1 de diciembre de 1997

Riña entre las culturas: Un ataque a la divulgación de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en diciembre de 1997)


Es triste que mi última colaboración de este año tenga que tratar un tema desagradable. Hace casi un año, cuando comencé a colaborar con Humanidades, elegí el nombre “Las dos culturas” para señalar que trataría de abordar temas relacionados con las áreas gemelas de la “cultura” y la ciencia. La idea era tratar de mostrar que la ciencia es parte de la cultura.

Recientemente, sin embargo, un suceso desafortunado nos ha mostrado no sólo que los “intelectuales” del mundillo de la cultura nacional siguen ejerciendo una influencia excesiva en los medios de comunicación, sino también un desprecio profundo por los temas científicos. Una disputa entre dos escritores por cuestiones no sé si históricas, políticas o personales ha desembocado en la desaparición de una de las secciones pioneras de divulgación de la ciencia en uno de los diarios de mayor circulación en el país: La Jornada.

Por ello sumo mi voz a la de otros divulgadores de la ciencia, como René Anaya en Crónica y Fedro Carlos Guillén en El Financiero, que ya se han pronunciado en contra de este tipo de arbitrariedades.

El asunto, en resumidas cuentas y hasta donde yo me he podido enterar, es como sigue: Luis González de Alba, ex-líder del movimiento estudiantil del 68 y desde hace muchos años excelente divulgador de la ciencia con su columna “La ciencia en la calle”, que aparecía puntualmente todos los lunes en la sección científica de La Jornada, criticó el uso que hizo la famosa periodista Elena Poniatowska, en su libro La noche de Tlatelolco, de fragmentos del libro que él había escrito sobre el movimiento, Los días y los años.

Pero González de Alba no acusó a Poniatowska de plagio ni nada parecido: simplemente se quejaba de que hubiera cambiado sus palabras y algunos datos. Y bueno, también criticaba a la escritora y hasta se burlaba de su estilo, lamentándose de “haber sido traducido al poniatowsko”.

La respuesta al escrito de González de Alba, que también había sido publicado en forma ampliada en la revista Nexos, fue lamentable: en vez de responder y contraargumentar en las páginas de dichas publicaciones, estableciendo quizá un debate que hubiera podido aclarar los malentendidos y errores, Poniatowska decidió renunciar al consejo editorial de Nexos, del que formaba parte. Y la semana siguiente, los lectores de La Jornada buscamos inútilmente no sólo “La ciencia en la calle”, sino la sección científica completa.

Sin dar la menor explicación a los lectores, los dirigentes del periódico decidieron eliminar esta sección, en la que escribían semanalmente desde hace años González de Alba, Javier Flores (quien la coordinaba) y Ruy Pérez Tamayo, además de colaboradores frecuentes como Ricardo Tapia, René Drucker, Antonio Peña, Julieta Fierro y muchos otros buenos divulgadores de la ciencia. Ante eso, lo menos que puede pensarse es en presiones sobre La Jornada que llevaron a esta triste decisión. ¡Qué decepción! Parece que la Poniatowska se asemeja más de lo que creíamos a la “Palmira Jackson” que el escritor Enrique Serna presenta en su novela El miedo a los animales

Las críticas de González de Alba, por otro lado, tenían cierta razón a pesar de haber sido hechas con más de 25 años de retraso. Definitivamente, cualquier autor tiene derecho a ser citado sin que se alteren sus textos. Y, como el mismo González de Alba explica en otro texto aparecido en Nexos (junto a la renuncia definitiva de Poniatowska al consejo de redacción), algunas de las alteraciones aparecidas en La noche de Tlatelolco lo descalificaban como testigo presencial de la matanza allí cometida, pues lo situaban en un piso desde el que no podría haber observado lo que allí sucedió. Es por esto, entre otras cosas, que el autor se tomó tan en serio lo de exigir las correcciones que ocasionaron todo este embrollo.

Estoy de acuerdo en lo que ya se ha señalado en otras partes: que González de Alba se caracteriza no sólo por publicar con mucha frecuencia artículos sobre temas que nada tienen que ver con la ciencia (por ejemplo política, historia o críticas al subcomandante Marcos). Y muchas veces hizo comentarios mordaces en las que parecía buscar la enemistad de otros intelectuales (por ejemplo, Carlos Monsiváis). Pero nada de esto justifica que su columna, y mucho menos toda la sección de ciencia, haya sido eliminada arbitrariamente.

En fin, el resultado final es el siguiente: la sección periodística de divulgación científica más antigua del país (creo) desapareció por un acto que es justo calificar como censura; González de Alba y su “Ciencia en la calle”, junto con Javier Flores y Ruy Pérez Tamayo (probablemente en un acto de solidaridad) aparecen los lunes en El Financiero, y en el directorio de La Jornada aparece ahora el nombre de René Drucker Colín como responsable de una sección de ciencia que yo todavía no he podido hallar, aunque la he buscado todos los días de la semana en que escribo esto.

Pero aún sin leerla puedo temer que el nuevo coordinador, a menos que haga un sacrificio de tiempo difícil para cualquier investigador activo (recordemos que el controvertido sni no toma en cuenta las actividades de divulgación al evaluar a los investigadores), no disponga del tiempo suficiente para conducir la sección de ciencia con la dedicación y cuidado que se requieren en la buena divulgación de la ciencia. Aunque puedo estar equivocado, por supuesto. En lo que estoy seguro de no equivocarme es en recomendarle al doctor Drucker que tenga mucho cuidado en su nueva chamba, porque estará trabajando para jefes que pueden despedirlo sin el menor miramiento si, por desgracia, se da el caso de que alguna de las “glorias” de la intelectualidad mexicana se ofenda por lo que publique.

26 de noviembre de 1997

Ciencia, sociedad y museos

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 26 de noviembre de 1997)


Los museos de ciencia se han convertido en una atracción en muchas grandes ciudades de nuestro país. Gracias al “boom” de construcción de museos y centros de ciencias que se inició con el proyecto del museo de ciencias de la unam, y que culminó con la inauguración de Universum el 12 de diciembre de 1992, se cuenta actualmente con alrededor de 14 de estas instituciones en el país.

El vii congreso nacional de la Sociedad para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (somedicyt), celebrado en la ciudad de Puebla del 12 al 15 de noviembre de este año, estuvo dedicado al tema “museos y centros de ciencias”. Entre los muchos temas de interés que ahí se discutieron, se habló del futuro de los museos de ciencias. En particular, una de las tendencias más notorias ¾y probablemente más benéficas¾ que se observaron fue la de que se están comenzando a construir centros de ciencias de dimensiones reducidas en poblaciones pequeñas. Un ejemplo notable de esto es el centro que se ha estado desarrollando en Atlixco.

Estos centros, en varios casos financiados y construidos por los propios vecinos de la comunidad, tienden a ser más modestos que los grandes museos que se encuentran en ciudades grandes como el d. f., Monterrey, Jalapa, León, Culiacán y varias otras. Pero lo más importante es que a diferencia de estos grandes proyectos, que normalmente son planeados, construidos y operados por instituciones gubernamentales o universitarias, los nuevos centros comunitarios de ciencias, al ser obra de las comunidades, se hallan mucho más ligados a éstas. Los propios habitantes son quienes construyen gran parte de los aparatos que se exhiben; en la construcción del edificio participan arquitectos y albañiles locales, y los cursos y demás actividades son planeadas y realizadas por vecinos.

Es claro que estos centros, al estar mucho más en contacto con la comunidad, prestan un servicio que va mucho más allá de la simple exhibición de aparatos científicos. Sirven como lugares en que los habitantes de la población realizan actividades en conjunto, y se integran muy estrechamente en la vida de la comunidad.

Un ejemplo particularmente interesante de este tipo de centros, aunque en este caso no se trata propiamente de un museo o centro de ciencias, pues no cuentan con exhibiciones ni exposiciones de ninún tipo, son los tres “Centros del Saber” que coordina el centro de ciencias Explora, de León, Guanajuato.

12 de noviembre de 1997

Bultos humanos sin cerebro

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 12 de noviembre de 1997)


No, el título no se refiere a quienes Nikito Nipongo llama "moluscos acéfalos" (y de ahí que a las tonterías que declaran en público las llame "perlas").

Los bultos a los que me refiero sí son, sin embargo, producto de la mente de un científico que, si no de tontería, peca al menos de una gran falta de percepción de la opinión pública. Ha propuesto la creación, mediante las técnicas de recombinación artificial de adn (conocidas popular, aunque exageradamente, como "ingeniería genética") de "bultos" humanos vivos que puedan servir como fuentes de órganos de refacción para ser usados en transplantes. Y para probar que la hazaña es posible, creó fetos de renacuajo sin cabeza ni sistema nervioso. El paso de ahí a los humanos, aunque complejo y tal vez tardado, es perfectamente factible.

Pero debería modificar lo que acabo de escribir: hasta hace poco, el llamar "ingeniería" a las técnicas que los biólogos moleculares usan para modificar el material genético de los organismos era exagerado o, al menos, muy pretencioso. Se supone que un ingeniero diseña cuidadosamente y con pleno conocimiento estructuras o aparatos para que cumplan ciertas funciones en forma precisa. Los biólogos moleculares pueden manipular los genes de seres vivos cada vez más complejos (bacterias y virus, hongos, plantas, protozoarios, peces, reptiles y hasta mamíferos, incluyendo humanos). Descubrían, en gran medida por prueba y error, la función de algún gen y luego podían "apagarlo" o bien "copiarlo" a otro organismo que no lo tuviera. Pero no se podía decir que diseñaran organismos.

Sin embargo la propuesta que tanto impacto ha causado recientemente en la prensa mundial "apagar" los genes que controlan la construcción de la cabeza y el sistema nervioso de un vertebrado para producir un "envoltorio" vivo de órganos de refacción me hace pensar que tal vez ya ha llegado la tan temida hora en que se puede hacer verdadera ingeniería genética para producir nuevos organismos a la medida de nuestras ambiciones.

Hasta ahora yo, como alguien que tiene una formación básica en biología molecular y como divulgador de la ciencia, he mantenido una postura opuesta al amarillismo que ve en cada avance de la genética una amenaza para la humanidad. Sean bacterias que evitan que los cultivos de fresas sufran daños por heladas, jitomates que resisten mejor las plagas, ovejas clonadas en serie o que producen hormonas humanas, o la obtención artificial de gemelos idénticos al partir en dos un óvulo fecundado, me parece que todo avance en esta área merece ser tratado como lo que es: un logro técnico que nos da la posibilidad de mejorar nuestras condiciones de vida. Pero el que algo se pueda hacer no quiere decir que se deba hacer.

Los experimentos del doctor Jonathan Slack, de la Universidad de Bath, en Inglaterra, abren, me parece, una puerta que puede conducir a derivaciones muy peligrosas. La actitud de los investigadores de Bath, con su argucia legal de crear fetos de renacuajo sin cabeza para ser destruidos antes de que cumplieran los siete días de vida a partir de los cuales la ley otorga derechos a los animales, me recuerda a los abogados de las películas (y a los de la vida real), que logran sacar a sus clientes de la cárcel gracias a lagunas legales aun cuando sepan perfectamente que son culpables.

La idea de que, sólo por carecer de cabeza, cerebro o sistema nervioso, un ser humano ya no puede ser considerado como tal y por tanto ya no hay restricciones legales ni éticas en su manejo, es muy peligrosa. No en balde existen moratorias internacionales para la manipulación genética de embriones humanos. No se trata de decir que nunca debe hacerse nada en esta área (yo no creo en la "esencia intocable y divina del ser humano"), sino que hay que pensarlo muy, muy bien antes de comenzar a experimentar con técnicas así de poderosas. La soberbia de los científicos y técnicos en inglés se la conoce como hubris les hace muchas veces suponer que, si entienden cómo hacer algo y pueden hacerlo, tienen derecho a hacerlo.

Tal vez la idea de los paquetes vivientes es buena, pero es muy difícil estar seguros de que se haga de la forma correcta. En casos como éste saber qué es lo correcto no es nada fácil, y es deber de la sociedad dejar claro que, cuando está en cuestión la esencia misma de qué es un ser humano, los científicos tienen que compartir la responsabilidad de sus acciones con filósofos, humanistas, sociólogos, médicos y hasta políticos y religiosos... en fin, con la sociedad completa, antes de comenzar a actuar.

¿Qué podemos hacer los ciudadanos comunes y corrientes? Para empezar, interesarnos, estar informados y opinar. Exactamente lo que se espera de cualquier miembro de una democracia.

15 de octubre de 1997

Contacto

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 15 de octubre de 1997)

“Leí que va a ser la película más aburrida del año”, dijo Raúl. Aún así, le rogué ir a verla en cuanto la estrenaron.

“Lloré en tres escenas: me sentí identificado”, dijo Enrique, que tiene mucha sensibilidad y adora la ciencia.

“La galaxia parecía hecha de chicle”, dijo Susana, astrónoma y divulgadora de la ciencia.

Ante tal diversidad de opiniones, tal vez lo más seguro sea recomendar a usted, amable lector, que vea y se forme su propia opinión sobre Contacto, la película de ciencia ficción basada en la novela del mismo nombre escrita por el nunca suficientemente llorado Carl Sagan, y con guión de él mismo y su esposa (y ahora viuda) Ann Druyan. Pero para no recomendarla así nomás, me permitiré comentar algunos de los aspectos que más me gustaron (prometo que puede usted leer este artículo sin ningún temor de que le cuente la trama).

Yo leí la novela hace algunos años, por lo que, aunque no recuerdo todos los detalles, sí noté algunos de los cambios que se hicieron al adaptarla para el cine. La novela es más rica, pero la película no desvirtuó la historia. Lo que pensé al leer el libro, y que ahora confirmo al ver la película, es que Sagan lograba transmitir en todas sus obras su gran amor por la ciencia y su asombro constante ante sus logros. Recordemos que, además de ésta (hasta donde yo sé), su única incursión en la ciencia ficción, Sagan escribió una cantidad de ensayos de divulgación de la ciencia, recopilados en varios excelentes libros (Los dragones del edén recibió el premio Pulitzer), además de realizar la maravillosa serie de tv Cosmos. Su último libro, La ciencia y sus demonios (Planeta, 1997), que ya comenté en este espacio, es una apasionada defensa de la ciencia y su método ante los ataques del oscurantismo que resurge en este fin de milenio.

La idea fundamental de Contacto no es nueva: ¿qué pasaría si tuviéramos, por fin, alguna señal inequívoca de que existen otros seres inteligentes en el universo? Y es más, ¿si supiéramos que están tratando de comunicarse con nosotros? Nada nuevo, como se ve. De hecho, hay escenas y situaciones que remiten a varios clásicos del género (la escena del viaje espacial, en particular, es un hermoso tributo a 2001: Odisea espacial, de Clarke/Kubrik, y la maravillosa secuencia inicial de la cinta es un homenaje a los famosos créditos iniciales de Cosmos).

Pero lo que es único en Contacto es la manera en que Sagan presenta el tema en una forma que, sin dejar de ser interesante (y hasta apasionante), no cae en los lugares comunes de darle al público lo que quiere ver sólo para obtener éxito comercial. Los conceptos científicos que se presentan son sólidos (aunque Susana, la astrónoma, halló algunas inconsistencias leves en la película ¾no creo que las haya en la novela).

Las implicaciones extracientíficas de la comunicación con seres extraterrestres también son encaradas en forma interesante, realista y profunda: los conflictos entre políticos y científicos, las luchas por el poder y, sobre todo, las diferencias y disputas entre la fe religiosa y el afán científico de hallar explicaciones. Hay también (claro), una historia de amor, pero Sagan supo combinarla con los temas más profundos de la trama para convertir el clásico encuentro entre la mujer dedicada a su trabajo y alejada de todo contacto sentimental (e, irónicamente, buscando el contacto con seres de otros mundos) en una oportunidad para discutir las verdaderas diferencias y las semejanzas profundas que hay entre ciencia y religión. En esto es fácil caer en lugares comunes. Sagan, sin embargo, toca el punto fundamental: en el fondo, ambas empresas son una búsqueda de sentido para el universo que habitamos.

Este último tema, en particular, tal vez merezca más espacio en una colaboración posterior. Por el momento sólo quiero recomendar a lector que, si disfruta de la buena ciencia ficción, vea esta película: es emocionante, interesante, profunda. Yo en lo personal estoy sorprendido de cuánto le ha gustado a tantos de mis conocidos provenientes de los campos más disímbolos. Algo tendrá, para gustar tanto. Y algo, definitivamente, tenía Carl Sagan, pues El mundo y sus demonios, en cierto modo su testamento, se mantiene en los primeros lugares de popularidad. Tal vez ese algo era su capacidad para transmitirnos no sólo el interés, sino también la importancia y la belleza de la ciencia.

1 de octubre de 1997

La ciencia vendida

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 1ero de octubre de 1997)


Hace poco fui a ver Criaturas feroces, película protagonizada por Jamie Lee Curtis y los miembros del grupo inglés Monty Python. La comedia me gustó, aunque no resultó tan divertida como la excelente Los enredos de Wanda, que el mismo elenco había estelarizado hace como diez años. Además de varias situaciones muy jocosas, mostraba los problemas que los encargados de un zoológico pasaban para justificar la permanencia de las diversas especies de animales ante un “recorte” presupuestal.

El problema, en pocas palabras, era que el nuevo dueño tenía como regla que todas sus empresas debían producir ganancias de al menos un veinte por ciento. Como sus asesores habían decidido (bastante arbitrariamente) que lo que más atrae a la gente en un zoológico son las criaturas feroces que dan título a la cinta, la mejor estrategia era eliminar a todos los animales que no cayeran en dicha categoría.

Esta situación hizo que los zoólogos hicieran esfuerzos ridículos por presentar a los animales mansos como temibles bestias de las que había que cuidarse: la imagen de una nube de coatís descuartizando a un elefante o la advertencia de no acercarse mucho a una tortuga gigante que permaneció durante toda la película más inmóvil que el peñón de Gibraltar (“puede arrancarle una pierna”) fueron algunos de los recursos desesperados que emplearon.

Después de pensar un poco, inventaron una nueva estrategia: conseguir propaganda comercial que se pondría directamente en los animales o sus jaulas: el tigre se convirtió así en un anuncio andante de vodka (“absolutely fierce”). Hasta anuncios de cerveza mexicana se vieron por ahí.

Desde luego, me apresuro a aclarar que, aunque a algunos suspicaces la situación les pueda sonar parecida a la de alguna universidad, mi objeto al describir aquí los sufrimientos de los encargados del zoológico se relaciona más con la labor de divulgación de la ciencia.

Además de pensar que los creadores de la cinta fueron extremadamente hábiles al inventar un argumento que incluía los anuncios como parte integral de la trama (¡desde luego que cobraron por poner todos los anuncios que pusieron!), la película me hizo reflexionar sobre cómo algunos esfuerzos por llevar la ciencia al público general muchas veces caen (o acaban por caer) en lo comercial.

Pienso, por ejemplo, en algunos museos de ciencia: El Papalote, por ejemplo, acudió desde un principio a la iniciativa privada para obtener fondos, y mucho de lo que ahí se exhibe tiene a un lado el nombre de alguna empresa o marca comercial. En la unam, Universum se ha mantenido más bien al margen de este tipo de recursos, incluso al grado de que cuando ha intentado obtenerlos no lo ha logrado (aunque hay unas cuantas honrosas excepciones). Pero lo que quiero comentar no es si esto está bien o mal, sino señalar que, desde mi muy personal punto de vista, todo es válido si se hace bien.

Pero ahí está precisamente el problema: los personajes de la película, que tenían que inventar mentiras ridículas para justificar lo que ellos, como conocedores y amantes de los animales, sabían que estaba bien (es decir, un zoológico en el que se exhibieran todo tipo de animales por el interés que tienen como tales, desde un punto de vista de cultura biológica, y no con el criterio de espectáculo circense de presentar “criaturas feroces”). De igual manera, con frecuencia las circunstancias nos obligan a los divulgadores de la ciencia a exagerar los aspectos “comerciales” de la ciencia que pretendemos compartir con nuestro auditorio.

Es difícil encontrar el equilibrio entre presentar lo que los divulgadores (o los investigadores científicos que muchas veces toman las decisiones de lo que debe presentarse al público) piensan que hay que divulgar, y lo que el público quiere recibir. Lo primero puede implicar la difusión de productos aburridos o de interés muy limitado (una revista que compré ayer trae el apasionante artículo “Ficocoloides: importancia, obtención y usos”), y lo segundo puede significar rebajarse a presentar material al nivel de “Siempre en domingo”.

El tema da para mucho más, y eso sin mencionar los paralelos que podrían encontrarse en otros campos, como por ejemplo el de las prioridades en la asignación de recursos para la investigación científica. Me detendré aquí, sin embargo, no sin antes concluir que, probablemente, lo más correcto sería que los criterios con que se decidiera qué hay que divulgar, con qué fines, para qué público y de qué manera, debieran ser académicos, culturales, educativos o hasta estéticos (una querida maestra y amiga opinaría que “de preferencia, estéticos”, y no hallo motivo para contradecirla). Siempre que los criterios económicos o políticos (en el mal sentido de la palabra) sean los que limiten y dirijan el rumbo de la divulgación de la ciencia, esta actividad será básicamente secundaria y esencialmente inútil.

1 de agosto de 1997

El amarillismo y el testamento de Carl Sagan

Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en agosto de 1997)



La difusión de la cultura es una labor que a veces parece carecer de sentido. Quienes participamos en ella podemos creer que estamos colaborando a mejorar en algo a nuestra sociedad, pero basta con echar una mirada a nuestro alrededor para ver signos desalentadores.

En la tienda, por ejemplo, recibí el otro día un volante que anunciaba una nueva marca de champú. Viene (según creo haber entendido; las complejidades de la cosmética hacen necesario tener un doctorado) en cuatro presentaciones distintas, acompañadas de sus respectivos cuatro “enjuagues”, una “para satisfacer las necesidades específicas de cada cabello”,. Entre los ingredientes se hallan una multitud de componentes “naturales” que yo creía exclusivos de la cocina, como manzanilla, tomillo, romero, pétalos de rosa y flor de pasión. Hasta ahí, nada extraño; nos tienen acostumbrados a este tipo de mercadotecnia.

Pero lo que me molestó fue ver en la última hoja una sarta de frases en las que se aprovecha el discurso ambientalista y “ecologista”, que supuestamente debería servir para asuntos mas serios, como burdo recurso publicitario: “una experiencia orgánica que protege el medio ambiente”; “utiliza ingredientes derivados de recursos naturales renovables”; “botellas recicladas y reciclables”. Y lo peor; el uso comercial de los prejuicios contra todo tipo de investigación en la que se usen animales: “los productos no fueron probados en animales” (si es así, ¿cómo puede el consumidor estar seguro de que no causan salpullido, caída de pelo o cáncer? ¿Los probaron, acaso, en humanos?); y el odio hacia todo lo “químico” o “artificial” (es decir, para usar un término que se está poniendo de moda, la “quimifobia”): “las hierbas utilizadas fueron cultivadas bajo condiciones orgánicas certificadas, sin sustancias derivadas del petróleo ni pesticidas” (¿es que un buen fertilizante que contenga algún derivado del petróleo debe necesariamente ser dañino? ¿Lo son todos los pesticidas?).

El problema, y lo que a veces descorazona, es darse cuenta de que, no importa cuánta labor se haga para tratar de incorporar la tan debatida “alfabetización científica”, es decir, los conocimientos mínimos que permitan juzgar estas cuestiones y tomar decisiones en forma inteligente (y no basados en lo que “nos late” o lo que leemos en la propaganda), el gran público sigue ignorando la forma en que es manipulado por los intereses comerciales, políticos, religiosos o simplemente supersticiosos.

Otro ejemplo: recientemente, ante la clonación de “Polly”, una segunda oveja escocesa, esta vez “transgénica” a la que se le había incorporado un gen humano con el fin de que su leche contenga una proteína humana de utilidad médica, un obispo mexicano (de esos que aprovechan para tomar el micrófono cada vez que se los ofrecen) declaró que se trataba de “clonaciones diabólicas”. Declaración que, desde luego, fue inmediatamente reproducida a ocho columnas en un diario vespertino.

Nuevamente, estoy seguro de que el declarante no tiene siquiera un conocimiento claro de en qué consiste la técnica que produjo su inquietud.

Otro más: la muerte de Ricardo Aldape Guerra, quien tras 15 años de prisión esperando la pena de muerte en los Estados Unidos fue liberado, sólo para morir en un accidente carretero cuatro meses después, fue anunciada en los mismos periódicos de la tarde con un “Su destino estaba sellado”, o frase semejante. El pensamiento mágico, supersticioso y ¾perdón por la terminología decimonónica¾ retrógrado sigue tan vigente en México (y en el mundo, como puede comprobarse leyendo cualquier revista internacional) como siempre. El pensamiento racional, y especialmente el derivado de algunas de las actividades más elevadas del ser humano, como son la filosofía y la investigación científica, sigue siendo un lujo que a pocos les interesa tener (igual que el buen gusto artístico, y si no que le pregunten a Raúl Velasco).

Terminemos, no obstante, con una nota optimista: leo con mucho gusto que el último libro del gran científico y maestro divulgador de la ciencia Carl Sagan, El mundo y sus demonios (Planeta, 1997) se halla, a pesar de su precio ligeramente elevado, en los primeros lugares de ventas en las librerías. En esta obra, que constituye de hecho su testamento, Sagan hizo su mejor esfuerzo por mostrar que es urgente darnos cuenta de que el pensamiento racional es nuestra única oportunidad. No sólo para no caer en comportamientos tan ridículos como los que he mencionado aquí, sino para garantizar la igualdad, la justicia y la supervivencia de la humanidad. Ver que su libro se vende bien me hace pensar que tal vez no todo está perdido, y que aparte del gozo de poder compartir con otros los que nos gusta, la difusión de la cultura y la divulgación de la ciencia tal vez tengan alguna utilidad para el grueso de la sociedad. Mientras tanto, en vez de ir a ver a la “virgen del metro Hidalgo” o ver a Paty Chapoy recomiendo amplia, muy ampliamente, leer el libro de Sagan. Creo que no sólo vale mucho la pena, sino que es muy necesario.

1 de julio de 1997

El temor por la ciencia

Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en julio de 1997)


Recientemente fui a ver El mundo perdido, nueva película de Stephen Spielberg. En primer lugar me decepcioné al no encontrar nada nuevo ni especialmente interesante (lo cual, en cambio, sí hallé en Parque Jurásico). Pero luego, al ver a un tiranosaurio recorrer, cual King Kong posmoderno, las calles de una ciudad costera gringa (nunca vi las series de Godzilla, así que esa comparación no vino a mi mente espontáneamente) no pude menos que admirarme de cómo los mitos cinematográficos regresan cada cierto tiempo.

Más tarde reflexioné que en ambas películas, así como en las novelas del excelente Michael Crichton que les dieron origen, el fantasma más notorio no es el del simio gigantesco que se enamora de una muchacha guapa, sino la de la pesadilla producto de la ambición del científico loco: Frankenstein.

Y así es: el símbolo del monstruo que, perdido el control y deseoso de venganza ante una vida desgraciada y solitaria que él no pidió vivir se vuelve contra su creador es una de las más recurrentes en el cine de ciencia ficción. Y también en mucha de la literatura en la que la ciencia participa como personaje importante (y ni hablar de los programas de televisión y las historietas, donde la figura del “científico loco” es ya no sólo un estereotipo, sino prácticamente un personaje regular).

Dejemos de lado la vocación alarmista de Crichton, que en casi todas sus novelas pretende, siempre con gran maestría, dar la alarma contra alguna nueva amenaza, científica o no, ya sea el avance de la ingeniería genética (Parque Jurásico), la posible contaminación con organismos del espacio exterior (La amenaza de Andrómeda) o el creciente poderío de las empresas japonesas (Sol naciente). Tampoco mencionemos las muchas facetas con que desde finales del siglo pasado y hasta la actualidad se ha abordado el tema, de los animales cruelmente modificados en La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells a la computadora hal de Odisea 2001, de Arthur C. Clarke. En cada caso, la ciencia siempre es vista como una amenaza no sólo potencial, sino casi segura.

Lo notorio (y triste) es que los avances científicos siguen, después de cuatro siglos de ciencia y casi dos de revolución industrial, luego de casi medio siglo de genética molecular y computadoras, en una época en que a cada paso y toda circunstancia nos encontramos con productos de la ciencia que facilitan y enriquecen nuestra vida, luego de todo esto, digo, seguimos viendo a la ciencia y sus productos con temor e inquietud.

Y no es necesario ir muy lejos buscando pruebas: recordemos la larga moratoria que se impuso a los experimentos de ingeniería genética en los setenta, ante el temor de que de los laboratorios comenzaran a salir una serie de monstruos microscópicos que destruyeran a la humanidad que los creó. Recordemos el escándalo en los ochenta a raíz del nacimiento de la primera niña de probeta. Y veamos actualmente la alarma en torno a la factibilidad técnica de clonar seres humanos, y el horror que sentimos ante (y aquí estamos de nuevo ante el viejo temor a Frankenstein) la simple posibilidad de que una creación nuestra, una computadora, pueda vencer a un gran maestro de ajedrez, supuestamente una de las mentes humanas más poderosas.

¿Qué es lo que nos orilla a preocuparnos, a ver con horror o al menos con gran desazón e inquietud la posibilidad de crear, por fin, una máquina que supere a nuestra herramienta más preciada, la mente humana? La respuesta puede ser múltiple: inseguridad; desconocimiento, temor a lo nuevo, ignorancia.

En realidad nada debería hacernos sentir más felices y satisfechos. Tal vez la energía atómica, el manejo de genes y la clonación puedan presentar riesgos; tal vez problemas como la contaminación química, la desforestación y el calentamiento global sean consecuencias directas o indirectas (aunque ciertamente no exclusivas) de la ciencia y la tecnología. Pero las computadoras, lejos de representar una amenaza, constituyen uno de los logros técnicos más útiles en la historia de la humanidad.

El contar con artefactos que puedan manejar información, datos, con todo el poder y versatilidad que poseen las modernas computadoras, capaces de simular y modelar prácticamente cualquier cosa que pueda representarse simbólica o matemáticamente, literalmente nos abre nuevos mundos. Estoy seguro de que internet, la realidad virtual y la telepresencia son sólo el principio. Probablemente pronto (quizá en unas décadas, o incluso menos) contaremos con sistemas que podamos llamar, sin la menor duda, “inteligentes”.

Y veremos que son buenos y útiles, si los usamos con esa intención. De nada sirve buscar excusas como que “las computadoras aún no vencen a la intuición femenina”, como dijo con involuntario humor una investigadora de la unam: en esta ocasión no hay que temer al monstruo de Frankenstein, sino estar orgullosos de nuestra creación y buscar ponernos a su altura, para darle el mejor uso posible.

25 de junio de 1997

El Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
25 de junio de 1997


En mi anterior colaboración hablé acerca de la importancia de la divulgación de la ciencia. Mencioné también algunos de los criterios que, en mi opinión, ayudan a definir esta actividad.

En esta ocasión, como lo ofrecí entonces, quisiera hablar acerca de la única institución oficial que en nuestro país se dedica en forma exclusiva y específica a la divulgación de la ciencia: el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (cucc) de la unam, en el cual tengo la satisfacción de laborar.

El cucc nace el 17 de abril de 1980, durante la gestión del rector Soberón, con los objetivos de “divulgar la ciencia dentro y fuera del ámbito universitario, desarrollando labores docentes y de investigación en el diseño sistemático y experimental de los planes y programas de difusión”.

Sus antecedentes son el Departamento de Ciencias de la Dirección General de Difusión Cultural de la unam, creado en 1970, así como el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia (pecc), de la Coordinación de Extensión Universitaria, que nació en 1977 y en el que también participaba la Secretaría de Educación Pública. Inicialmente el cucc estuvo adscrito a la Coordinación de Difusión Cultural, pero alrededor de 1988 fue transferido a la Coordinación de la Investigación Científica.

Durante todos esos años, la figura del doctor Luis Estrada, pionero de la divulgación de la ciencia en México, estuvo detrás de los esfuerzos, el entusiasmo y la continuidad del cucc. Siendo director de éste, como lo fue antes del pecc, Estrada logró conformar un pequeño grupo de personas que se dedicaron a comunicar a los universitarios, así como hacia el exterior de nuestra casa de estudios, no sólo los avances modernos, sino también los conceptos y la experiencia de lo que significa el quehacer científico.

Para ello se estableció una estructura “inspirada en los talleres medievales”. Siendo la divulgación de la ciencia una actividad que, más que enseñarse, se tiene que cultivar y desarrollar mediante la práctica, pareció adecuado en esos días trabajar mediante la experimentación y los ensayos razonados. Los hallazgos que se lograron, así como una actividad sostenida que alcanzó buen reconocimiento entre los universitarios fueron la mejor prueba del acierto del enfoque que el cucc siguió durante esta primera época.

Muchos de quienes hoy son reconocidos como los principales divulgadores de la ciencia en nuestro país colaboraron o fueron en algún momento parte del personal del cucc. Además de los divulgadores que formó en esa época, y que constituyen una “escuela” cuya influencia aún puede detectarse con facilidad, el cucc publicó durante varios años el boletín mensual Prenci. La famosa revista Naturaleza, nacida como Física en 1968 y que continuó publicándose hasta 1984, fue también producto de muchas de las personas que laboraban en el cucc.

A partir de 1989, bajo la rectoría del José Sarukhán, el doctor Jorge Flores Valdés asumió la dirección del cucc y reorientó sus actividades para lograr un mayor desarrollo y dinamismo, y a concretar uno de los proyectos de divulgación de la ciencia más grandes de nuestro país: la construcción de un museo de ciencias. Universum, producto de cuatro años de esfuerzo de un equipo mucho más amplio y diverso que el del cucc original, fue la semilla de una serie de museos de ciencias que comenzaron a abrir sus puertas en distintos lugares de la república. Hoy, después de haber sido visitado por varios millones de personas, especialmente jóvenes, constituye uno de los principales focos de contacto entre el público general y las diversas manifestaciones del conocimiento científico. Puede decirse con toda seguridad que la historia de la divulgación de la ciencia en México se divide en antes y después de Universum.

Por todo esto: por una gran cantidad de publicaciones periódicas y bibliográficas; por la experimentación y reflexión que llevaron a definir muchos de los criterios que todavía actualmente guían la actividad de divulgación de la ciencia; por una cantidad innumerable de charlas, conferencias, debates, exposiciones y cursos; por la formación de una escuela de divulgadores cuyos “nietos” continuamos todavía desarrollando e impulsando la comunicación de la ciencia al público amplio, así como su inclusión dentro la cultura general de la población; por la creación, finalmente, de Universum, así como del Museo de la Luz y el anexo del museo de Geología, próximo a inaugurarse; por todo esto y más, la labor del Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia de la unam constituye uno de los pilares fundamentales en la defensa y promoción de la actividad científica en nuestro país.

Así como se reconoce la importancia de fomentar la formación de científicos jóvenes y de apoyar a los grupos de investigación existentes para que crezcan y se multipliquen, debe quedar claro que la buena imagen y la comprensión que el público general tenga de la actividad científica resultará decisiva para el desarrollo de la ciencia en México. La divulgación de la ciencia es la mejor arma con que contamos para lograr este objetivo.

El cucc, como centro formador de divulgadores y como sitio de reflexión sobre dicha actividad ha cumplido con creces su cometido. Esperemos que en el futuro continuar con su labor en forma cada vez más amplia, profesional y exitosa.

11 de junio de 1997

La importancia de la divulgación de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
11 de junio de 1997


Es cada vez más generalizada la idea de que la ciencia es importante y que toda persona debe tener algunas nociones básicas de ella. Como he mencionado en otras ocasiones, la visión científica puede resultar inquietante o desagradable para algunas personas. Pero a pesar de que la ciencia tenga enemigos, o de que para la gran mayoría de nosotros pueda resultar aburrida, difícil y oscura, todo mundo comienza a estar convencido de que en la actualidad resultaría extremadamente difícil sobrevivir, y mucho menos llevar una “buena vida”, sin las ventajas derivadas del conocimiento científico y sus aplicaciones.

Querámoslo o no, la ciencia llegó para quedarse, y todos estamos en contacto, en mayor o menor grado, con sus productos y las interpretaciones que hace de la realidad que nos rodea. Pensemos sólo en las vacunas, los antibióticos, los transistores y las computadoras, los autos y aviones, los plásticos y los alimentos industrializados, la luz eléctrica, las grúas y la bomba atómica; o en la visión heliocéntrica del sistema solar, la visión darwinista de la evolución...

Desgraciadamente, mucha gente cree que la única forma en que puede estar en contacto directo con el conocimiento producto de la investigación científica es a través de la escuela y el estudio. Es decir, de la llamada “educación formal”.

La divulgación de la ciencia, área a la que me dedico y de la que encontramos diversos ejemplos cada quince días en Humanidades, constituye otra vía por la que la población de todos niveles e intereses puede conocer los conceptos e información que han cambiado la vida de nuestra especie (y de varias otras). La divulgación difiere de la enseñanza en que no pretende lograr un aprendizaje, sino que se esfuerza en presentar la visión científica del mundo a un público general. La primera meta de la divulgación es interesar a la audiencia (si no lo logra, no cuenta siquiera con una audiencia). Es posible entonces explicar los conceptos: mostrar la forma en que gracias a experimentos, inducción y una buena dosis de creatividad, discusiones y sudor, los investigadores científicos logran presentar modelos coherentes, armoniosos y funcionales de la realidad.

Resulta ambicioso pretender utilizar la divulgación para enseñar. Sin embargo hay numerosos divulgadores que, bajo el nombre de “enseñanza no formal”, buscan nuevas y mejores maneras de utilizar la divulgación de la ciencia como un complemento que llene algunas de las lagunas de la enseñanza escolarizada. Todo es válido, siempre y cuando se haga bien.

Pero, ¿qué importancia tiene comunicar la ciencia al público? ¿Se necesita realmente? ¿O se trata sólo de un entretenimiento, una curiosidad o un mero complemento de la cultura general? En realidad, cualquiera de estas respuestas podría ser adecuada, pero existen también argumentos que apoyan en forma mucho más sólida la necesidad de divulgar la ciencia amplia y vigorosamente.

Uno de ellos es la innegable necesidad que tiene toda sociedad de contar con investigadores que hagan ciencia, que busquen respuestas a nuevos y viejos enigmas. Cada día surgen problemas para los que hay que buscar soluciones, pero también cada día contamos con nuevos desarrollos e inventos científicos y tecnológicos que aparecen como consecuencia de investigaciones “básicas”, que “nunca iban a tener ninguna aplicación”. Y la única manera de contar con científicos es motivar a los jóvenes hacia el estudio de carreras de esta área.

Un segundo argumento para apoyar la necesidad de comunicar la ciencia al público es que todo miembro de una sociedad democrática requiere conocer al menos los conceptos científicos básicos antes de poder formarse una opinión informada y responsable sobre los temas en los que la ciencia está involucrada: el uso de la energía nuclear, la contaminación ambiental, el calentamiento global, la salud reproductiva, las nuevas epidemias y las nuevas tecnologías... no se puede actuar ni opinar siquiera sobre ninguno de estos temas si no se entienden al menos los fundamentos básicos que permiten interpretarlos.

Hay también un argumento cultural: la ciencia puede ser divertida, interesante y apasionante. Pero también es una de las más altas creaciones del intelecto humano, una que además de maravillarnos puede hacernos comprender cómo funcionan partes de la naturaleza. De otro modo, sólo podemos contemplarlas o admirarnos de su belleza, pero no entenderlas ni hacerlas nuestras. (Al pensar en esto recuerdo siempre cómo he envidiado a los músicos profesionales, que pueden disfrutar y entender la música de una manera que siempre nos estará vedada a los simples escuchas). Y, como beneficio adicional, este conocimiento podemos utilizarlo para mejorar nuestra vida. A riesgo de parecer chauvinista, ¿qué otra disciplina nos puede ofrecer tanto?

Todo lo anterior ha hecho que poco a poco surjan en todo el mundo personas y grupos dedicados a “popularizar”, “vulgarizar” o “divulgar” la ciencia. En nuestro país existe la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (somedicyt), que recientemente cumplió diez años. Entre otras cosas, la sociedad organiza desde hace seis años un congreso anual en el que los divulgadores nos reunimos a compartir información y a juntar ánimos y esfuerzos.

En la unam, por otro lado, existe el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (cucc), única institución en el país dedicada por completo al desarrollo de esta actividad y a investigar las maneras de realizarla cada vez mejor. De ello hablaremos próximamente.

28 de mayo de 1997

Seudociencia, anticiencia y esoterismo

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
28 de mayo de 1997

Uno de los problemas que presentan las discusiones sobre la naturaleza de la ciencia es que, a la menor provocación, surgen personas que aprovechan las dudas sobre la verdad absoluta del conocimiento científico para afirmar que “la ciencia no tiene ningún valor” o que cualquier otra disciplina o forma de conocimiento, de la astrología al marxismo, pasando por la meditación trascendental, es tan “científica” como la física o la biología.

Antes de que el lector humanista (no hay que olvidar el nombre de nuestro periódico) crea que se halla ante uno de esos científicos soberbios que descalifican toda disciplina social o humanística por no compartir los métodos de las ciencias naturales, debo aclarar que al mencionar al marxismo pretendo solamente marcar una diferencia (bastante clara, por otro lado) entre disciplinas en las que las hipótesis pueden someterse a prueba mediante experimentos para descartar las menos útiles y conservar las más prometedoras, y otros campos en los que las teorías pueden fundamentarse en mayor o menor grado con hechos del mundo real, pero en las que la opinión y el pensamiento subjetivo tienen mucha más peso que en las que tradicionalmente llamamos “ciencias”. Dicho de otro modo: la imposibilidad de experimentar hace que la teoría marxista, al igual que el psicoanálisis, estén más cerca de la filosofía (o, en opinión del inmunólogo Peter B. Medawar, de la literatura) que de la ciencia. Lo cual no las hace ni mejores ni peores: sólo menos comprobables.

Decía pues que, en cuanto se menciona, como lo hice en la anterior entrega, que la ciencia no tiene el monopolio de la verdad ni el método infalible para llegar a ella, saltan los defensores de las pseudociencias, los enemigos de la ciencia y los creyentes de disciplinas esotéricas para reclamar un trato igualitario, como si las imperfecciones del método científico constituyera una prueba de la virtud de sus respectivas doctrinas. ¿Qué tiene esto de malo? Analicemos brevemente cada uno de estos casos:

Las seudociencias: Aunque el término tiene fuertes connotaciones negativas, tan pseudociencia es el marxismo como el creacionismo que niega la teoría de la evolución por selección natural, aduciendo pruebas “científicas” del origen divino de las especies. En ambos casos se trata de teorías, filosofías, creencias, pero no de ciencias. El psicoanálisis, por otro lado, se halla en una frontera en la que cuenta con defensores y detractores, que buscan otorgarle o negarle el codiciado título de ciencia. Lo mismo le sucede a la homeopatía.

Hace años, en uno de los Coloquios de Investigación que organiza semanalmente el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia, UNAM, escuché a un humanista (creo recordar que se trataba de Roberto Moreno de los Arcos) decir que disciplinas como la sociología, la historia y la psicología no tenían por qué aspirar a ser llamadas “ciencias sociales”; para él, el título de “humanidades” era no sólo más adecuado, sino más digno (y citaba la rima infantil: “yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las bonitas se echan a perder”). En realidad, el debate sería tonto (ningún daño hace que existan “ciencias” sociales, políticas, económicas o hasta de la administración, si así desean llamarse) si no fuera porque la falta de claridad en la frontera entre ciencia y no ciencia permite que visiones claramente erróneas, como la “ciencia creacionista”, pretendan obtener la aceptación acrítica del público con sólo mostrar supuestas credenciales “científicas”.

La anticiencia: Muchas personas sienten una inquietud o incluso una abierto rechazo ante los avances científicos. En algunos casos, la reacción es toma formas relativamente benignas (véanse, por ejemplo, los comentarios ante la derrota del campeón Kasparov por la computadora Deep Blue). Pero en otros, el temor y la ignorancia llevan a la satanización de todo lo que tenga que ver con la ciencia, y fomenta actitudes radicales como la oposición absoluta a cualquier uso de la energía nuclear, la destrucción de laboratorios en los que se experimenta con animales o el calificar a cualquier sustancia química de “veneno” (como si hubiera sustancias que no fueran químicas). La admisión de las debilidades del método científico sirve de argumento para los enemigos de la ciencia, que la descalifican y le niegan cualquier utilidad o aspiración de acercarse a la verdad.

Esoterismo y supercherías: Todos conocemos varios ejemplos de grupos, sectas, métodos o disciplinas que ofrecen desde buena suerte o predecir el futuro hasta transformar al creyente (normalmente, claro, mediante el pago de una respetable cantidad de dinero) en un superhombre. Cualquiera tiene derecho a creer en horóscopos, dianética, meditación trascendental o yoga. Pero no puede aceptarse que este tipo de disciplinas se presenten a sí mismas como “científicamente comprobadas”, o que contradigan hallazgos científicos validados en la práctica y respaldados por teorías serias y coherentes. Este tipo de pretensiones permiten que existan casos extremos (y peligrosos) como los de presidentes de los Estados Unidos (los del norte, no los mexicanos) que sigan los consejos de un astrólogo para guiar la política de la nación.

Por todo esto hay que dejar claro que, aunque la objetividad total sea una meta inalcanzable y aunque la ciencia no garantice verdades absolutas ni pretenda dar soluciones infalibles, hay una distancias insalvable entre ella y disciplinas que, por sus naturalezas y métodos, no necesitan (ni deben) presentarse como “científicas”. ¿Dónde estaríamos si de pronto a los artistas se les comenzara a exigir que produjeran obras “científicamente comprobadas”?

14 de mayo de 1997

Ciencia y objetividad

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
14 de mayo de 1997


Hace poco un querido amigo me preguntó con gesto preocupado, después de leer algunos de mis escritos, si “acaso tenía yo algún tipo de cruzada personal contra de la objetividad de la ciencia”.

Su pregunta me resultó comprensible, pues habíamos estado discutiendo acerca de las diversas ciencias y sus métodos para acercarse a la realidad, y tratábamos de aclarar en qué se distinguen de otras disciplinas como las religiones, las pseudociencias y las “filosofías” tipo new age y similares. Yo había expresado opiniones que se alejan del canon anticuado y positivista que se enseña a los alumnos de primer semestre de las carreras científicas (por ejemplo en los libros de Carlos Bunge), lo cual provocó la inquietud de mi interlocutor.

Pero yo también me sentí inquieto, pues mi amigo, químico como yo, se sintió obligado a preguntarme si creía en la existencia de una realidad objetiva “ahí afuera” de nuestras conciencias. Aclaro que me apresuré a responder afirmativamente. ¿Qué caso tendría seguir preocupándonos de cualquier cosa, mucho menos hacer ciencia, si no fuera así?

Con esto, mi amigo no sólo se tranquilizó, sino que comenzó a leer un estupendo libro de introducción a la filosofía de la ciencia (¿Qué es esa cosa llamada ciencia? de Alan F. Chalmers, Siglo XXI, México, 1984). Me pregunto, sin embargo, cuánto tiempo más pasará sin que los científicos (en general) se preocupen por conocer aunque sea un poco sobre esta apasionante área, vital para cualquiera que se interese en la ciencia, ya no digamos que viva de (o para) ella.

¿Por qué decimos que el conocimiento científico es más cierto, más seguro o al menos más útil que el adquirido por otras vías? ¿Cómo puede justificarse su validez o “verdad”? Éste es el problema central de la filosofía de la ciencia. A primera vista se antoja decir que la investigación científica, al basarse en observaciones desprejuiciadas (“objetivas”) y experimentos rigurosos, complementados con un inflexible método inductivo (generalizando a partir observaciones individuales para llegar a reglas generales), simplemente descubre las leyes de la naturaleza. En esto, como leí recientemente en la solapa de algún libro, los científicos siempre han pretendido distinguirse de los practicantes de otras disciplinas: “el conocimiento científico”, dicen, “no se construye, sino que se descubre”. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.

Yo descubrí el interesante librito de Chalmers hace más de diez años (gracias a que Ruy Pérez Tamayo lo mencionó durante un ciclo de conferencias). Aunque jamás osaría considerarme ni remotamente cercano a ser un especialista en el tema (¡hay doctores en filosofía de la ciencia!), me duele pensar que prácticamente ninguno de los investigadores científicos que conozco saben o se interesan siquiera por aprender algo al respecto.

Y no me extraña: muchas de las ideas que se encuentran al entrar en este campo son inquietantes (al menos para quienes tenemos una formación en las “ciencias naturales”; los científicos sociales, historiadores y sociólogos parecen hallar un placer casi morboso en discutir acerca de los problemas que tiene la ciencia para demostrar su objetividad).

Se topa uno con demostraciones de la imposibilidad de tener un acceso directo a la realidad (siempre se interpondrán nuestros sentidos) y aún de confiar plenamente en el método inductivo (que algo suceda muchas veces no es prueba lógica de que sucederá siempre).

También se descubre que las tentativas por rellenar estas lagunas (como el falsacionismo de Karl Popper) son sólo intentos fallidos, y se llega a las concepciones relativistas-históricas de Thomas Kuhn: lo que establece la verdad o falsedad de una teoría es únicamente el consenso de la comunidad científica. Su libro La estructura de las revoluciones científicas (Breviarios del Fondo de Cultura Económica, México, 1971) será para mí siempre un clásico. Por desgracia, y para vergüenza suya, parece que Kuhn negó siempre ser un relativista, resistiéndose a ver que la palabra no necesariamente debe tener connotaciones negativas (¡ups!, quizá proyecté demasiado obviamente dónde están mis simpatías...)

Las ideas “anarquistas” y radicales de Paul Feyerabend están quizá mucho más allá del límite como para inquietar realmente a un investigador científico, pero resulta sorprendente el simple hecho de que se pueda argumentar en forma sólida y coherente que en ciencia “todo vale” y que el conocimiento científico es tan válido como la lectura de las líneas de la mano.

En un libro posterior (La ciencia y cómo se elabora, Siglo XXI, Madrid, 1990), Chalmers trató de suavizar el tinte relativista muchos creyeron ver a su primer libro... con muy poco éxito. De hecho, en mi opinión su segundo intento no hizo sino restar fuerza al primero. Aun así, es comprensible que ni científicos ni filósofos de la ciencia quieran proporcionar armas que los partidarios de la pseudociencia y aún la anticiencia puedan usar en contra uno de los productos más acabados del intelecto humano.

Hay una distancia insalvable entre decir que la ciencia no es totalmente objetiva y que el conocimiento científico consiste en modelos sujetos a revisión y adaptación continua, y afirmar que “si algo parece real, es real” o que “nosotros creamos nuestra propia realidad”. La realidad no se amolda a nuestras creencias ni deseos, aunque nuestras interpretaciones y modelos de ella sí puedan hacerlo. Lo indudable es que la ciencia funciona: ahí tenemos a la tecnología, la medicina y tantas otras áreas de su aplicación para probarlo. Evitar que la ciencia se convierta en un dogma no es estar en su contra, sino desear conocerla mejor. ¡Si tan sólo los científicos lo supieran..!

2 de mayo de 1997

Di sí ala ciencia ficción

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
2 de mayo de 1997


En mi anterior colaboración, hablando de ciencia ficción, usé algunas expresiones como “productos comerciales de segunda” y “ciencia ficción barata” al referirme a La guerra de las galaxias y Viaje a las estrellas. Como no quisiera quedar como alguien que no aprecia la ciencia ficción (por el contrario, soy aficionado), he decido comentar aquí algunas de mis opiniones respecto a este género.

En primer lugar, hay que pensar qué tan conveniente resulta el nombre mismo: algunos afirman que “ciencia ficción” es una mala traducción del inglés science fiction, y que deberíamos referirnos al género como “ficción científica”. Otros consideran mejores términos como “relatos de anticipación” o hasta engendros como “fantaciencia”. Yo me inclino por aceptar los hechos consumados, así que usaré “ciencia ficción”.

Como segundo punto habría que definir el género, lo cual a primera vista parece fácil. Aparte de los dos ejemplos ya mencionados, tenemos novelas como 2001: Odisea espacial, de Arthur C. Clarke; la trilogía de Fundación, de Isaac Asimov; la serie de Dune, de Frank Herbert, y las novelas de Larry Niven, Orson Scott Card y muchos, muchos otros ejemplos (no habría aquí espacio para mencionarlos, además de que -la aclaración sobra- no soy un experto en el campo). Todos estos son reconocidos amplia y claramente como productos de ciencia ficción. Pero hay otros casos en que la distinción no es tan clara, como cuando hablamos de programas de TV como Mi marciano favorito, Perdidos en el espacio o Mork y Mindy, o de novelas en que las referencias a aspectos científicos y tecnológicos se mezclan con lo sobrenatural o lo francamente fantástico -como, hadas, duendes y dioses. Las obras de H. G. Wells se consideran generalmente ejemplos clásicos de ciencia ficción, pero no así las de Julio Verne (tendría que escribir “Jules Verne” pero yo siempre lo conocí como Julio). ¿Es Frankenstein una novela de ciencia ficción, o de terror? Supongo que depende del interés del lector.

Quizá lo que habría que hacer es definir las reglas para hacer ciencia ficción. Esto nos lleva al problema central del que quiero hablar: la distinción entre “buena” y “mala” ciencia ficción. Pero permítame el lector no usar términos tan (para no desperdiciar la cacofonía) terminantes. Hablemos mejor de ciencia ficción “rigurosa” (lo que los gringos llamarían hard) y ciencia ficción “laxa” o “comercial” (soft). El gran maestro Asimov (no le digo así por veneración personal -aunque ganas no me faltarían-, ni tampoco fue masón; se trata de un título que la comunidad de ciencia ficción de los EUA confiere a los más grandes exponentes del género) describía más o menos así las reglas del juego. Para hacer ciencia ficción rigurosa:

1) Se toma una situación “real” y se plantea un aspecto científico, sólo uno, en que el mundo del relato difiera del nuestro. ¿Ejemplos? Una Inglaterra de principios de siglo en la que un hombre construye una máquina para viajar al pasado o al futuro; una colonia de humanos en la Luna, dentro de algunos años o siglos; un hombre que logra volverse invisible; una Tierra en la que toda la población vive en cuevas subterráneas, lejos de luz del Sol; una sociedad que cuenta con robots cada vez más perfectos; un mundo en el que el agua es un recurso más raro que el oro.

2) A continuación, se extrapola, en forma realista, para explorar las consecuencias que tendría sobre la situación ese aspecto distinto. Pero el chiste es no “sacar conejos del sombrero”: aparte de ese “algo” sorprendente que plantea el escritor, todo lo demás debe resultar “normal” y creíble. Aquí es donde productos como La guerra de las galaxias quedan fuera del juego de lo riguroso y se vuelven comerciales: en ellos, siempre puede aparecer otro aspecto inesperado, muchas veces en el momento preciso para salvar al héroe. Es un poco como escribir una novela de detectives en la que, en el momento en que lo necesitara, el escritor hiciera aparecer un recurso o personaje nuevo para resolver el misterio (recordemos el famoso baticinturón de Batman).

Uno de los aspectos que más se le ha criticado a La guerra..., por ejemplo, es el uso de “la fuerza”, ese poder místico que proporciona habilidades sobrenaturales a los caballeros Jedi. ¿No se trataba de una película de ciencia ficción? ¿Por qué meter entonces esa fuerza misteriosa? Lo cual no le quita nada de lo divertido o entretenido que pueda resultar la película, por supuesto... sólo que no es ciencia ficción; no rigurosa, al menos. No de la que los expertos consideran verdadera ciencia ficción.

Asimov, y muchos de sus colegas, opinan también que la ciencia ficción fomenta que la población conozca y entienda los conceptos y avances científicos y tecnológicos, es decir, que en cierto modo se trata de un medio de divulgación de la ciencia. Una razón más para apoyarla.

¿Cuál es el panorama en México? Existe una sociedad de aficionados a la ciencia ficción (de hecho, he oído que van a tener un congreso a principios de mayo en el D. F.); también hay al menos una revista que puede conseguirse en tiendas como Sanborns: la revista Asimov, que en parte traduce material de la edición original en inglés y en parte presenta el trabajo de autores mexicanos del género. Y no olvidemos los dos o tres premios para cuentos de ciencia ficción que existen en el país. Es más, hay hasta algunos intentos de hacer ciencia ficción en el cine, como La invención de Cronos. Lo siento: las viejas películas del Santo, con sus marcianos pintados de plateado, no cuentan...

16 de abril de 1997

¿Locos por la ciencia? Como no explicar una tragedia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
16 de abril de 1997

El viernes 28 de marzo le pregunté a una amiga astrónoma, que no suele leer el periódico, si me creería que dos días antes 39 personas se habían suicidado porque estaban convencidas de que tenían que abandonar sus “envases” corporales para ir a reunirse con los extraterrestres que tripulan una nave que viaja escondida detrás del cometa Hale-Bopp. Por supuesto, me dijo que no.

Se equivocaba, como todos ya sabemos. La noticia ocupó las primeras planas de los periódicos y se comentó en noticieros y revistas. Pero, además de lo lamentable del suceso mismo, fue muy preocupante ver cómo los medios informativos comenzaron inmediatamente a ofrecer posibles “explicaciones”, a cuál más absurda y tendenciosa, de cómo Marshall Applewhite, líder de la secta “Puerta del cielo” pudo convencer a 39 seres humanos normales y libres de que aceptaran morir en aras de sus fantasías interplanetarias. Encabezados del tipo “Suicidio por internet”, “El líder era homosexual”, “El cometa de la muerte” o “¡Viaje a las estrellas!” sólo contribuyen a fomentar en el público desinformado conceptos erróneos y prejuicios que, lejos de evitar este tipo de desgracias, ayudan a diseminar de las ideas que las provocan y ofrecen un terreno fértil para que florezcan la superstición, la fantasía desbordada y el fanatismo.

Comentemos, pues, que hay detrás de algunas de estas explicaciones.

"La información científica puede ser peligrosa." Se podría argumentar que los suicidios de San Diego fueron una consecuencia de la avalancha de “propaganda” científica en que vivimos sumidos y que, de alguna manera, el tratar de asimilarla condujo a las absurdas interpretaciones que causaron esas muertes. El exceso de confianza y la soberbia de muchos científicos, que resultan molestas y preocupantes para humanistas, artistas y en general para el resto de los mortales, ocasionan un rechazo a la ciencia y facilitan que se llegue a conclusiones como ésta.

Es cierto que muchas veces los científicos exageran al afirmar que el conocimiento científico es absolutamente “cierto” y “objetivo”. A veces llegan a descalificar, prejuiciosamente, todo conocimiento al que se llegue por medios distintos a la investigación científica (y no me refiero a revelaciones místicas, intuiciones o adivinación, sino a tradiciones, reflexiones, interpretaciones históricas, sociales o artísticas, etc.). Este tipo de actitud se conoce como “cientificismo”, y es una de las causas de rechazo irracional que mucha gente siente ante la ciencia.

Pero en el caso que nos ocupa, sin embargo, el que un grupo de fanáticos haya escogido a una simple bola de hielo que viaja por el espacio como la “señal” que esperaban para morir no puede achacarse a un exceso de información científica. Por el contrario, refleja una falta de información y de comprensión acerca de lo que los científicos saben sobre los cuerpos celestes.

“La ciencia-ficción tiene una influencia perniciosa.” Los testimonios de las “víctimas” (?) sobre su afición a “La guerra de las galaxias”, “Viaje a las estrellas” y demás productos gringos de ciencia ficción barata apoyan esta opinión. En realidad, la buena ciencia ficción fomenta la mejor comprensión de la información científica auténtica, no la creencia en supercherías acerca de extraterrestres. Pero incluso los productos comerciales de segunda (como los mencionados) se ofrecen sólo como fantasía y entretenimiento. Culparlos de estas muertes equivaldría a decir que “Romeo y Julieta” debe prohibirse, pues puede causar suicidios entre los enamorados.

“El líder era homosexual” (y por tanto, estaba loco). La realidad es exactamente lo contrario de lo que parece indicar este tipo de opinión. El líder era un homosexual reprimido, y por eso (entre otras cosas, seguramente) buscaba evadir la realidad a través de la fantasía. Un encabezado más adecuado hubiera sido algo así como “Los peligros del clóset”. En efecto, Marshall Applewhite se avergonzaba de su homosexualidad, y recurrió a una clínica para tratar de “curarse”. Las notorias prácticas represivas que buscaban eliminar todo rastro de sexualidad entre sus discípulos (llegando incluso hasta la castración para “eliminar los impulsos animales”) revelan el temor que tenía a aceptar su propia realidad, a la que trató de escapar mediante sus disparatadas fantasías. Probablemente, si hubiera logrado superar su homofobia y reconciliarse consigo mismo, aceptándose como un ser humano libre para vivir su sexualidad en la forma que lo deseara, hubiera sufrido menos y hubiera causado menos daño.

“El primer suicidio por internet.” Ésta es una expresión del prejucio de que la “demasiada libertad” o el “exceso de información” pueden ser peligrosos. Las sociedades parecen tener un gran temor al libre flujo de las ideas, que se refleja especialmente en los varios intentos que se están haciendo para limitar la transmisión de información a través de la red (por ejemplo, el debate acerca de la pornografía en internet que se está dando en los Estados Unidos). La secta de Applewhite difundió sus ideas en la red, pero culpar a ésta de las muertes sería como culpar a las carreteras de los miles de muertes que se producen cada año en ellas.

Mi opinión, que además de resumir lo que he querido expresar en esta nota, es que la realidad es más complicada, y las causas de esta tragedia no pueden reducirse a este tipo de ideas simplistas. La única arma con que contamos para combatir los prejuicios, el fanatismo y, en general, la ignoracia, es la educación. La libre difusión y, sobre todo, la discusión razonada de todo tipo de ideas científicas, humanistas, artísticas, religiosas y de todo tipo es el único antídoto que conocemos contra el totalitarismo y la censura, que sólo ponen nuestras mentes a merced de fanatismos y fantasías los cuales, si no nos llevan al suicidio, sí pueden acabar con lo más valioso que tenemos: nuestra capacidad de creación, crecimiento y desarrollo como personas y como seres humanos.

2 de abril de 1997

La amenaza de las clonas humanas

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
2 de abril de 1997

Para Raúl, que ya está harto de oír hablar de Dolly

La incomprensión hacia la ciencia se manifiesta de diversas maneras. Una de ellas es la visión de todo avance científico y técnico como una amenaza potencial de la que hay que protegerse; un paso más en la deshumanización de nuestra sociedad Esta imagen frankensteiniana de la ciencia, reforzada por bombas atómicas y contaminación química, se presenta hoy encarnada (paradójicamente) en una mansa oveja llamada Dolly, que aparece incesantemente en periódicos y noticieros.

Dolly fue producida, como es sabido, por clonación a partir de una célula de una oveja adulta, y el hecho de que haya llegado a la madurez en perfectas condiciones de salud abre la posibilidad de lograr lo mismo con seres humanos. Esto ha provocado las más variadas reacciones, desde declaraciones de científicos que abogan por la prohibición o reglamentación estricta hasta protestas desde el vaticano, que considera (otra vez) francamente escandaloso que el ser humano “juege a ser dios”.

Aunque no pretendo explicar una vez más en qué consiste la técnica ni los beneficios que nos puede proporcionar (esta información está disponible para todo mundo en estos días), quizá convenga hacer algunos comentarios generales sobre el asunto.

La palabra clonar (no “clonizar” ni “clonificar”, como se ha dicho en algunos periódicos) se deriva del griego klon, que significa rama o retoño. En biología, clonar significa producir un organismo que tenga exactamente la misma información genética que otro. Esto es lo contrario de lo que sucede cuando interviene el sexo, cuya principal función biológica es mezclar los genes de los padres para producir nuevas combinaciones que puedan resultar más exitosas (en pocas palabras, acelerar la evolución).

La reprodución de una viña o de un rosal por medio de ramitas o “piecitos” es precisamente un proceso de clonación. Las rosas de las florerías, por ejemplo, son producto de complicadas cruzas, y se reproducen por clonación: si se permitiera que se reproducieran sexualmente, los genes seleccionados con tanto cuidado se revolverían, perdiéndose la perfección de las rosas.

Como se ve, esto de la clonación no es tan novedoso, ni siquiera respecto a los animales: ya en 1962 se había logrado clonar artificialmente ranas, y en 1981 se clonaron ratones. En cada uno de estos casos la noticia causó alarma y se levantaron voces de protesta, pero se seguía teniendo el consuelo de que la clonación humana aún estaba lejos.

¿Por qué resulta tan inquietante la posibilidad de clonar humanos, y por qué no creo que haya que preocuparse tanto? Octavio Paz, en La llama doble, escribe:

“La idea de ‘fabricar mentes’ lleva espontáneamente a la aplicación de la técnica industrial de la producción en serie: la fabricación de clones (...) De acuerdo con las necesidades de la economía o la política, los gobiernos o las grandes compañías podrían ordenar la manufactura de este o aquel número de médicos, periodistas, profesores, obreros o músicos. Más allá de la dudosa viabilidad de estos proyectos, es claro que la filosofía en que se sustentan lesiona en su esencia a la noción de persona humana, concebida como un ser único e irrepetible.”

Pero un momento: el que técnicamente sea posible producir clonas (o clones) humanos no quiere decir que podamos duplicar personalidades, ni aptitudes intelectuales. No se pueden “fabricar mentes”, pues está ya más o menos claro que la personalidad y las acciones de una persona no están determinadas por los genes, o al menos no en un grado importante.

Es deseable, sí que se comience a trabajar en legislaciones y reglamentos para evitar malos usos, entre ellos la remota posibilidad de producir legiones clonadas de obreros similares a los “épsilon” tontos y sumisos de la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley (aunque esto resultaría mucho más costoso y difícil que simplemente esclavizar ¾física o económicamente¾ al número necesario de personas nacidas en la forma usual; la tecnología para lograrlo la tenemos desde los albores de la civilización).

La otra posibilidad, la de la “clona de Hitler”, no tiene mayor interés, pues se trataría de otra persona, aunque con un cuerpo idéntico.

Por otro lado, la excesiva reglamentación de nuevas tecnologías a veces resulta exagerada, como sucedió durante el debate sobre la mal llamada “ingeniería genética” en los setentas. Fue útil, pero las temidos monstruos que la nueva tecnología hacía posible nunca llegaron (afortunadamente).

En pocas palabras, no tenemos por qué culpar a la ciencia del mal uso que podamos hacer de ella. Tampoco debemos creer que al esconder los descubrimientos que nos inquieten podremos hacer que desaparezcan, ni sustraernos a la responsabilidad de usarlos correctamente. Después de todo, para matar a alguien puede usarse una pluma fuente, pero nadie pensaría en prohibirlas para evitar su mal uso.

En cuanto a los problemas religiosos (como la cuestión de la repartición de almas entre clonas) o éticos (por ejemplo, la producción de cuerpos idénticos como fuente de órganos para transplantes al original), supongo que tendrán que irse resolviendo sobre la marcha. No será la primera ocasión en que un avance científico ponga a pensar a humanistas y filósofos, y si eso logra cerrar un poco la brecha que existe entre ellos y los científicos y tecnólogos, el resultado habrá valido la pena.

5 de marzo de 1997

¿Computadoras vs. libros?

Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de
Humanidades de la UNAM)
5 de marzo de 1997

Dice Umberto Eco que, así como la televisión no hizo desaparecer al cine (aunque, añado yo, el videocassette está cerca de lograrlo) y la experiencia de ver la TV no tiene nada que ver con disfrutar de una película, no debemos temer que las computadoras hagan obsoletos a los libros; al contrario: “la computación crea nuevos modos de producción y difusión de documentos impresos”.

Isaac Asimov, por su parte, escribió hace años un divertido cuento en el que satirizaba el avance de la tecnología e imaginaba cómo, en un futuro en el que los libros hubieran sido totalmente sustituidos por microfilmes, habría que volver a inventarlos, tal es su facilidad de manejo y, sobre todo, de lectura. Exactamente lo mismo es aplicable a las “publicaciones digitales”.

La idea es obvia para algunos, pero puedo asegurar que hay muchos otros que realmente creen, a fuerza de oírlo cientos de veces, el cuento de que “la computadora va a acabar con los libros”. Nada podría estar más lejos de la realidad.

Dejemos de lado a los editores novatos o fáciles de deslumbrar, que insisten en que “hay que entrarle a eso de la computación” y comienzan a re-publicar exactamente los mismos libros que han venido vendiendo hasta hoy, sólo que en forma de diskette, cd-rom o cualquier otro medio digital. Esto me parece inútil. Por otro lado, son claras las ventajas de la presentación computarizada para ciertos tipos de publicaciones como enciclopedias, diccionarios, atlas y otras obras educativas y de referencia, pues permite enriquecerlas con animaciones, imágenes múltiples, glosarios al instante y demás gracias. (Y eso, en algunos casos, no para todo. Me niego, por ejemplo, a la incomodidad de recurrir a la computadora cada vez que quiera consultar el diccionario ¾y de no poder hacerlo si se fue la luz.)

La realidad es que, lejos de ser una amenaza, la tecnología computacional se ha convertido en una de las mayores aliadas de la industria editorial. Prácticamente todos los pasos del proceso de edición se han hecho más rápidos, sencillos y baratos gracias a la computadora, desde la escritura, captura, corrección y traducción hasta el diseño y formación. Y aun así, siempre hay que regresar a la hoja impresa. “Yo no creo que alguien sea capaz de escribir un texto de cientos de páginas y corregirlo sin imprimirlo al menos una vez”, dice Eco. La prestigiosa revista Scientific American publicó en 1995 datos que comprueban que, cualquiera que sean los medios digitales que se utilicen para almacenar la información, el papel los supera a todos por su duración. Cuando leí esto, mi conclusión fue que debo guardar una versión impresa en papel de cualquier escrito que valga la pena, independientemente de que lo guarde en diskette.

Actualmente la tecnología digital elimina la necesidad de negativos para impresión, y Xerox ha lanzado un sistema que sustituye a la imprenta misma (!) y permite imprimir directamente los libros mediante una tecnología similar a la impresora láser. Yo apostaría mi quincena a que en pocos años habrá tecnologías todavía mejores que competirán con la calidad de los sistemas tradicionales (i.e. offset).

Desde otra perspectiva, mencionaré dos botones de muestra que refuerzan lo que digo: la Casa Universitaria del Libro, una de las dependencias más entrañables de nuestra universidad, ofrece regularmente cursos en los que se capacita a editores y diseñadores para aprovechar los beneficios de las nuevas tecnologías de edición. Y en la Feria del Libro del Palacio de Minería, aunque hay cada año pabellones dedicados a “publicaciones electrónicas”, el número de libros “tradicionales”, lejos de disminuir, sigue aumentando (de hecho el venerable palacio resulta ya insuficiente y casi hasta peligroso, por la cantidad de libros y visitantes que se reciben cada año).

Eco imagina que la combinación computadoras-internet podría hacer que la gente ande por la calle cargando fajos de hojas sueltas en vez de libros, y en último término dice “si el trabajo en la red tiene éxito en reducir la cantidad de libros publicados, será todo un grandioso mejoramiento cultural”. No creo que suceda así. Por el contrario, las tecnologías digitales ayudan a vender libros de papel: actualmente a través de internet puede uno acceder a los catálogos de grandes librerías en todo el mundo y efectuar compras sin tener que dar un paso fuera de la oficina.

En resumen, yo diría que hay que dar las gracias por la invención de las computadoras. Con su ayuda, el libro tiene asegurado un largo futuro y una mayor difusión. Después de todo, ¿quién cambiaría un libro por la pantalla de una computadora para leer en la cama? Yo no.

19 de febrero de 1997

Libros de divulgación de la ciencia

Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de
Humanidades de la UNAM)
19 de febrero de 1997

Dentro de los muchos medios que hay para llevar la ciencia al público la publicación de libros ha sido uno de los más tradicionalmente utilizados. En lo personal, es mi medio favorito. Recuerdo que yo me enamoré de la ciencia (especialmente de la biología celular y la bioquímica) leyendo, entre otros, la excelente colección científica de Time-Life.

Desgraciadamente, los libros son un medio que no alcanza a llegar a un gran número de personas. Sabemos que la cantidad de lectores (y de librerías) en nuestro país es tan baja como para desilusionar al más entusiasta, y esto es aún peor en el caso de los libros que hablan de temas científicos. Una amiga mía, divulgadora de la ciencia, se sorprendió mucho el día que descubrió El origen de las especies, de Darwin, dentro de una colección de “grandes obras de la literatura”. Tenía razón, pues normalmente los temas científicos no se consideran parte de la literatura. Y si no hay lectores de literatura, ¡menos los hay estos temas!

Pero incluso con la pequeñísima cantidad de lectores que existen para los libros de divulgación científica, existen editoriales que insisten en publicarlos. En este momento, en México hay tres colecciones de libros sobre ciencia que quiero comentar, publicadas por otras tantas editoriales mexicanas: en primer lugar (por cantidad de libros publicados) está “La ciencia desde México”, del Fondo de Cultura Económica en coedición con el Conacyt y la SEP, que lleva ya más de 150 títulos. La casi totalidad de los libros de esta colección están escritos por investigadores científicos (un resabio de la antigua idea, que hoy afortunadamente ya está siendo superada, de que los únicos que pueden hablar autorizadamente sobre ciencia son los que la hacen). Los temas son de lo más variado, abarcan la totalidad de las ciencias naturales y algunas de las llamadas ciencias sociales, y la mayor parte de los libros son amenos, interesantes e informativos (pero hay excepciones, aunque contadas). Esta colección recientemente ha cambiado su nombre por el de “La ciencia para todos”, y comenzará a ser distribuida en Latinoamérica y España, así como a aceptar obras de autores provenientes de estos lugares. Conviene, entonces, estar atentos.

La colección “Viajeros del conocimiento”, editada por Pangea Editores (quienes afirman ser posiblemente la única editorial en Latinoamérica dedicada exclusivamente a la divulgación de la ciencia, un empeño quijotesco) cuenta hasta ahora con cincuenta títulos, que contienen relatos biográficos y algunos fragmentos originales de la obra de los principales científicos de todos los tiempos. La gran mayoría están escritos con gran amenidad, y además están editados con cuidado y buen gusto. Una parte de sus títulos han sido coeditados con el CNCA (mejor conocido por las siglas incorrectas pero cómodas y descriptivas de “Conaculta”).

Finalmente, ADN Editores ha estado publicando la serie “Viaje al centro de la ciencia”, que actualmente cuenta con menos de diez títulos, pero seguirá creciendo. Se dedica fundamentalmente a tratar temas científicos de actualidad en forma amena, y cubre cada tema desde diversos aspectos y en forma bastante completa. Se trata también de una coedición con el CNCA (quien parece estar “comiéndole el mandado” a Conacyt, que ha descuidado notoriamente sus responsabilidades en cuanto al apoyo a la divulgación de la ciencia, sobre todo en el ramo editorial).

Existen también varias colecciones traídas por editoriales extranjeras, algunas de las cuales contienen muchos de los clásicos del género. Entre ellas están la “Biblioteca Científica Salvat”, publicada hace varios años y de la que todavía pueden conseguirse varios títulos en librerías escogidas. Y la revista Muy Interesante ha publicado dos diferentes colecciones de libros, la última hace unos dos años. Prácticamente todos los títulos valen la pena (ojo: ¡no confundir con otra colección de libros que también lleva el logotipo de Muy y que se dedica a temas esotéricos!).

Resulta así que, a pesar del poco mercado, la oferta de títulos interesantes y de buena calidad es relativamente amplia. Espero que esta brevísima e injusta reseña (pues el espacio no me permite recorrer más que una pequeña parte de lo que hay en el mercado) permita que ustedes, los lectores, se interesen en “la otra cultura”, la científica, y se conviertan también en lectores de alguno de estos libros.

5 de febrero de 1997

Réquiem por un comunicador de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
5 de febrero de 1997

Carl Sagan posee el toque del rey Midas:
todos los temas que aborda se convierten en oro.

Isaac Asimov

La importancia de poner el conocimiento científico al alcance de todo el público tradicionalmente es ignorada por las autoridades (de esto tenemos una prueba en la actual política del Conacyt en relación con la divulgación de la ciencia). Aparte de las materias científicas que se cursan en la escuela, hay pocas instancias a través de las que una persona interesada pero no experta pueda ponerse en contacto con los avances científicos recientes, y ni siquiera con los no tan recientes (y aunque esta situación parece estar cambiando ¾la ciencia está de moda¾ no me atrevo a ser optimista, pues no poco del material que puede encontrarse se limita a proporcionar información vistosa, pero superficial).

Sin embargo, desde los inicios de la actividad científica ha habido personas convencidas de que vale la pena compartir el interés y hasta el placer que el conocimiento científico puede aportar a nuestras vidas. Luchando en ocasiones contra la falta de medios, de cooperación, de dinero, de foros para compartir sus ideas o, al menos, contra los arraigados prejuicios acerca de los peligros de la ciencia o de lo aburrido y difícil que resulta comprenderla, sólo unos pocos de estos comunicadores han logrado tener un público verdaderamente masivo. Esto los hace doblemente valiosos, y la desaparición de cualquiera de ellos resulta muy lamentable.

Todo esto viene a cuento porque, como ya es conocido, el viernes 20 de diciembre de 1996 murió Carl Sagan, el viajero del cosmos, como lo llamó uno de los periodistas que reseñó su muerte. Con él perdemos a quien, junto con Isaac Asimov (muerto en abril de 1992) fuera quizá uno de los dos comunicadores de la ciencia más populares de este siglo. Es por ello que quiero dedicar este espacio a una breve reseña de su obra.

Los integrantes de mi generación conocimos a Sagan principalmente a través de su famosísima serie de televisión Cosmos, que en México se transmitió alrededor de 1978. Ahí, con el subtítulo “un viaje personal” y acompañado de la música de Vangelis, el astrónomo, ataviado con saco de gamuza y zapatos de suela de goma, nos llevó a través de un recorrido por la historia del universo, de la vida y de la cultura, mostrándonos las maravillas que la investigación científica ha ido descubriendo.

Sin embargo, a pesar de ser su obra más conocida, la popularidad de Sagan no se basó exclusivamente en Cosmos. Tenía una sólida reputación como astrónomo: desde pequeño soñaba con la conquista de Marte, y participó en investigaciones sobre los planetas del sistema solar por medio de las misiones no tripuladas de los programas Mariner, Viking y Voyager. Lo entusiasmaba la posibilidad de encontrar vida en otros planetas y fue uno de los principales promotores del proyecto SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence, búsqueda de inteligencia extraterrestre), que durante años ha escudriñado los cielos con la esperanza de detectar señales de radio que indiquen que no estamos solos en el universo.

También como divulgador de la ciencia Sagan tenía ya un largo trecho recorrido antes de Cosmos: había publicado libros como La conexión cósmica (1973) y El cerebro de Broca (1974), donde recuperaba ensayos breves publicados en otros medios sobre temas como la relación entre el cerebro y la conciencia, el espacio, la tecnología, la educación, las pseudociencias y la importancia de la ciencia para la sociedad. Y en 1978 recibió el premio Pulitzer por su libro Los dragones del edén (1977), dedicado por completo a temas relacionados con la evolución, el cerebro, la mente y la conciencia. Posteriormente continuó publicando otros libros (incluso una excelente novela de ciencia ficción, Contacto, en 1985), y tenemos la fortuna de que prácticamente todos ellos pueden conseguirse fácilmente, traducidos al español.

A pesar de que su prematura muerte, a los 62 años, nos privará de contar con futuras obras, podemos seguir disfrutando de las que nos dejó, y en particular espero con ansia la traducción de su último libro, The Demon-Haunted World, donde defiende a la ciencia contra los embates de la irracionalidad, la superstición y las pseudociencias.

Su mayor logro, sin embargo, sí está relacionado con Cosmos: es el de haber llevado con un éxito total la ciencia a la televisión, y por tanto a los hogares de millones de personas en todo el mundo.