universo físico. A partir del big bang, con la formación de las partículas fundamentales y la materia, que posteriormente se agrupó para formar planetas, estrellas y galaxias, el universo -dice don Popper- ha ido constantemente evolucionando y dando origen a cosas que anteriormente no existían. Un hito especialmente importante en este proceso es el surgimiento de la vida.

Siguiendo con este proceso la evolución biológica, entre sus infinitas ramificaciones, ha llegado a producir la conciencia y el intelecto humano. Y con ellos, el arte, la poesía y la filosofía: en una palabra, la cultura. El universo, nos dice sir Karl, es creativo. (Hay que hacer aquí la aclaración de que Popper no plantea que haya un objetivo o intención implícita en la evolución del universo: simplemente, sus distintos niveles de complejidad han surgido porque las condiciones físicas así lo han permitido.)

Volviendo al tema, Popper divide al universo en tres “mundos”: el mundo uno, o mundo físico, que incluye la materia y la energía, el tiempo y el espacio (incluyéndonos nosotros mismos en tanto seres biológicos, con cuerpos físicos). El mundo dos, o mundo de la mente, se refiere a la conciencia y los procesos psicológicos. Nuestro “yo”, nuestras mentes y nuestras inteligencias habitan, pues, en este mundo. Finalmente, el mundo tres, o mundo de la cultura, incluye todos los productos del intelecto humano, que se hallan en los cerebros de la humanidad (bueno, al menos en algunos) pero también en sus bibliotecas, en la red y en los otros medios de comunicación. Aún cuando la raza humana desapareciera de la tierra, el mundo tres seguiría existiendo, al menos potencialmente, en estos escritos.

Tomando en cuenta esta visión, habría que reconocer que las ciencias naturales son, en cierto sentido, más “sencillas” que las disciplinas sociales y humanísiticas, pues estudian únicamente el mundo uno. Las disciplinas como la psicología, que estudia el mundo dos, o la sociología, antropología o historia, que estudian el mundo tres (aunque no siempre es clara la separación entre mundo dos y mundo tres), se enfrentan a un problema distinto. El intelecto humano es parte de la realidad que trata de estudiar, y esto necesariamente interfiere con el ideal de “objetividad” que toda ciencia persigue.

Así, aún cuando las ciencias naturales se enfrentan al problema de estudiar una realidad (el mundo uno) a la que no tenemos acceso directo, sino sólo a través de nuestros sentidos (pues nosotros, nuestras mentes, vivimos en el mundo dos), las disciplinas humanísticas se encuentran con que el investigador forma parte de su objeto de estudio. Esto acarrea problemas en cuanto a objetividad, imparcialidad y confiabilidad se refiere.

Tal vez el tener en cuenta esto ayude a que los científicos dejen de exigir un rigor que las condiciones no permiten, y aprendan a apreciar la riqueza de los enfoques provenientes de las disciplinas humanas, aunque no sean “objetivos” en un sentido científico-natural. Y los humanistas, a su vez, podrían dejar de pretender imitar a los científicos, buscando una objetividad que no sólo es imposible de alcanzar -aún para los científicos naturales-, sino que estorba en su labor de comprender la mente, la cultura y la sociedad humanas. Ojalá así sea.