Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de diciembre de 2001)
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de diciembre de 2001)
*pero no le pareció que valiera la pena preguntar
La divulgación científica se ha venido realizando desde hace ya algunos siglos. Algunos señalan a Galileo o a Fontanelle como los primeros divulgadores científicos. En México destacan, durante la colonia, Alzate y Bartolache como precursores del arte de llevar el saber científico al público general.
En nuestros días, la labor de pioneros como Luis Estrada y el proyecto que se aglutina alrededor del Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia de la UNAM (posteriormente Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia y hoy Dirección General de Divulgación de la Ciencia) ha llegado a producir frutos importantes, entre los que se cuentan revistas como Naturaleza y ¿Cómo ves?, museos como Universum y el de la Luz, e infinidad de exposiciones, conferencias, actividades, libros y folletos (amén de la formación de un buen número de divulgadores profesionales).
Y sin embargo, entre el grueso de la comunidad científica sigue privando un gran desconocimiento acerca de la naturaleza, e importancia de la divulgación científica como disciplina profesional.
Mucho camino se ha recorrido, hay que reconocerlo, desde los tiempos en que era necesario enfrentar la desconfianza y a veces la abierta hostilidad de los investigadores científicos cuando se enfrentaban a un periodista o divulgador científico. Tales actitudes estaban, hasta cierto punto, justificadas por la improvisación y falta de profesionalismo de los comunicadores, que muchas veces tergiversaban –no intencionalmente, desde luego, sino por falta de preparación– la información proporcionada por el investigador.
Hoy lo común es que, cuando uno busca acercarse a un especialista, encuentre a una persona amable y dispuesta a colaborar, pues a lo largo de los años el trabajo de los comunicadores de la ciencia ha logrado ganar la confianza de la comunidad de investigadores. En general, parece que éstos han adquirido conciencia de que no basta con hacer buena investigación, sino que hay que fomentar la apreciación de la ciencia y la cultura científica entre la población.
Pero, ¿quién lo debe hacer? Desde hace tiempo se reconoce que hace falta profesionalizar la formación de divulgadores. Para ello se han hecho varios esfuerzos, entre los que quiero destacar la creación del Diplomado en Divulgación de la Ciencia, de la DGDC, que actualmente está por empezar su octavo ciclo. Se tienen planes de crear también una Maestría en Divulgación de la Ciencia.
Y es precisamente ahora que han vuelto a poner de manifiesto algunos de los prejuicios (en el sentido de juicios previos, hechos antes de contar con la información necesaria, no de discriminación) que tienen los investigadores científicos en relación con la divulgación de la ciencia.
Hay investigadores que están naturalmente dotados no sólo para hacer su labor, sino también para divulgar. Escriben excelentes artículos y libros, o dan conferencias y participan programas de radio y TV. Sin embargo, son una minoría. Existen muchos otros científicos que no cuentan con las habilidades para comunicar sus conocimientos al público en forma comprensible y atractiva.
Y estrictamente hablando, no tendrían por qué.
La ciencia ha desarrollado un lenguaje superespecializado como una más de las herramientas que le permiten funcionar eficientemente, y el abismo que se ha creado entre quienes son capaces, digamos, de leer un artículo publicado en una revista de investigación científica y el público que puede leer un periódico es inmenso. Porque básicamente cualquier ciudadano cuenta con la información previa –el contexto– que le permite comprender una nota periodística (qué es México, quién es Fox, qué significan siglas como PRI, EUA, DF...). En cambio, sólo los especialistas saben qué es un condensado de Bose-Einstein, o qué significan las iniciales fMRI.
Para poner la información científica al alcance del no especialista, se necesta una labor de recreación (algunos dicen “traducción”, que bien entendida tiene que ser necesariamente una recreación). Los recursos con que cuenta el divulgador –explicaciones, comparaciones, metáforas, símiles, acompañados desde luego del buen manejo de los diversos medios de comunicación, en especial el escrito– permiten dar el contexto faltante, de modo que el conocimiento científico pueda tener sentido para el público.
Los investigadores científicos son formados para realizar otro tipo de labor: la investigación. No reciben durante sus estudios herramientas para divulgar sus conocimientos. Si a esto agregamos que en los sistemas de evaluación y estímulos no se les reconocen las labores de divulgación que lleven a cabo –aunque esta última situación parece estar comenzando a cambiar–, es perfectamente entendible que sólo unos cuantos investigadores especialmente dotados e interesados realicen regularmente estas tareas.
La conclusión que en general se ha considerado razonable es que se deben formar divulgadores profesionales, cuya ocupación específica sea precisamente esa labor de ser un puente entre el mundo de la investigación científica y el los ciudadanos comunes que, sin ser especialistas, tienen necesidades informativas y culturales en relación con la ciencia.
Sin embargo, recientemente he oído opiniones –de primera y segunda mano– de investigadores que, a pesar de reconocer la importancia de la divulgación científica, a la hora de la hora revelan que les parece una labor secundaria, de escaso interés y –lo más preocupante–, definitvamente un problema trivial: algo que cualquier científico puede hacer fácilmente. Sobre las rodillas, digamos. (Una notoria excepción son los pocos investigadores destacados que defienden a capa y espada la importancia de la divulgación profesional: entre ellos Marcelino Cereijido, del CINVESTAV-IPN, por ejemplo, quien ha afirmado que si tuviera que elegir entre la supervivencia de investigadores y divulgadores, escogería lo segundo.)
De modo que, por lo que puedo ver, sigue habiendo necesidad de convencer a muchos investigadores de que hacer divulgación no sólo es un bonito juego que a algunos nos gusta hacer en nuestros ratos libres. Constituye una necesidad nacional que puede beneficiar notoriamente al sistema científico, y es una labor que sólo puede llevarse a cabo al nivel profesional que se necesita si se cuenta con profesionales preparados específicamente, a los que se les pague por realizarla. Hacia allá se encaminan los esfuerzos de divulgadores en todo el país.