por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 21 de marzo de 2001)
Para María Emilia Beyer, divulgadora entusiasta
Cuando se habla de la necesidad de poner el conocimiento científico al alcance del público, se dan justificaciones de lo más variado. Hay quien opina que sin un manejo de los conceptos básicos de la ciencia y la capacidad para ejercer el pensamiento científico una persona no puede considerarse educada. Hay quien piensa que sólo con una ciudadanía científicamente ilustrada podrá nuestro país dejar de ser subdesarrollado (aunque los políticos pervierten esta patriótica aspiración convirtiendo la educación científica en capacitación tecnológica, asegurando así nuestro futuro como nación maquiladora). Otros afirman que la ciencia es tan peligrosa que no puede dejarse en manos de los científicos, y que para poder responsabilizarnos de ella, todos tenemos que comprenderla, al menos en un nivel general. Finalmente, algunos piensan que es el valor estético e intelectual de la ciencia lo que justifica su difusión, de la misma manera que el resto de la cultura –no olvidemos que la ciencia forma parte de ella– se ofrece al pueblo en conciertos, exposiciones, publicaciones, cursos y festivales.
Ni qué decir tiene que, como divulgador de la ciencia, estoy básicamente de acuerdo con todas estas posiciones. Sin embargo, hoy quisiera hablar de otra justificación para esta labor: la de luchar contra el desconocimiento y la ignorancia acerca de los fenómenos naturales y de la misma ciencia, que muchas veces pone en peligro la posibilidad misma de seguir explorando la naturaleza de la manera más efectiva que ha encontrado el ser humano: mediante la investigación científica.
Veamos primero una vertiente del asunto. Todos hemos oído o leído, en algún momento, afirmaciones tales como que –para tomar el ejemplo que planteó hace poco una querida amiga– los hombres son infieles debido a un aminoácido especial que está presente en su metabolismo.
La afirmación puede parecer neutra a quien no tenga mayor conocimiento del asunto, pero es tan triste –o tan grave, según se quiera ver– como el pensar que usando cristales de cuarzo, imanes en las suelas de los zapatos o balanceando un péndulo sobre la barriga de un enfermo, pueden curarse enfermedades que van desde una indigestión hasta un cáncer de hígado, pasando por el sida o la artritis. O que una lucecita en el cielo –o una fotografía trucada– son pruebas fehacientes de que existe vida en otros planetas, que esta vida es inteligente, que tiene civilizaciones más avanzadas que la nuestra, que ha construido naves interplanetarias (seguramente capaces de superar la velocidad de la luz) y que nos ha estado visitando desde hace cientos de años, vigilándonos y de vez en cuando secuestrando a un ser humano –de preferencia una muchacha buenona- para desarmarla y volverla a armar o tener sexo con ella.
Y sin embargo, existe gente que se gana la vida haciendo programas de televisión, dando conferencias y vendiendo videos y discos compactos sobre la existencia de extraterrestres que nos visitan. Y los sitios donde se leen las cartas, se hacen limpias o se imparte todo tipo de “medicina alternativa” proliferan a más no poder, gracias al dinero de la gente. ¿No es esto prueba de que hace falta divulgar la ciencia, explicarla y compartirla con el público, hacer que la entienda para no ser embaucado tan fácilmente?
Desde luego que sí, aunque habría que matizar. Volviendo al ejemplo del aminoácido de la infidelidad, habría que comprender que los aminoácidos son sólo moléculas pequeñas que son utilizadas para construir las proteínas –moléculas más grandes, con diversas funciones– que conforman nuestro cuerpo. Es discutible que una proteína específica –o un gen, que es la instrucción para fabricar una proteína– pueda afectar nuestro comportamiento, aunque hay genes que lo hacen (e incluso moléculas relacionadas con los aminoácidos que participan en la transmisión de impulsos nerviosos). Pero pensar que un aminoácido pueda causar un comportamiento tan complejo como la infidelidad es simplemente ser víctima del reduccionismo más extremo (como lo es también, probablemente, pensar que un planteamiento tan simplista como que “los hombres son infieles” sea cierto sin más). De cualquier modo, opinaba mi amiga, sería mejor que el programa de televisión donde vio tamaño desbarro hubiera evitado tocar el tema, si no podía incluir información correcta. Por poner un ejemplo, ¿qué pensaría el lector si en una telenovela oyera a una de las protagonistas decir que el sol gira alrededor de la tierra una vez cada 24 horas?
Desgraciadamente, la lucha contra seudociencias, supersticiones y charlatanerías es un terreno peligroso, donde es fácil caer en el exceso y convertirse en un dogmático de la ciencia. Ejemplo de ello son algunos grupos de “escépticos” cuyo trabajo es muy importante, pero que a veces, al tratar de combatir estas aberraciones, exageran la nota y llegan a descalificar ideas, teorías y áreas completas de investigación como inválidas sólo porque no se adaptan a una visión más bien simplista y positivista de la ciencia.
Por ejemplo, recientemente leí en la página electrónica de la revista “Skeptical Enquirer” (www.csicop.org) un artículo en el que se descalificaban, con argumentos más bien débiles y chatos, las ideas contenidas en el libro La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn (Fondo de Cultura Económica, 1971), una de las obras más influyentes de la filosofía de la ciencia de las últimas décadas. Lejos de entablar una crítica filosófica, el artículo se limitaba a afirmar categóricamente que la ciencia no sufre revoluciones como las descritas por Kuhn, sino una evolución más parecida a la darwiniana. Otras ideas que he visto descalificadas en esta revista y otras similares son el marxismo, los estudios sobre la ciencia y la filosofía darwinista.
¿Cuál es el problema, entonces? En mi opinión, es simple: para criticar a los enemigos de la ciencia y defender adecuadamente a esta, hay que tener un conocimiento profundo de qué es y cómo funciona, no una visión dogmática. Finalmente, ¿no es el pensamiento dogmático lo más opuesto al espíritu científico?