4 de diciembre de 2002

Luz de la ciencia, luz del arte: seis años del Museo de la Luz

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en
Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 4 de diciembre de 2002)

No hay noches oscuras en la gran ciudad. El brillo tecnológico de la civilización compite con el manto estrellado y, al iluminarlo, lo opaca.

Aún así, el amanecer es triunfo sobre la oscuridad y muestra detalles que permanecían invisibles en la penumbra, por más iluminada que ésta estuviera con fluorescencias verdosas, brillos rojizos de mercurio o arcoiris de neón.
A la salida del sol, las calles del centro adquieren vida lentamente.

Primero con el rumor de barrenderos. De policías. De panaderos y voceadores. Luego con la lenta construcción de puestos callejeros. Horas después el bullicio de los vendedores ambulantes y sus marchantes las habrá invadido irremediablemente –en algunas calles cerrando el paso de los automóviles–, llenándolas de colores y plásticos y gritos y regateos y también de pequeños robos; de olores y sabores; de colores y sonidos, de gente y movimiento.

En medio de esta vida, este caos que constituye el orden diario del centro de la capital, los nacientes rayos del sol iluminan la torre del Antiguo Templo de san Pedro y san Pablo, que fuera también sede de la Hemeroteca Nacional. El Museo de la Luz surge a un nuevo día.
* * *

La ciencia ilumina. Igual que ilumina el arte. Igual que la luz. En ausencia de luz, las cosas no tienen color; no son siquiera visibles. Un niño “ilumina” cuando colorea un dibujo; así también arte y ciencia, razón y belleza, cuando iluminan nuestro mundo, nuestras vidas, les dan color, luz y significado. Sin arte y sin ciencia, que es como decir sin luz, el mundo no es comprensible, no tiene color, no tiene sentido, no tiene siquiera sabor ni textura: es gris e insípido.

La ciencia ilustra; muestra, explica. Educa; ilumina. También el arte ilustra: muestra el significado profundo de las experienc
ias; muchas veces construye las experiencias mismas, engendrándolas ahí donde antes no las había. Para entender la luz, hay que conocer la total oscuridad. Cualquiera que haya experimentado la forma en que la luz, al ir apuntando luego de la oscuridad total, hace que las cosas vayan apareciendo –vayan de hecho existiendo ahí donde antes, al no ser visibles, no estaban– cuenta con una metáfora adecuada para explicar la experiencia científica, ese momento en que entendemos, en que las cosas adquieren de pronto un sentido que parece imposible no haber percibido antes.

Ilustrar, aluzar, iluminar. La historia también ilustra. La época llamada de la ilustración fue, más que nada, una época científica. El espíritu de compartir la visión racional y empírica del mundo llevó a grandes proyectos como la Enciclopedia, y a la consolidación de la ciencia como la concebimos modernamente.

Con este mismo sentido,
el proyecto del Museo de la Luz de la UNAM, con su carga de historia, de ciencia y de arte, surge en el caos ciudadano: como una suerte de faro, una manera de lanzar una luz que ilumine, ilustre y comparta el placer de la ciencia –el placer del arte– con quienes convivimos en el diario ajetreo de esta capital, quizá la más poblada del mundo.

* * *

La idea de compartir la luz –lo que es la luz, en todos sus aspectos– con el público de la ciudad es novedosa; quizá única. Se trató, desde la concepción misma del proyecto hasta el momento de darlo al mundo, de conjuntar todos los diferentes aspectos del fenómeno luminoso: sus facetas científica, humana, artística, vital, histórica. Una utopía que hoy, seis años después, se mantiene, todavía incompleta pero a la vez exitosa y disfrutable, como un punto de paz en medio de los puestos, las mercancías, el ruido y la gente que puebla el centro citadino.

La luz es radiación electromagnética, que es decir vibración de un éter inexistente. Perturbación del campo eléctrico y magnético que viaja a la velocidad, sí, de la luz.

La luz viaja en línea recta... menos cuando prismas, espejos, lentes la desvían. O cuando, atrapada en fibra óptica, se comporta como el agua en la manguera y posibilita las modernas telecomunicaciones, la computación óptica y cuántas otras cosas.

La luz nos permite ver, gracias a ojos que han evolucionado en millones de años; a moléculas minúsculas que cambian al ser iluminadas, a lentes vivas que enfocan y a cerebros que interpretan señales. Da color y temperamento al mundo, según sean los matices que porte.

La luz surge, fluorescente, de sustancias que la generan, o en reacciones termonucleares que ocurren en las estrellas. Se descompone en arcoiris, se refleja, crea infinitos en un par de espejos. Impulsa la vida, desde la intimidad fotosintética de las células hasta el ciclo ecológico global de la biósfera.

Crea ilusiones ópticas, se enfoca, merced la labor de los optometristas, correctamente para ver. Nos sorprende con cualidades paradójicas y efectos inesperados –sombras de colores, figuras imposibles, reflejos geométricos de belleza insospechada.

Y nos permite también apreciar la majestad del recinto que alberga el museo, la calidad de su historia y de los murales y vitrales que lo adornan. Su pequeña tienda compite, cándida, con la vendimia de las calles. Su portal ofrece un puñado de sueños de ciencia teñida con arte ante la pobreza que reina en las calles. No es inútil el empeño, pues ante la realidad dura sólo la maravilla de la razón, la esperanza y la belleza salvan. Vale la pena, sí, compartir los sueños del hombre científico y artista, no sólo limitarse a sobrevivir un día más. Vale la pena un museo, vale la pena la luz, vale la pena la ciencia como vale el arte. Ése es quizá el mensaje más oculto en los viejos muros.

* * *

El atardecer tiñe de rosa el horizonte, la luz va disminuyendo al caer la noche. Un día más ha pasado en el Museo de la Luz. El publico, ávido de maravillas, no se va decepcionado, aunque sí con ganas de más... El divulgador se debate entre el optimismo se maravillarse por lo logrado y el pesimismo de lamentarse por lo que se podría lograr. Es un paso en el camino de compartir, iluminando con el gozo de lo disfrutable que tienen ciencia y arte.

Y luego la noche cae nuevamente en la esquina de El Carmen y San Ildefonso. El Museo de la Luz duerme y las calles a su alrededor, ahora silenciosas, son un poco menos oscuras que hace seis años. Quizá su torre no sea realmente un faro, un rayo poderoso que barrene la noche, sino sólo una modesta boya que ancla y marca el sitio donde puede encontrarse un poco de ciencia, un poco de arte. De razón y belleza. Con suerte, un poco de luz con qué dar sentido al diario ajetreo de la capital.

10 de julio de 2002

Las reglas para discutir

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 10 de julio de 2002)

Desde hace tiempo me inscribí a una de esas listas de discusión por correo electrónico que están disponibles en internet. La experiencia ha resultado interesante por la oportunidad de discutir distintos temas con personas de medios distintos al que normalmente me muevo.

Quizá una de las sorpresas más inesperadas ha sido descubrir lo distinta que puede ser la forma de discutir y argumentar de las personas. Tanto así, que a veces la comunicación parece imposible. Por mi parte, mi formación científica me ha condicionado a utilizar una cierta modalidad de discusión y argumentación que me atrevería a llamar “científica”, si no fuera porque es exactamente la misma que utilizan los filósofos, los humanistas y científicos sociales, y básicamente cualquiera que se dedique a la reflexión racional (¿habrá de otra?).

De cualquier modo, en las discusiones de la famosa lista de correos me he llevado algunas sorpresas. Una fue cuando, luego de opinar (en contra de lo expresado por otro miembro de la lista) que no porque a uno no le guste algo deber tratarse de eliminarlo, pues otras personas sí pueden disfrutar de ello, fui tachado de “intolerante”.

Recordando otras ocasiones en las que he tenido discusiones acaloradas con amigos en las que a veces parece que no hay manera de entendernos, se me ocurrió formular algunas “reglas” elementales para facilitar las discusiones y evitar las peleas. Y al hacerlo, me di cuenta de que los científicos normalmente proceden utilizando algo parecido.

Regla 1: Comunicar claramente al otro nuestras ideas. Esto podría parecer obvio, si no fuera por la cantidad de ocasiones en que uno entiende precisamente lo contrario a lo que nuestro interlocutor intentaba comunicar. Lo mejor es expresar nuestro mensaje de la manera menos ambigua posible, asegurándonos de que el otro nos entienda. A veces incluso conviene definir los términos.

Los científicos tratan de evitar este problema utilizando un lenguaje especializado en el que las palabras resultan lo menos ambiguas posible (en términos técnicos, tratan de eliminar la polisemia). El uso que hacen de abreviaturas, esquemas, diagramas y cifras precisas ayuda también a evitar los malentendidos.

Regla 2: Tratar de entender lo que el otro comunica. Como complemento a la regla 1, esto significa que no basta con que alguien trate de comunicarse claramente; también se necesita de un interlocutor dispuesto a hacer el esfuerzo de entender el mensaje. Desde simplemente prestar atención hasta preguntar cuando no se entienda algo, el papel activo del escucha resulta vital cuando se trata de comunicarse productivamente.

Quien haya asistido a un seminario científico o a una buena clase de ciencia sabrá a lo que me refiero: cuando un científico no entiende algo, simplemente levanta la mano y pregunta. Como la claridad resulta esencial para una discusión, esta actitud ayuda a evitar muchos problemas.

Regla 3: Apoyar nuestras tesis con argumentos. Todo periodista distingue claramente entre una simple opinión y un argumento basado en pruebas. Cuando dos personas tienen puntos de vista distintos, lo que se esperaría en una discusión racional es que cada un explique por qué piensa lo que piensa y en qué se basa para proponer lo que propone.

Regla 4: Discutir abierta y respetuosamente los argumentos. Como contraparte a la regla 3, la discusión de las ideas y la evidencia en la que se apoyan permite llegar a un entendimiento, o al abandono de los argumentos que no resultan convincentes. La discusión de los argumentos y el abandono de los incorrectos o menos convincentes, es de hecho un proceso darwiniano de selección muy similar al que permite la evolución de los seres vivos. Sólo que aquí lo que se selecciona son las ideas.

Para los científicos, las reglas 3 y 4 son esenciales: el pan de cada día. En todos los niveles de discusión científica, desde las que se dan con los compañeros de laboratorio hasta el arbitraje de los artículos enviados a una revista internacional, pasando por los seminarios y congresos en los que los investigadores presentan sus resultados preliminares ante sus colegas para obtener retroalimentación y crítica, los científicos (como los filósofos) siempre discuten y discuten, tratando de convencerse mutuamente y de hallar los errores o lagunas en la argumentación del otro. Es así como la ciencia avanza, tal como lo expresara el filósofo Karl Popper en el título de su libro Conjeturas y refutaciones.

Regla 5: Estar dispuestos a cambiar nuestras ideas. Una discusión no tiene sentido si los interlocutores están de antemano decididos a no cambiar su manera de pensar. Desde un principio debe aceptarse que tal vez uno sea convencido (convertido) por los argumentos del otro.

En ciencia está claro que éste es el mecanismo que permite el avance del conocimiento. Al igual que sucedería con una especie de organismos que se reprodujeran siempre perfectamente, sin errores ni mutaciones, las discusiones dogmáticas impiden la evolución del pensamiento.

Regla 6: En caso de no poder ponerse de acuerdo, estar dispuestos a discrepar. Esto es lo que se conoce en inglés como agree to disagree: la disposición a respetar, en caso de desacuerdo, el derecho del otro a no compartir nuestra opinión. Otro nombre que recibe esta actitud de el de tolerancia.

En ciencia se trata siempre de mantener la cohesión de una comunidad científica, pero de vez en cuando se dan desacuerdos que no pueden reducirse, y entonces la comunidad se divide en dos bandos, cada uno defendiendo –y argumentando– su propio punto de vista. Normalmente, tarde o temprano, uno de los bandos gana, por contar con mejores pruebas y argumentos. Pero mientras esto sucede, hay que respetar la posición contraria, aunque a uno le parezca equivocada.

Finalmente, en caso extremo, tenemos la Regla 7: Si el punto en el que no se puede congeniar es vital, uno puede decidir cortar la comunicación. Esto puede resultar doloroso, pero es necesario cuando los dos interlocutores –que a partir de ahora dejarán de serlo– viven, diríamos, en “mundos diferentes”. Los políticos sufren este tipo de rupturas con cierta frecuencia. También los amantes. De cualquier modo, es importante saber que la sana distancia es mejor que la guerra.

En el caso de los científicos, el mejor ejemplo de esta imposibilidad de comunicación se da cuando se enfrenta a charlatanes y seudocientíficos como los creyentes en el “fenómeno ovni” (el peor ejemplo es Jaime Mausán), astrólogos, adivinos y vendedores de máquinas de movimiento perpetuo. Resulta imposible comunicarse con ellos porque su cosmovisión es totalmente distinta –e incompatible– con la de la ciencia. Al grado de que muchas veces resulta irracional. Y sin embargo, no puede negarse el derecho que tienen las personas a creer en este tipo de cosas.

Bien, ahí está. Espero que a algún lector le pueda resultar interesante este intento de evitar pleitos. En caso de que no esté usted de acuerdo, puede estar seguro de que estoy dispuesto a discutir con gusto.