17 de octubre de 2001

Genes y lenguaje

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 17 de octubre de 2001)

Hace unos días se dio a conocer, en la revista Nature, una noticia científica de gran interés: el descubrimiento del primer gen directa e indiscutiblemente relacionado con el lenguaje.

Claro que la novedad fue rápidamente opacada por el anuncio de los ganadores de los premios Nobel de este año, que siempre acaparan los reflectores del mundo científico. Sin embargo, vale la pena comentar el descubrimiento, pues se relaciona con problemas que llegan a tocar la esencia del ser humano.

El gen en cuestión es, como todos los genes, un fragmento de ADN (ácido desoxirribonucleico) localizado, hoy se sabe, en el cromosoma 7 del ser humano, y recibe el curioso nombre de FOXP2. (No, querido, lector o lectora, no me lo estoy inventando. Si algún lector quiere lucir su ingenio e inventar algún chiste político con la sigla, por favor no me lo envíe.) Fue localizado gracias a un estudio a largo plazo realizado en una numerosa familia en la que se presenta con gran frecuencia una profunda alteración de la capacidad de hablar, que incluye dificultades para coordinar los movimientos de sus labios y lengua, así como para formar palabras y formar frases gramaticalmente correctas.

Debido a la forma típica en que se heredaba la enfermedad dentro de la familia, los genetistas que las estudiaban supieron que la alteración era causada por un solo gen. Esta circunstancia resultó especialmente atractiva, pues era la oportunidad de analizar la influencia de un gen individual –en vez de un conjunto complejo de genes, interactuando unos con otros– en un comportamiento humano complejo como es el habla.

Estudiando la forma en como la enfermedad se heredaba entre los miembros de la familia, los investigadores pudieron ir localizando al gen responsable en forma cada vez más precisa. Finalmente, gracias a la aparición de un nuevo sujeto, ajeno a la familia estudiada, y a la información publicada por el proyecto del genoma humano, pudieron “acorralar” al gen y detectar su ubicación precisa.

Y precisamente es ahí donde empieza la parte controvertida del asunto, porque la discusión sobre si el lenguaje es una construcción cultural o si, por el contrario, es una consecuencia de nuestra constitución biológica se ha mantenido durante décadas.

Quizá ya haya usted reconocido el tema: se trata nuevamente de la vieja discusión entre natura y cultura: biología contra educación (casi casi podríamos decir “cuerpo versus alma”). Y sí, podría ser sorprendente que las cosas no hayan avanzado más allá de esta dicotomía maniquea, pero la realidad es que hay evidencias claras de que existe un componente biológico (y por tanto, genético) importante en el habla humana. Por otro lado, hay estudiosos que piensan que no tiene sentido tratar de “reducir” algo tan claramente cultural, tan típicamente humano como el lenguaje, a simple biología y genes. Incluso puede ser un ejemplo más de la ciencia deshumanizante.

Analicemos un poco la cuestión. En cierto modo, se puede decir que el habla, el lenguaje, es la base de la comunicación y hasta de la conciencia humana. Es por ello que suena peligroso pensar que eso que nos hace humanos pudiera ser simplemente el producto de uno o unos genes. Y en efecto, tal reduccionismo suena desmesurado y absurdo.

Pero tampoco la posición radicalmente opuesta suena sensata: ¿cómo podría el ser humano haber adquirido, a lo largo de la historia de su evolución, la capacidad del lenguaje, si no es gracias a que contaba primero con las estructuras biológicas –cerebrales, con un desarrollo controlado por los genes correspondientes– con las que pudiera implementarse esta capacidad? Pensar de otra manera –que el lenguaje es una capacidad puramente “mental”, o “cultural”, separada tajantemente de la biología, sería recurrir a un dualismo que si bien era convincente –o casi– en la época de Descartes, hoy resulta insostenible.

¿Y qué es lo que hace el gen FOXP2, a todo esto? Como todos los genes, contiene las instrucciones para fabricar una proteína. Se trata, sin embargo, de una proteína especial, pues controla a su vez la activación o inactivación de otros genes (adhiriéndose a otros tramos de ADN y permitiendo que la información que contienen sea leída o no). Tomando en cuenta lo notorio de sus efectos, es probable que FOXP2 sea un gen que influye en la base del desarrollo del complejo aparato neural y fisiológico que hace posible el habla. Probablemente, piensan los expertos, haya otros genes cuyas alteraciones afecten aspectos menos generales del lenguaje: que, por ejemplo, dificulten la construcción de palabras, o el uso de ciertas reglas de gramática.

De cualquier modo, no se trata de pensar que un fenómeno tan fascinante como el lenguaje –que da origen al mundo de lo humano y de la cultura– pueda ser explicado como el resultado directo de un gen o unos genes. Los propios autores la investigación son cautelosos al reportar sus hallazgos: “Nuestros hallazgos sugieren que FOXP2 está involucrado en el proceso de desarrollo que culmina con el habla y el lenguaje”.

Uno de los genetistas entrevistados por Nature expresa la complejidad genética del ser humano mediante un símil interesante: “encontrar un gen es como encontrar una pieza de un auto. Se ve útil, como si fuera parte de un mecanismo más grande. Pero no sabemos qué hace, con qué otras piezas interactúa, o cómo es el vehículo completo.”

De lo que sí podemos estar seguros, es de que este descubrimiento abrirá la puerta a nuevos desarrollos. Y aunque no es probable que se encuentren genes para, por ejemplo, hablar otro idioma o con acento argentino, sí comenzaremos a entender mejor cómo surge en nuestro cerebro esa maravillosa capacidad que es el lenguaje, puente que une el mundo físico con el universo cultural.

3 de octubre de 2001

Divulgación e improvisación

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 3 de octubre de 2001)

En la Gaceta UNAM del pasado 17 de septiembre aparece una convocatoria para un “Concurso de guión de series radiofónicas de divulgación científica”, dirigida a “estudiantes, investigadores, profesores y divulgadores de la ciencia de la UNAM”.

Me congratulo de ver el interés de Radio UNAM por la divulgación de la ciencia: por un momento parecía que la consideraba dispensable, pues como se recordará (Humanidades 217), recientemente la nueva dirección de la emisora decidió –unilateral y súbitamente– cancelar los programas de la barra de ciencia que se habían transmitido con buen éxito durante años para hacer espacio a un nuevo programa noticioso conducido por Ricardo Rocha.

El hecho despertó numerosas protestas. Tantas, que el director de la estación, Fernando Escalante, ofreció abrir un nuevo espacio para estos programas, siempre y cuando se presentaran nuevos proyectos (dando a entender así que los proyectos originales no eran satisfactorios, suposición que habría que comprobar).

Ahora, la convocatoria publicada es muestra de que, además de los espacios que Escalante tan sensatamente se ha ofrecido respetar para los programas de la antigua barra de ciencia, Radio UNAM desea explorar nuevas vías.

No obstante, hay que comentar que la idea del concurso, aun cuando es muy buena, tiene la desventaja de abrir las puertas a uno de los males que han plagado gran parte de la divulgación científica que se hace en nuestro país: la improvisación.

La importancia de la divulgación científica se reconoce cada vez más ampliamente. A diferencia de lo que sucedía hace unos años -cuando el simple hecho de realizar labores de divulgación podía significar que un investigador fuera despreciado y hasta sancionado por sus colegas, por dedicarse a una labor “poco seria”- hoy se reconoce que el conocimiento científico debe ponerse al alcance de la población general.

Evidencia de ello es el auge de los museos y centros de ciencias, de revistas, colecciones de libros y programas de radio que actualmente pueden disfrutarse en el panorama mexicano.

Desgraciadamente, todavía no se ha logrado el reconocimiento paralelo de la importancia que tiene la labor de los divulgadores profesionales de la ciencia.

Durante años los divulgadores nos hemos enfrentado con el arraigado prejuicio de que nuestra ocupación es algo que puede improvisarse sobre las rodillas, que no requiere una formación previa. Es frecuente encontrar esta idea entre los investigadores científicos (aunque aclaro, no en todos). Después de todo, ¿quién mejor preparado que ellos para comunicar al público los conceptos científicos que construyen y con los que diariamente trabajan?

Y sin embargo, la amarga realidad es que son raros -salvo contadas y muy honorables excepciones en las que una habilidad innata suple la carencia de una formación especializada- los casos en los que un investigador puede desempeñar esta labor de forma efectiva. Sobre todo si se trata de hacerlo en forma constante. La divulgación científica no consiste simplemente en “traducir” la ciencia a un lenguaje sencillo y cotidiano; se trata de una labor de recreación que requiere no sólo de una buena comprensión de los conceptos sino de una cultura científica amplia y un manejo profesional de los recursos del lenguaje y la comunicación, además del criterio necesario para adecuar el mensaje al público receptor y la creatividad para hacerlo de forma novedosa e interesante. Es por ello que, idealmente, debe ser realizada por divulgadores profesionales.

La divulgación científica y la formación de divulgadores han sido una preocupación constante de la UNAM, materializada en la creación del Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia, que después se convertiría en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia y finalmente en la actual Dirección General de Divulgación de la Ciencia, DGDC. A lo largo de su existencia, dicha dependencia ha lanzado diversos e importantes proyectos de divulgación en diversos medios. Asimismo, la formación de divulgadores profesionales ha avanzado de la preparación de personal por aprendizaje práctico, primero, y posteriormente con cursos especializados, hasta el actual Diplomado en Divulgación de la Ciencia y, en un futuro próximo, una Maestría en Divulgación de la Ciencia, actualmente en preparación.

A lo largo de toda esta trayectoria, y con base en la experiencia y la reflexión sobre el tema, ha quedado claro que la divulgación científica es una tarea que puede ser realizada óptimamente sólo cuando el personal dedicado a ello cuenta con una preparación especializada.

Volviendo al concurso convocado por Radio UNAM, en mi opinión personal muestra que todavía se sigue prefiriendo improvisar labores de divulgación que encomendarlas a expertos que cuenten con la formación y la experiencia necesarias.

Pensar que estudiantes, investigadores o profesores sin experiencia ni formación en divulgación puedan generar una propuesta profesional de divulgación resulta, cuando menos, muy optimista. Habrá que esperar los resultados, claro, pero si esa es la vía, ¿por qué no se abrió un concurso equivalente para generar un nuevo espacio noticioso, en vez de recurrir a un profesional reconocido como Ricardo Rocha? Después de todo, como argumenta Florence Toussaint en una nota reciente publicada en Proceso (2 de septiembre), “no deja de ser una afrenta a la comunidad universitaria –con dos escuelas y una facultad en donde se enseña periodismo– que su propia emisora no sea capaz de producir un noticiario innovador, profundo”.

En un texto publicado en Humanidades (no. 217), el director de Radio UNAM aboga por que la divulgación científica se presente “a través de radionovela, biografía, episodio dramatizado o cualquier otro formato que motive al radioescucha para seguirnos sintonizando y logre entusiasmar a nuevos radioescuchas”. Pero quien conozca un poco respecto a la divulgación en radio sabrá que precisamente los géneros dramatizados presentan dificultades especiales para realizar esta labor, en virtud de la densidad de información que tiene que comunicarse para lograr un mensaje que tenga sentido y el poco tiempo con el que se cuenta en radio para lograrlo: las dramatizaciones reducen todavía más ese tiempo.

Sería muy deseable que, junto con el afán por, en palabras de Escalante, “replantearnos esquemas que motiven a quienes nos sintonizan a seguir valorando el trabajo académico, científico y cultural de la UNAM”, se valorara la experiencia acumulada por los profesionales que durante años han producido y conducido programas de divulgación científica en Radio UNAM, para que, junto con los nuevos planteamientos, esta labor pueda enriquecerse no sólo con base en ideas preconcebidas, sino en el sólido conocimiento y experiencia de los profesionales.