11 de febrero de 1998

“Ingeniería genética” y clonaciones mexicanas

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 11 de febrero de 1998)

En mi colaboración anterior hablaba del escándalo que provocó a nivel mundial, y en nuestro país en particular, la declaración de un físico gringo de apellido Seed, quien se propone abrir una clínica para clonar seres humanos. Si no lo dejan hacerlo en su país amenazó hacerlo en otro, por ejemplo en México.

Todos sabemos que la clonación de seres humanos es una posibilidad cada día más cercana, y que conlleva múltiples problemas éticos, sociales y hasta legales. Pero estos muchas veces pueden preocuparnos hasta el punto de que perdamos de vista lo más importante: las posibilidades que se abren con las nuevas tecnologías. Dicho de otro modo: no porque un descubrimiento científico pueda usarse mal, significa que no pueda usarse bien, o peor, que no deba usarse en absoluto.

La clonación, en particular, corre el peligro de convertirse en una palabra prohibida. Es por eso que en esta ocasión me gustaría hablar de qué es la clonación, de sus diversas variedades y de lo común que es su uso, en México y en el mundo.

En primer lugar, y como ya he mencionado en otras ocasiones, clonar un organismo es simplemente obtener un gemelo genéticamente idéntico de él por reproducción asexual. Cuando tomamos un “piecito” de una planta que nos gusta y lo sembramos para obtener una nueva planta, la estamos clonando, y nadie se escandaliza por ello. Muchas flores cultivadas se reproducen por clonación para evitar que sus genes, cuidadosamente seleccionados por los floricultores para producir sus espectaculares colores, se revuelvan nuevamente si se reproducen sexualmente. Pues la principal ventaja del sexo es que mezcla los genes de los progenitores para producir nuevas combinaciones que puedan resultar más exitosas en la “lucha por la existencia” darwiniana.

Pero, ¿sólo se pueden clonar organismos? No: también las moléculas de ácido desoxirribonucleico (adn), que constituyen los genes de todo ser vivo, pueden reproducirse asexualmente; clonarse. Cuando un biólogo molecular aísla un gen de un organismo (por ejemplo, de un ser humano) y hace múltiples copias de él para introducirlo en otro (por ejemplo una bacteria) lo está clonando.

De hecho, toda la moderna industria de la biotecnología y la llamada “ingeniería genética” (nunca me ha gustado el nombrecito, pues estamos todavía muy lejos de poder diseñar organismos a la manera de un ingeniero que diseña una máquina) se basan en las técnicas de clonación molecular. Y México tiene una participación importante en esta historia, como veremos a continuación.

Resulta que, más que inventar nuevas tecnologías, lo que los biólogos moleculares han hecho es aprovechar y adaptar las ya existentes dentro de las células de diversos seres vivos. Para clonar un gen, y poderlo así utilizar a su antojo, lo que hacen es purificar el adn de la célula humana ¾digamos¾ y usar enzimas que producen diversas bacterias para cortarlo en fragmentos. Luego separan el fragmento que contiene el gen deseado y lo introducen en uno de los llamados “vehículos de clonación”. Los vehículos más comunes son unos pequeños cromosomas bacterianos llamados “plásmidos”.

Como se sabe, todos los seres vivos están formados por células, y toda célula tiene genes hechos de adn. Cada una de las largas moléculas de adn de una célula, que se duplican cada vez que la célula se divide, es un cromosoma. Y muchas bacterias tienen, además de su cromosoma principal, algunos pequeños cromosomitas ¾plásmidos¾ en los que se encuentran genes especiales. Por ejemplo, los genes que confieren resistencia contra antibióticos.

Lo que los biólogos moleculares hicieron fue adaptar algunos de estos plásmidos para usarlos como vehículos en los que pueden meter los genes que aíslan de otros organismos, para luego introducirlos nuevamente en bacterias y dejarlos que se multipliquen. Así pueden obtener miles de copias de un mismo gen, para posteriormente usarlo o estudiarlo.

Y precisamente en el desarrollo de uno de los primeros y más famosos plásmidos modificados como vehículos de clonación, el llamado “pBR-322” participó uno de nuestros científicos más destacados, el doctor Francisco Bolívar Zapata, actual coordinador de la investigación científica de la unam (la “B” de pBR significa “Bolívar”). Este plásmido fue desarrollado en el laboratorio del doctor Boyer, en los Estados Unidos, a fines de los años setenta, y su uso se popularizó en todo el mundo. Gracias a ello, el doctor Bolívar es uno de los científicos mexicanos más citado en la literatura científica mundial.

Así que, como se ve, la clonación ha estado con nosotros desde hace siglos (con el cultivo de plantas), y la hemos desarrollado recientemente para utilizarla en todo tipo de estudios genéticos, médicos, bioquímicos y hasta ecológicos. Hoy en día la clonación molecular es una técnica indispensable para las ciencias de la vida. Y en su desarrollo la aportación de al menos un científico mexicano ha sido destacada. Así que, ¿por qué tanto miedo a la clonación? Sólo se teme a lo que se desconoce, por lo que lo más útil sería conocer cuanto podamos acerca de la clonación de animales superiores, tal como conocemos acerca de la clonación molecular. Sólo así podremos estar seguros de que no se hará mal uso de esta técnica tan nueva y poderosa.

28 de enero de 1998

La clonación en México

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 28 de enero de 1998)

Hace unas semanas causaron gran revuelo en México las declaraciones del científico estadounidense Richard Seed, quien pretende abrir una clínica en la cual se clonarían seres humanos. El objeto de dicha empresa sería (además de hacerse rico) ayudar a parejas estériles, haciendo posible que tuvieran un bebé idéntico a uno de los padres. Llama la atención que quien propone tamaña aventura sea no un biólogo molecular, sino un físico. Pero, más que eso, lo que escandalizó a la opinión pública fueron las desproporcionadas afirmaciones de Seed. Veamos.

En primer lugar, afirmó que pretende ir perfeccionando el proceso hasta llegar a producir 200 mil clones anualmente. Esto no puede sino causarnos estremecimientos, al hacernos pensar en Aldous Huxley y los “alfas” y “deltas” de su Mundo feliz. ¡Apenas estamos comenzando a darnos cuenta de los problemas éticos, sociales, políticos y hasta legales que plantea la clonación, y este individuo ya quiere establecer una fábrica de clones a escala masiva! Desde luego, su pretensión es, cuando menos, irresponsable.

Además, según Seed este sería una especie de “primer paso en la transformación de los seres humanos en dioses, pues dios quiere que el hombre llegue a ser su semejante” (o algo así). Creo que aquí sobra cualquier comentario. El tipo parece estar seriamente desequilibrado.

Pero lo que verdaderamente captó la atención de los medios, al menos de los nacionales, es su amenaza de que, si no lo dejan establecer su clínica en los Estados Unidos, pues recoge sus tiliches y se viene a México. Al fin que aquí no hay leyes y todo está permitido, ¿no?

De inmediato los diarios de la tarde anunciaron la noticia a ocho columnas, indignados. Y los diputados de todos los partidos, no menos ofendidos, hicieron declaraciones en las que pusieron de relieve no sólo su patriotismo y disposición a defender al país de los gringos invasores y sus amenazas científicas, sino su gran ignorancia en relación con la ciencia.

¿Por qué digo esto? Bueno, para empezar, cualquier biólogo molecular sabe que, a pesar del éxito logrado con la famosísima Dolly el año pasado, el paso de ahí a clones humanos es todavía gigantesco. No se sabe aún si los clones presentan problemas de envejecimiento prematuro o desarrollo de tumores cancerosos, por ejemplo. Además, para obtener un solo ejemplar viable, los creadores de Dolly tuvieron que hacer decenas de experimentos fallidos. El simple hecho de intentar clonar seres humanos y correr el riesgo de abortar una gran cantidad de fetos antes de lograr llevar un embarazo a buen término hace que la idea sea éticamente cuestionable, como lo afirmaron Ian Wilmut, del Instituto Roslin, en Escocia, jefe del equipo que creó a Dolly, y Harry Griffin, vicedirector del mismo.

Pero no sólo eso: la clonación de seres humanos requeriría de grandes sumas de dinero que no se pueden reunir así como así. Grupos de científicos, legisladores y público general se han manifestado en contra, y será difícil que una sola persona, por decidida y necia que sea, logre establecer un centro de clonación en gran escala. Y Bill Clinton, quien desde hace meses ya había intentado que se aprobara una ley prohibiendo la clonación de humanos en los Estados Unidos, ha aprovechado las declaraciones de Seed para convencer a los legisladores que se habían negado ello. De hecho, la oposición de Clinton fue originalmente la causa de las desafortunadas declaraciones de Seed.

Es por esto que afirmaciones como las que hicieron los diputados mexicanos suenan exageradas e ignorantes. Laura Itzel Castillo, del prd que dijo que “el gobierno debe estar alerta para impedir que científicos extranjeros, obsesionados con el fenómeno de la clonación, vengan a experimentar con mexicanos y se aprovechen del sentimentalismo para convencer a parejas que no pueden tener hijos para saciar sus locos deseos de competir con la naturaleza”. Esto no es más que el viejo mito del científico loco que puede lograr la aniquilación del humanidad; la historia de Frankenstein, una vez más. Esta imagen de la ciencia como una amenaza dificulta su avance y daña su imagen pública.

Muchas veces se ha dicho que “lo que puede hacerse, se hará”. Y es cierto: una vez que se puede, en teoría, clonar a un ser humano, pasará poco tiempo para que se haga con éxito. Pero esto no quiere decir que sea deseable que alguien como Seed (o como los integrantes del “movimiento raeliano”, que creen que los seres humanos son producto de experimentos genéticos de seres extraterrestres y ofrecen próximamente un servicio de clonación en alguna isla del Pacífico) se sienta libre de abrir una fábrica de clones.

Quizá lo que habría que hacer, en lugar de lanzar condenas amarillistas, es iniciar una amplia discusión a nivel mundial entre científicos, filósofos, sociólogos, médicos, especialistas en derechos humanos y en bioética, y en fin, con la participación de toda la sociedad. Y para ello se necesitaría primero que la información relativa a estos procedimientos fuera entendida por dicho público. En pocas palabras, se necesitan no prohibiciones, sino discusión.

No hay que tenerle miedo a “la clonación”, así, en abstracto, sino al uso perjudicial o irresponsable de una tecnología tan poderosa. En una próxima entrega hablaremos con más detalle acerca de este tema y de los muy diversos tipos de clonación que se hacen cotidianamente en México (y en todo el mundo) desde ya hace bastante tiempo.

1 de diciembre de 1997

Riña entre las culturas: Un ataque a la divulgación de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en diciembre de 1997)


Es triste que mi última colaboración de este año tenga que tratar un tema desagradable. Hace casi un año, cuando comencé a colaborar con Humanidades, elegí el nombre “Las dos culturas” para señalar que trataría de abordar temas relacionados con las áreas gemelas de la “cultura” y la ciencia. La idea era tratar de mostrar que la ciencia es parte de la cultura.

Recientemente, sin embargo, un suceso desafortunado nos ha mostrado no sólo que los “intelectuales” del mundillo de la cultura nacional siguen ejerciendo una influencia excesiva en los medios de comunicación, sino también un desprecio profundo por los temas científicos. Una disputa entre dos escritores por cuestiones no sé si históricas, políticas o personales ha desembocado en la desaparición de una de las secciones pioneras de divulgación de la ciencia en uno de los diarios de mayor circulación en el país: La Jornada.

Por ello sumo mi voz a la de otros divulgadores de la ciencia, como René Anaya en Crónica y Fedro Carlos Guillén en El Financiero, que ya se han pronunciado en contra de este tipo de arbitrariedades.

El asunto, en resumidas cuentas y hasta donde yo me he podido enterar, es como sigue: Luis González de Alba, ex-líder del movimiento estudiantil del 68 y desde hace muchos años excelente divulgador de la ciencia con su columna “La ciencia en la calle”, que aparecía puntualmente todos los lunes en la sección científica de La Jornada, criticó el uso que hizo la famosa periodista Elena Poniatowska, en su libro La noche de Tlatelolco, de fragmentos del libro que él había escrito sobre el movimiento, Los días y los años.

Pero González de Alba no acusó a Poniatowska de plagio ni nada parecido: simplemente se quejaba de que hubiera cambiado sus palabras y algunos datos. Y bueno, también criticaba a la escritora y hasta se burlaba de su estilo, lamentándose de “haber sido traducido al poniatowsko”.

La respuesta al escrito de González de Alba, que también había sido publicado en forma ampliada en la revista Nexos, fue lamentable: en vez de responder y contraargumentar en las páginas de dichas publicaciones, estableciendo quizá un debate que hubiera podido aclarar los malentendidos y errores, Poniatowska decidió renunciar al consejo editorial de Nexos, del que formaba parte. Y la semana siguiente, los lectores de La Jornada buscamos inútilmente no sólo “La ciencia en la calle”, sino la sección científica completa.

Sin dar la menor explicación a los lectores, los dirigentes del periódico decidieron eliminar esta sección, en la que escribían semanalmente desde hace años González de Alba, Javier Flores (quien la coordinaba) y Ruy Pérez Tamayo, además de colaboradores frecuentes como Ricardo Tapia, René Drucker, Antonio Peña, Julieta Fierro y muchos otros buenos divulgadores de la ciencia. Ante eso, lo menos que puede pensarse es en presiones sobre La Jornada que llevaron a esta triste decisión. ¡Qué decepción! Parece que la Poniatowska se asemeja más de lo que creíamos a la “Palmira Jackson” que el escritor Enrique Serna presenta en su novela El miedo a los animales

Las críticas de González de Alba, por otro lado, tenían cierta razón a pesar de haber sido hechas con más de 25 años de retraso. Definitivamente, cualquier autor tiene derecho a ser citado sin que se alteren sus textos. Y, como el mismo González de Alba explica en otro texto aparecido en Nexos (junto a la renuncia definitiva de Poniatowska al consejo de redacción), algunas de las alteraciones aparecidas en La noche de Tlatelolco lo descalificaban como testigo presencial de la matanza allí cometida, pues lo situaban en un piso desde el que no podría haber observado lo que allí sucedió. Es por esto, entre otras cosas, que el autor se tomó tan en serio lo de exigir las correcciones que ocasionaron todo este embrollo.

Estoy de acuerdo en lo que ya se ha señalado en otras partes: que González de Alba se caracteriza no sólo por publicar con mucha frecuencia artículos sobre temas que nada tienen que ver con la ciencia (por ejemplo política, historia o críticas al subcomandante Marcos). Y muchas veces hizo comentarios mordaces en las que parecía buscar la enemistad de otros intelectuales (por ejemplo, Carlos Monsiváis). Pero nada de esto justifica que su columna, y mucho menos toda la sección de ciencia, haya sido eliminada arbitrariamente.

En fin, el resultado final es el siguiente: la sección periodística de divulgación científica más antigua del país (creo) desapareció por un acto que es justo calificar como censura; González de Alba y su “Ciencia en la calle”, junto con Javier Flores y Ruy Pérez Tamayo (probablemente en un acto de solidaridad) aparecen los lunes en El Financiero, y en el directorio de La Jornada aparece ahora el nombre de René Drucker Colín como responsable de una sección de ciencia que yo todavía no he podido hallar, aunque la he buscado todos los días de la semana en que escribo esto.

Pero aún sin leerla puedo temer que el nuevo coordinador, a menos que haga un sacrificio de tiempo difícil para cualquier investigador activo (recordemos que el controvertido sni no toma en cuenta las actividades de divulgación al evaluar a los investigadores), no disponga del tiempo suficiente para conducir la sección de ciencia con la dedicación y cuidado que se requieren en la buena divulgación de la ciencia. Aunque puedo estar equivocado, por supuesto. En lo que estoy seguro de no equivocarme es en recomendarle al doctor Drucker que tenga mucho cuidado en su nueva chamba, porque estará trabajando para jefes que pueden despedirlo sin el menor miramiento si, por desgracia, se da el caso de que alguna de las “glorias” de la intelectualidad mexicana se ofenda por lo que publique.

26 de noviembre de 1997

Ciencia, sociedad y museos

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 26 de noviembre de 1997)


Los museos de ciencia se han convertido en una atracción en muchas grandes ciudades de nuestro país. Gracias al “boom” de construcción de museos y centros de ciencias que se inició con el proyecto del museo de ciencias de la unam, y que culminó con la inauguración de Universum el 12 de diciembre de 1992, se cuenta actualmente con alrededor de 14 de estas instituciones en el país.

El vii congreso nacional de la Sociedad para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (somedicyt), celebrado en la ciudad de Puebla del 12 al 15 de noviembre de este año, estuvo dedicado al tema “museos y centros de ciencias”. Entre los muchos temas de interés que ahí se discutieron, se habló del futuro de los museos de ciencias. En particular, una de las tendencias más notorias ¾y probablemente más benéficas¾ que se observaron fue la de que se están comenzando a construir centros de ciencias de dimensiones reducidas en poblaciones pequeñas. Un ejemplo notable de esto es el centro que se ha estado desarrollando en Atlixco.

Estos centros, en varios casos financiados y construidos por los propios vecinos de la comunidad, tienden a ser más modestos que los grandes museos que se encuentran en ciudades grandes como el d. f., Monterrey, Jalapa, León, Culiacán y varias otras. Pero lo más importante es que a diferencia de estos grandes proyectos, que normalmente son planeados, construidos y operados por instituciones gubernamentales o universitarias, los nuevos centros comunitarios de ciencias, al ser obra de las comunidades, se hallan mucho más ligados a éstas. Los propios habitantes son quienes construyen gran parte de los aparatos que se exhiben; en la construcción del edificio participan arquitectos y albañiles locales, y los cursos y demás actividades son planeadas y realizadas por vecinos.

Es claro que estos centros, al estar mucho más en contacto con la comunidad, prestan un servicio que va mucho más allá de la simple exhibición de aparatos científicos. Sirven como lugares en que los habitantes de la población realizan actividades en conjunto, y se integran muy estrechamente en la vida de la comunidad.

Un ejemplo particularmente interesante de este tipo de centros, aunque en este caso no se trata propiamente de un museo o centro de ciencias, pues no cuentan con exhibiciones ni exposiciones de ninún tipo, son los tres “Centros del Saber” que coordina el centro de ciencias Explora, de León, Guanajuato.

12 de noviembre de 1997

Bultos humanos sin cerebro

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 12 de noviembre de 1997)


No, el título no se refiere a quienes Nikito Nipongo llama "moluscos acéfalos" (y de ahí que a las tonterías que declaran en público las llame "perlas").

Los bultos a los que me refiero sí son, sin embargo, producto de la mente de un científico que, si no de tontería, peca al menos de una gran falta de percepción de la opinión pública. Ha propuesto la creación, mediante las técnicas de recombinación artificial de adn (conocidas popular, aunque exageradamente, como "ingeniería genética") de "bultos" humanos vivos que puedan servir como fuentes de órganos de refacción para ser usados en transplantes. Y para probar que la hazaña es posible, creó fetos de renacuajo sin cabeza ni sistema nervioso. El paso de ahí a los humanos, aunque complejo y tal vez tardado, es perfectamente factible.

Pero debería modificar lo que acabo de escribir: hasta hace poco, el llamar "ingeniería" a las técnicas que los biólogos moleculares usan para modificar el material genético de los organismos era exagerado o, al menos, muy pretencioso. Se supone que un ingeniero diseña cuidadosamente y con pleno conocimiento estructuras o aparatos para que cumplan ciertas funciones en forma precisa. Los biólogos moleculares pueden manipular los genes de seres vivos cada vez más complejos (bacterias y virus, hongos, plantas, protozoarios, peces, reptiles y hasta mamíferos, incluyendo humanos). Descubrían, en gran medida por prueba y error, la función de algún gen y luego podían "apagarlo" o bien "copiarlo" a otro organismo que no lo tuviera. Pero no se podía decir que diseñaran organismos.

Sin embargo la propuesta que tanto impacto ha causado recientemente en la prensa mundial "apagar" los genes que controlan la construcción de la cabeza y el sistema nervioso de un vertebrado para producir un "envoltorio" vivo de órganos de refacción me hace pensar que tal vez ya ha llegado la tan temida hora en que se puede hacer verdadera ingeniería genética para producir nuevos organismos a la medida de nuestras ambiciones.

Hasta ahora yo, como alguien que tiene una formación básica en biología molecular y como divulgador de la ciencia, he mantenido una postura opuesta al amarillismo que ve en cada avance de la genética una amenaza para la humanidad. Sean bacterias que evitan que los cultivos de fresas sufran daños por heladas, jitomates que resisten mejor las plagas, ovejas clonadas en serie o que producen hormonas humanas, o la obtención artificial de gemelos idénticos al partir en dos un óvulo fecundado, me parece que todo avance en esta área merece ser tratado como lo que es: un logro técnico que nos da la posibilidad de mejorar nuestras condiciones de vida. Pero el que algo se pueda hacer no quiere decir que se deba hacer.

Los experimentos del doctor Jonathan Slack, de la Universidad de Bath, en Inglaterra, abren, me parece, una puerta que puede conducir a derivaciones muy peligrosas. La actitud de los investigadores de Bath, con su argucia legal de crear fetos de renacuajo sin cabeza para ser destruidos antes de que cumplieran los siete días de vida a partir de los cuales la ley otorga derechos a los animales, me recuerda a los abogados de las películas (y a los de la vida real), que logran sacar a sus clientes de la cárcel gracias a lagunas legales aun cuando sepan perfectamente que son culpables.

La idea de que, sólo por carecer de cabeza, cerebro o sistema nervioso, un ser humano ya no puede ser considerado como tal y por tanto ya no hay restricciones legales ni éticas en su manejo, es muy peligrosa. No en balde existen moratorias internacionales para la manipulación genética de embriones humanos. No se trata de decir que nunca debe hacerse nada en esta área (yo no creo en la "esencia intocable y divina del ser humano"), sino que hay que pensarlo muy, muy bien antes de comenzar a experimentar con técnicas así de poderosas. La soberbia de los científicos y técnicos en inglés se la conoce como hubris les hace muchas veces suponer que, si entienden cómo hacer algo y pueden hacerlo, tienen derecho a hacerlo.

Tal vez la idea de los paquetes vivientes es buena, pero es muy difícil estar seguros de que se haga de la forma correcta. En casos como éste saber qué es lo correcto no es nada fácil, y es deber de la sociedad dejar claro que, cuando está en cuestión la esencia misma de qué es un ser humano, los científicos tienen que compartir la responsabilidad de sus acciones con filósofos, humanistas, sociólogos, médicos y hasta políticos y religiosos... en fin, con la sociedad completa, antes de comenzar a actuar.

¿Qué podemos hacer los ciudadanos comunes y corrientes? Para empezar, interesarnos, estar informados y opinar. Exactamente lo que se espera de cualquier miembro de una democracia.

15 de octubre de 1997

Contacto

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 15 de octubre de 1997)

“Leí que va a ser la película más aburrida del año”, dijo Raúl. Aún así, le rogué ir a verla en cuanto la estrenaron.

“Lloré en tres escenas: me sentí identificado”, dijo Enrique, que tiene mucha sensibilidad y adora la ciencia.

“La galaxia parecía hecha de chicle”, dijo Susana, astrónoma y divulgadora de la ciencia.

Ante tal diversidad de opiniones, tal vez lo más seguro sea recomendar a usted, amable lector, que vea y se forme su propia opinión sobre Contacto, la película de ciencia ficción basada en la novela del mismo nombre escrita por el nunca suficientemente llorado Carl Sagan, y con guión de él mismo y su esposa (y ahora viuda) Ann Druyan. Pero para no recomendarla así nomás, me permitiré comentar algunos de los aspectos que más me gustaron (prometo que puede usted leer este artículo sin ningún temor de que le cuente la trama).

Yo leí la novela hace algunos años, por lo que, aunque no recuerdo todos los detalles, sí noté algunos de los cambios que se hicieron al adaptarla para el cine. La novela es más rica, pero la película no desvirtuó la historia. Lo que pensé al leer el libro, y que ahora confirmo al ver la película, es que Sagan lograba transmitir en todas sus obras su gran amor por la ciencia y su asombro constante ante sus logros. Recordemos que, además de ésta (hasta donde yo sé), su única incursión en la ciencia ficción, Sagan escribió una cantidad de ensayos de divulgación de la ciencia, recopilados en varios excelentes libros (Los dragones del edén recibió el premio Pulitzer), además de realizar la maravillosa serie de tv Cosmos. Su último libro, La ciencia y sus demonios (Planeta, 1997), que ya comenté en este espacio, es una apasionada defensa de la ciencia y su método ante los ataques del oscurantismo que resurge en este fin de milenio.

La idea fundamental de Contacto no es nueva: ¿qué pasaría si tuviéramos, por fin, alguna señal inequívoca de que existen otros seres inteligentes en el universo? Y es más, ¿si supiéramos que están tratando de comunicarse con nosotros? Nada nuevo, como se ve. De hecho, hay escenas y situaciones que remiten a varios clásicos del género (la escena del viaje espacial, en particular, es un hermoso tributo a 2001: Odisea espacial, de Clarke/Kubrik, y la maravillosa secuencia inicial de la cinta es un homenaje a los famosos créditos iniciales de Cosmos).

Pero lo que es único en Contacto es la manera en que Sagan presenta el tema en una forma que, sin dejar de ser interesante (y hasta apasionante), no cae en los lugares comunes de darle al público lo que quiere ver sólo para obtener éxito comercial. Los conceptos científicos que se presentan son sólidos (aunque Susana, la astrónoma, halló algunas inconsistencias leves en la película ¾no creo que las haya en la novela).

Las implicaciones extracientíficas de la comunicación con seres extraterrestres también son encaradas en forma interesante, realista y profunda: los conflictos entre políticos y científicos, las luchas por el poder y, sobre todo, las diferencias y disputas entre la fe religiosa y el afán científico de hallar explicaciones. Hay también (claro), una historia de amor, pero Sagan supo combinarla con los temas más profundos de la trama para convertir el clásico encuentro entre la mujer dedicada a su trabajo y alejada de todo contacto sentimental (e, irónicamente, buscando el contacto con seres de otros mundos) en una oportunidad para discutir las verdaderas diferencias y las semejanzas profundas que hay entre ciencia y religión. En esto es fácil caer en lugares comunes. Sagan, sin embargo, toca el punto fundamental: en el fondo, ambas empresas son una búsqueda de sentido para el universo que habitamos.

Este último tema, en particular, tal vez merezca más espacio en una colaboración posterior. Por el momento sólo quiero recomendar a lector que, si disfruta de la buena ciencia ficción, vea esta película: es emocionante, interesante, profunda. Yo en lo personal estoy sorprendido de cuánto le ha gustado a tantos de mis conocidos provenientes de los campos más disímbolos. Algo tendrá, para gustar tanto. Y algo, definitivamente, tenía Carl Sagan, pues El mundo y sus demonios, en cierto modo su testamento, se mantiene en los primeros lugares de popularidad. Tal vez ese algo era su capacidad para transmitirnos no sólo el interés, sino también la importancia y la belleza de la ciencia.

1 de octubre de 1997

La ciencia vendida

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 1ero de octubre de 1997)


Hace poco fui a ver Criaturas feroces, película protagonizada por Jamie Lee Curtis y los miembros del grupo inglés Monty Python. La comedia me gustó, aunque no resultó tan divertida como la excelente Los enredos de Wanda, que el mismo elenco había estelarizado hace como diez años. Además de varias situaciones muy jocosas, mostraba los problemas que los encargados de un zoológico pasaban para justificar la permanencia de las diversas especies de animales ante un “recorte” presupuestal.

El problema, en pocas palabras, era que el nuevo dueño tenía como regla que todas sus empresas debían producir ganancias de al menos un veinte por ciento. Como sus asesores habían decidido (bastante arbitrariamente) que lo que más atrae a la gente en un zoológico son las criaturas feroces que dan título a la cinta, la mejor estrategia era eliminar a todos los animales que no cayeran en dicha categoría.

Esta situación hizo que los zoólogos hicieran esfuerzos ridículos por presentar a los animales mansos como temibles bestias de las que había que cuidarse: la imagen de una nube de coatís descuartizando a un elefante o la advertencia de no acercarse mucho a una tortuga gigante que permaneció durante toda la película más inmóvil que el peñón de Gibraltar (“puede arrancarle una pierna”) fueron algunos de los recursos desesperados que emplearon.

Después de pensar un poco, inventaron una nueva estrategia: conseguir propaganda comercial que se pondría directamente en los animales o sus jaulas: el tigre se convirtió así en un anuncio andante de vodka (“absolutely fierce”). Hasta anuncios de cerveza mexicana se vieron por ahí.

Desde luego, me apresuro a aclarar que, aunque a algunos suspicaces la situación les pueda sonar parecida a la de alguna universidad, mi objeto al describir aquí los sufrimientos de los encargados del zoológico se relaciona más con la labor de divulgación de la ciencia.

Además de pensar que los creadores de la cinta fueron extremadamente hábiles al inventar un argumento que incluía los anuncios como parte integral de la trama (¡desde luego que cobraron por poner todos los anuncios que pusieron!), la película me hizo reflexionar sobre cómo algunos esfuerzos por llevar la ciencia al público general muchas veces caen (o acaban por caer) en lo comercial.

Pienso, por ejemplo, en algunos museos de ciencia: El Papalote, por ejemplo, acudió desde un principio a la iniciativa privada para obtener fondos, y mucho de lo que ahí se exhibe tiene a un lado el nombre de alguna empresa o marca comercial. En la unam, Universum se ha mantenido más bien al margen de este tipo de recursos, incluso al grado de que cuando ha intentado obtenerlos no lo ha logrado (aunque hay unas cuantas honrosas excepciones). Pero lo que quiero comentar no es si esto está bien o mal, sino señalar que, desde mi muy personal punto de vista, todo es válido si se hace bien.

Pero ahí está precisamente el problema: los personajes de la película, que tenían que inventar mentiras ridículas para justificar lo que ellos, como conocedores y amantes de los animales, sabían que estaba bien (es decir, un zoológico en el que se exhibieran todo tipo de animales por el interés que tienen como tales, desde un punto de vista de cultura biológica, y no con el criterio de espectáculo circense de presentar “criaturas feroces”). De igual manera, con frecuencia las circunstancias nos obligan a los divulgadores de la ciencia a exagerar los aspectos “comerciales” de la ciencia que pretendemos compartir con nuestro auditorio.

Es difícil encontrar el equilibrio entre presentar lo que los divulgadores (o los investigadores científicos que muchas veces toman las decisiones de lo que debe presentarse al público) piensan que hay que divulgar, y lo que el público quiere recibir. Lo primero puede implicar la difusión de productos aburridos o de interés muy limitado (una revista que compré ayer trae el apasionante artículo “Ficocoloides: importancia, obtención y usos”), y lo segundo puede significar rebajarse a presentar material al nivel de “Siempre en domingo”.

El tema da para mucho más, y eso sin mencionar los paralelos que podrían encontrarse en otros campos, como por ejemplo el de las prioridades en la asignación de recursos para la investigación científica. Me detendré aquí, sin embargo, no sin antes concluir que, probablemente, lo más correcto sería que los criterios con que se decidiera qué hay que divulgar, con qué fines, para qué público y de qué manera, debieran ser académicos, culturales, educativos o hasta estéticos (una querida maestra y amiga opinaría que “de preferencia, estéticos”, y no hallo motivo para contradecirla). Siempre que los criterios económicos o políticos (en el mal sentido de la palabra) sean los que limiten y dirijan el rumbo de la divulgación de la ciencia, esta actividad será básicamente secundaria y esencialmente inútil.