6 de octubre de 2004

La ciencia es un juego de azar

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 6 de octubre de 2004)

Uno de los grandes malentendidos en relación con el papel de la ciencia en una sociedad moderna es pensar que los científicos son una especie de “inventores” que se dedican a fabricar aparatos, a buscar cómo obtener energía ilimitada a partir del aire o a buscar la cura del cáncer. Otro malentendido es pensar que la ciencia es una especie de máquina de fabricar soluciones a problemas concretos: una especie de aparato de hacer salchichas al que basta meterle problemas por un lado para obtener soluciones por el otro.

Desde luego, no es que todo mundo tenga una visión tan simplista de la ciencia, aunque quizá sí la tengan quienes la conocen sólo por la imagen que de ella nos presentan la televisión o el cine (es decir, el 90 por ciento de la población). En general, se reconoce que la maquinaria de la ciencia necesita también recursos para poder funcionar, tanto económicos (hoy tan disputados) como humanos, en forma de profesionales capacitados para convertirse en buenos investigadores.

Pero para hacer ciencia también se necesita una compleja y costosa infraestructura que va desde los edificios adecuados para realizar la investigación, con sus respectivas adaptaciones particulares (tuberías de gas, agua, vacío, cuartos refrigerados, líneas de voltaje controlado, bibliotecas, auditorios, almacenes, oficinas administrativas, comedores, salas de discusión, cuartos para instrumental, etcétera, etcétera...) hasta los caros y complejos instrumentos que se requieren en cada disciplina como herramientas básicas de trabajo: computadoras, cristalería, espectrómetros, telescopios, microscopios, globos aerostáticos, submarinos, barcos, secuenciadores de ADN y una gama casi infinita. Y eso sin considerar los casos en que el instrumento científico es tan grande como un edificio, o incluso como una pequeña ciudad (como sucede con los gigantescos aceleradores de partículas gracias a los cuales los físicos estudian la estructura del átomo y sacan conclusiones acerca del universo).

En realidad, la ciencia es un sistema mucho más complejo de lo que la mayoría de la gente piensa. Complejo en el sentido usual de la palabra, pues se trata de una red en la que los individuos que trabajan en los laboratorios se relacionan no sólo con sus colegas de todo el mundo, y también con quienes trabajan en otras disciplinas (la famosa interdisciplina), sino también con quienes administran sus institutos, con los profesores que forman a sus futuros aprendices, con los políticos y funcionarios que les proporcionan (o les niegan) el apoyo para sus proyectos, con los periodistas y comunicadores que pueden ayudarlos a construir una reputación ante el público general, o dañarla con un “periodicazo”, y en general con los ciudadanos que con sus impuestos financian su valiosa labor.

Pero la ciencia también es un “sistema complejo” en el sentido más técnico, pues constituye una estructura en la que una gran cantidad de componentes están relacionados unos con otros en forma múltiple y no lineal, por lo que un pequeño cambio en una de las partes puede tener efectos profundos e inesperados en el resto del sistema. El aparato de producción de conocimiento científico (que, no lo olvidemos, es el único producto directo de la investigación científica) influye no sólo en qué cosas sabemos acerca de la naturaleza (como es usual, me estoy refiriendo a las ciencias naturales, que son las que conozco). Tiene también complejas (en ambos sentidos) implicaciones éticas, políticas, económicas, sociales, humanas, literarias, religiosas y en general en todas las esferas de la acción humana. Y recíprocamente, todas estas esferas tienen también una influencia, muchas veces decisiva, sobre la actividad científica.

Dentro de todo este panorama, una constante es la falta de una cultura científica. La ignorancia cerca del funcionamiento, importancia, historia y estructura de la ciencia es triste en el público general, que no puede opinar ni tomar decisiones en cuestiones relacionadas con estos temas, además de que pierde la oportunidad de disfrutar del placer que produce la visión del mundo que nos ofrece la ciencia. Pero esa misma ignorancia se torna trágica cuando se trata de nuestros gobernantes y en particular de los funcionarios que tienen que ver con cuestiones de cultura y ciencia.

Especialmente alarmantes son las declaraciones que constantemente hacen nuestros funcionarios, desde el presidente hasta el director de Conacyt, pasando por el secretario de educación pública, quien recientemente recomendó a jóvenes interesados en la ciencia que “investiguen problemas de importancia para el país, [para que] no les suceda como a aquel alumno de doctorado interesado en saber por qué 42 por ciento de cierto tipo de peces tiene una manchita negra y 58 por ciento no la tiene” (La Jornada, 22 de septiembre).

Normalmente se supone que basta con que un científico decida ocuparse de un problema, tenga los recursos para hacerlo y trabaje duro, para que logre resolverlo. Abundan las historias de investigadores que, gracias a su gran tesón y mente genial, lograron descifrar tal o cual enigma de la naturaleza (aunque, si nos fijamos, muchos de ellos –no todos– fueron en realidad inventores que desarrollaron alguna tecnología).

Pero en realidad, la naturaleza del proceso de generación de nuevo conocimiento científico es mucho más caprichosa. Un científico –o más bien, un grupo de científicos, que pueden estar distribuidos en muchos países– decide enfocarse en cierto campo de investigación, y comienza a explorarlo. Al mismo tiempo, tiene que estar perfectamente al tanto de lo que otros han hecho antes que él en ese campo, y de lo que sus colegas están haciendo (de ahí la importancia de la comunicación entre científicos, que se da formalmente en seminarios, congresos y publicaciones).

Lo interesante es, precisamente, lo que resulta de este esfuerzo múltiple de exploración de la naturaleza y formulación de hipótesis para explicarla: en la gran mayoría de los casos, las preguntas iniciales con que se comenzó no son contestadas en forma directa. A veces, la pregunta misma cambia; a veces lo que surge son nuevas preguntas que llevan a algunos investigadores a desviarse del camino inicialmente trazado, y muchas veces a descubrir fenómenos nuevos que no hubieran podido imaginar si no hubieran emprendido su búsqueda con la libertad.

El avance de la ciencia es, visto de este modo, un proceso darwiniano: se requiere una gran diversidad de investigadores, trabajando en muchos campos y generando una gran cantidad de hipótesis, para que surjan algunas que sean revolucionarias y, de vez en cuando, algunas cuya aplicación cambie nuestras vidas. Puesto así, podría sonar ineficiente (como todos los procesos darwinianos: ineficientes, pero muy eficaces). Pero, ante los enormes beneficios económicos, médicos, humanos y sociales producidos por aplicaciones como vacunas, antibióticos, transistores, computadoras, aviones o telecomunicaciones, ¿no vale la pena la inversión? (quien lo dude puede revisar los números: el valor de cualquiera de estas industrias supera con creces la inversión que haga un país en ciencia y tecnología).

En pocas palabras, la ciencia es, efectivamente, un juego de azar, pero uno en el que definitivamente vale la pena invertir, porque a la larga produce beneficios. Lástima que nuestros funcionarios no lo sepan.

2 de junio de 2004

Los ovnis de mi señor general: un golpe para la credibilidad científica

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 2 de junio de 2004)

A Gerardo Gálvez Correa, un amigo lúcido

La situación haría llorar al más plantado. Luego de años de fomentar la enseñanza científica, como lo manda la constitución; luego de décadas de llevar a cabo múltiples actividades de divulgación científica, de dar conferencias, escribir en todos los medios, tener programas de radio y televisión, de construir museos, y tantas otras cosas... luego de todo esto, la comunidad científica mexicana no ha logrado adquirir la más mínima credibilidad.

Al menos eso es lo que puede deducirse de la actitud del Secretario de la Defensa Nacional, general Clemente Ricardo Vega García, cuando decidió entregar los videos de unos ovnis observados por un avión de la fuerza aérea mexicana en el cielo de Campeche a Jaime Maussán, el conocido charlatán que se gana la vida como “experto” en el llamado fenómeno ovni.

El avión de marras patrullaba el cielo en busca de aviones de contrabandistas. Para ello contaba con un radar y una cámara infrarroja, capaz de detectar objetos por el calor que despiden. Los objetos voladores no identificados que descubrieron en el radar, pero que permanecían invisibles, aparecían en la cámara infrarroja como bolas luminosas. Se movían al unísono y, al parecer, comenzaron a seguir a la aeronave mexicana.

Suena intrigante, en efecto. Una persona curiosa y honesta pensaría que hay buenas razones para investigar más, y quizá tendría razón. Pero a partir de ahí, la historia se tuerce por el camino del desastre. La Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) decide entregar el material a Maussán con el fin de que lo haga público: strike one. Maussán echa las campanas al vuelo (como ya lo ha hecho en tantas ocasiones, muchas de ellas comprobadas más tarde como fraudes en mayor o menor grado), y se refiere a la decisión de la SEDENA como algo histórico, único en la historia mundial: un gobierno que oficialmente reconoce la existencia del fenómeno ovni. El ridículo internacional, nada menos.

Y desde luego, cuando Maussán dice “ovni”, no se refiere a que no sabe de qué se trata: el está seguro de que son naves extraterrestres. Platillos voladores, pues. Y aprovecha el espaldarazo que ha recibido su credibilidad para asegurar que ya no es posible negar que los extraterrestres nos visitan. Los medios de comunicación, sobre todo los de Televisa, empresa donde trabaja Maussán, destacan la nota en primera plana (aunque hay que decir que la mayoría de los medios presentaron los hechos sin mostrar que creían que efectivamente se tratara de extraterrestres... quizá no todo está perdido). De este modo, el público general recibe un mensaje claro: los marcianos llegaron ya, y el ejército tiene pruebas. Strike two para la cultura científica de nuestro pueblo.

Pero ahí no acaba todo: en entrevista, el general Vega García afirma que si no le dio el video a verdaderos científicos es porque ¡no los conoce! Strike three. Existen astrónomos en la UNAM y otras instituciones, especialistas en fenómenos atmosféricos y otros que podrían haber ayudado a interpretar lo observado por los asustados pilotos caza-narcos. Al afirmar que no los conoce, el general no sólo reconoció públicamente que es un ignorante (y un irresponsable, pues ¿se imagina usted qué haría en caso de una emergencia militar de otro tipo si no tiene al menos la cultura indispensable para saber que el ejército, en caso necesario, puede recurrir a la comunidad científica nacional para obtener asesoría confiable?). Implicó también que las fuerzas armadas del país no reconocen la existencia y la calidad de los científicos mexicanos. Y de paso, les negó credibilidad.

En una encuesta reciente, el ejército quedó en segundo lugar entre las instituciones más confiables para el pueblo mexicano, sólo después de la iglesia (la católica, claro). Hoy esa institución muestra que no reconoce la capacidad de los científicos de la UNAM, y en general del país, y al mismo tiempo que sí conoce y respeta la autoridad de un charlatán como Maussán. ¿Qué efecto tendrá este golpe en la credibilidad de los científicos ante la opinión pública mexicana?

Desde luego, la cosa no quedó así. La comunidad científica de la UNAM organizó una mesa redonda a la que asistieron los medios, y en ella se aclaró la situación. Se mostró que la SEDENA debió haber recurrido a los científicos, y se propusieron explicaciones sensatas al fenómeno observado (la más probable es la de las centellas o “rayos bola”, un fenómeno relativamente poco estudiado, aunque hay quien afirma que se trataba de aviones caza estadounidenses). Y más recientemente, un grupo de astrónomos, divulgadores y científicos de todo tipo lanzaron un manifiesto para protestar por los hechos. Pero el alcance que estas medidas tengan no es comparable con el golpe publicitario que la SEDENA le ofreció en bandeja de plata a un seudocientífico apoyado por el aparato mediático más poderoso del país.

Al menos, como dice un amigo cuyos argumentos he citado libremente en este texto, la UNAM protestó, pero ¿dónde está la protesta de la Secretaría de Educación Pública? ¿La del Conacyt, la Academia Mexicana de Ciencias, el Consejo Asesor de Ciencias de la Presidencia?

Y como dice otro amigo, el ejército no se manda solo: el jefe supremo de las fuerzas armadas es el presidente de la república. ¿Cuál es su posición al respecto? ¿O será que todo, como afirman los que saben, fue sólo un golpe mediático para desviar la atención del público y los medios de los desoladores escándalos políticos que ensombrecen el panorama nacional? “Yo no me presto a eso”, afirmó indignado el general Vega cuando se le mencionó la hipótesis, pero no es fácil encontrar otra explicación.

Lo que sí es evidente es que la comunidad científica como un todo, incluyendo a investigadores, funcionarios, educadores y comunicadores de la ciencia, tendremos que redoblar esfuerzos si queremos hacer un “control de daños” ante el golpe que la Secretaría de la Defensa le ha propinado a la imagen pública de la ciencia en México. Ni modo, así es nuestro país. Ahora sólo nos queda seguir trabajando.

5 de mayo de 2004

¿Una nueva teoría sobre el olfato?

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de mayo de 2004)

La ciencia no es sólo un cuerpo de conocimientos que deban aceptarse dogmáticamente. Se trata, más bien, de una forma de ver el mundo y de adquirir conocimiento confiable acerca de él. Un ejemplo reciente nos muestra cómo, en ciencia, vale más el cómo que el qué: es más importante la forma en que se obtiene conocimiento que el conocimiento mismo que se obtenga, pues éste está siempre sujeto a revisión.

El caso en cuestión tiene que ver con la teoría del olfato. Hoy sabemos mucho acerca de la vista y el oído (sentidos físicos, que detectan, respectivamente, radiación electromagnética y vibraciones mecánicas del aire). Sin embargo, conocemos relativamente poco sobre el tacto (un sentido físico más directo, y que en realidad consta de varios sub-sentidos que detectan, entre otras cosas, vibraciones, temperaturas, texturas y presión). Quizá esto se deba a que, siendo la nuestra una especie eminentemente audiovisual, la investigación sobre el tacto ha recibido menos atención, y por ello este sentido se comprende con mucho menos detalle.

Los sentidos químicos, gusto y olfato, son también muy complejos. El gusto puede subdividirse, dicen los expertos, en la capacidad para percibir 5 sabores: dulce, salado, ácido, amargo y un quinto sabor llamado umami, que es el del conocido conservador de alimentos glutamato de sodio (el que le da su típico e inconfundible sabor a las famosísimas sopas instantáneas Maruchán).

El olfato, por su parte, quizá sea el más complejo de los cinco sentidos. Es capaz de detectar (y distinguir) miles de olores distintos. De hecho, gran parte de lo que percibimos como el sabor de algo es realmente su olor, que llega a las células olfativas de la nariz a través de la conexión que existe entre la parte trasera de la boca y la cavidad nasal.

Gusto y olfato, según la explicación tradicional, aceptada hasta hoy, se basan en el reconocimiento de moléculas por proteínas en la superficie de las células gustativas u olfatorias. En el gusto, el contacto es directo; en el olfato, las moléculas de olor viajan por el aire y penetran en la nariz hasta ponerse en contacto con las proteínas de la membrana externa de estas células. Para cada tipo de molécula, se postula, hay una proteína receptora, en la que encaja como una llave en su cerradura (así funcionan, entre otras, proteínas como las enzimas y los anticuerpos, que también tienen que reconocer a sus moléculas blanco).

Pero hay un problema: a pesar de la capacidad del olfato para discriminar miles de aromas distintos, un estudio hecho en 2001 pudo detectar sólo 347 tipos de proteínas receptoras de olores. Según la teoría llave-cerradura, al menos en su versión más simple, se necesitarían miles, una para cada tipo de olor.

Un investigador italiano, Luca Turin, revivió en los años 90 una vieja teoría, formulada en los 30, que pretende explicar el olfato mediante un principio diferente: que las neuronas olfativas detectan las vibraciones intramoleculares de las moléculas odoríferas.

Como usted, querido lector o lectora, recordará, las moléculas son átomos unidos mediante enlaces químicos. Pero estos enlaces no son rígidos como las varillas que nos muestran en los modelos químicos; son atracciones electromagnéticas entre los núcleos positivos de los átomos y los electrones negativos que giran alrededor de ellos (un poco, con perdón de los lectores divorciados, como dos esposos que ya no se soportan pero que se mantienen unidos por los hijos que comparten...). Debido a esto, los átomos que forman la molécula están constantemente vibrando y girando; acercándose y alejándose. Y es precisamente ese “estiramiento” molecular lo que, según Turin, es detectado por los receptores olfativos (como átomos y electrones portan cargas eléctricas, su movimiento produce ondas electromagnéticas que pueden ser detectadas: así funcionan aparatos como el espectroscopio, que permiten a los químicos averiguar la composición de las moléculas).

Basándose en las ideas de Turin, el escritor Chandler Burr escribió un libro titulado El emperador del olfato, en el que lo presenta como un genio revolucionario que está siendo ignorado por la comunidad científica. El libro despertó la atención de la BBC de Londres, que filmó un documental de gran éxito.

Si hay algo que los científicos odian, porque va en contra del espíritu de su profesión, es ser acusados de “cerrados” y “dogmáticos”. Así que, en vez de sólo descalificar a Turin y sus teorías, decidieron someterlas a prueba. En un número reciente de la revista Nature Neuroscience Andreas Keller y Leslie Vosshall, de la Universidad Rockefeller, publicaron un artículo titulado “Una prueba psicofísica de la teoría vibracional del olfato”.

La labor se facilitó porque el propio Turin había propuesto experimentos clave para distinguir si su teoría vibracional del olfato hacía mejores predicciones que la teoría clásica del reconocimiento molecular. (En esto, Turin actuó como un buen científico, siguiendo los preceptos del filósofo Karl Popper, quien exige que, para ser considerada científica, toda teoría proponga experimentos que, de fracasar, permitan descartarla. Se trata de su famoso criterio de “falsabilidad” para distinguir las ciencias verdaderas de seudociencias como la astrología, que nunca pueden refutarse.)

Los experimentos propuestos por Turin y realizados por Keller y Vosshall fueron sencillos y elegantes: comparar el olor de pares de moléculas que, según la teoría de Turin, deberían oler parecido o diferente, y ver si efectivamente. Para evitar que los experimentadores influyeran sobre la percepción de los sujetos, las pruebas se realizaron –como debe hacerse siempre– con el método de “doble ciego”: ni experimentadores ni sujetos experimentales sabían qué sustancia estaban utilizando en cada caso.

En primer lugar se comparó el olor de una mezcla de guayacol (que huele a humo) y benzaldehído (que huele a almendras) con el de la vainilla. Según la teoría vibracional, las vibraciones moleculares de la mezcla guayacol/benzaldehído se aproximan a las vibraciones de la vainillina, por lo que debían tener un olor semejante. Resultado: negativo. Las docenas de sujetos experimentales fueron incapaces de detectar olor a vainilla en la mezcla, pero identificaron con facilidad la vainillina.

El segundo experimento sometió a prueba la predicción vibracional de que aldehídos (moléculas particularmente olorosas, que le dan, por ejemplo, su olor a muchas frutas) que tienen un número par de átomos de carbono debían oler distinto de los aldehídos que tienen un número non de carbonos. Al oler los aldehídos de distintos tamaños, los sujetos encontraron que la mayor diferencia se daba conforme el número de carbonos aumentaba progresivamente, y no como función del número par o non de carbonos: nuevamente, la predicción vibratoria no se cumple, y el resultado encaja (nunca mejor dicho) con la teoría del reconocimiento llave-cerradura.

El experimento final fue comparar dos moléculas químicamente casi idénticas, pero con vibraciones moleculares muy distintas: acetofenona y acetofenona deuterada (en esta última, todos los átomos de hidrógeno han sido sustituidos por deuterio, primo pesado del hidrógeno). Nuevamente, el resultado fue negativo: los olores fueron indistinguibles.

¿Queda descartada la teoría de Turin? No totalmente, pero está en problemas, pues no cuenta con pruebas a su favor. Los experimentos no prueban tampoco que la teoría llave-cerradura sea correcta: probablemente tendrá que refinarse para poder explicar el funcionamiento detallado del olfato. Pero hasta ahora es la explicación más prometedora.

En resumen, el caso es un ejemplo de buena ciencia: no se descalifican a priori las ideas: se someten a prueba. Si los resultado hubieran sido positivos, no habría más remedio que reportarlos y comenzar a revisar la teoría actual del olfato. En ciencia, las teorías-hijos que son refutadas, por más que nos duela, tienen que ser descartadas.

Aunque hay una última esperanza: “¿Significa esto que nadie en el planeta puede distinguir la diferencia (entre acetofenona normal y deuterada)?” pregunta Vosshall en entrevista. Y responde: “No, y no pudimos hacer la prueba con Luca Turin”. A lo mejor él si puede oler las vibraciones de las moléculas. Luca Turin es casi un buen científico: sólo le falta ser buen perdedor.