por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 11 de noviembre de 1998)
Las recientes discusiones en la unam sobre la importancia de la investigación, la supuestas obligaciones de los investigadores para dar clases, la insistencia oficial en la vinculación con la industria, etcétera, me han puesto a reflexionar.
Me he dado cuenta de dos cosas: en primer lugar, he logrado deducir el verdadero significado de la palabra “vinculación”: en realidad quiere decir “vender algo de lo que la unam puede hacer, con el fin de ganar recursos adicionales”. No me parece mal, pero es útil saber de qué estamos hablando.
La segunda cosa que he averiguado es que muchos funcionarios no entienden qué es la ciencia, a pesar de manejar asuntos relacionados con ella, ni comprenden por qué es importante ni cómo funciona. Y precisamente por esta ignorancia, muchas veces no pueden cumplir con sus funciones adecuadamente.
Este segundo hallazgo me hizo sentir como el descubridor del agua tibia, pues al poco tiempo recordé que todo esto ya lo había leído yo hace años, por ejemplo en escritos de Ruy Pérez Tamayo de los años setenta y ochenta.
Así que parece que -como bien lo dice el dicho- la historia se repite, y es necesario explicar nuevamente a los encargados de manejar la administración científica cómo funciona esa cosa llamada ciencia.
Para no repetir lo que ya otros han dicho (y mejor de lo que yo podría hacerlo), me limito a señalar tres puntos importantes en relación con esta actividad:
Punto primero: La ciencia es importante por sí misma. Este concepto, aparentemente tan obvio, no es claro para algunos. Esto se nota, por ejemplo, en la exigencia de que los investigadores, además de investigar, se dediquen a dar clases. (Otra cosa sería si, en vez de una exigencia, se tratara de ofrecer a los investigadores la oportunidad de dar clases.) Independientemente de lo que señalen los contratos, reglamentos y estatutos, detrás de esta exigencia está el prejuicio de que la investigación científica no es una actividad justificable por sí misma: es necesario complementarla con “algo útil”, como dar clases.
Punto segundo: La ciencia no da frutos a corto plazo (y menos en un país tercermundista). Esto parecen haberlo olvidado los administradores actuales, pues exigen que los investigadores se vinculen con la industria para resolver “problemas reales”. (Aunque estos tienen la ventaja de que se le pueden cobrar a las empresas…)
Punto tercero: La ciencia no es un conocimiento absoluto. Lo importante de saber esto es que se abandona la pretensión de que la ciencia nos dé “soluciones definitivas”: sólo nos puede dar soluciones científicas, que sirven para entender problemas científicos. Y que, con suerte, pueden aplicarse con éxito. Pero no siempre. Lo cual no significa -de ninguna manera- que no sea importante buscar esas soluciones: la ciencia es la mejor manera de hallar soluciones que ha hallado la humanidad.
Ya está. Para terminar, como complemento a este breve recordatorio (si es más cómodo, pueden llamarlo “memorándum”), me permito recomendar algunas lecturas:
Cómo acercarse a la ciencia, de Ruy Pérez Tamayo (Limusa/cnca/Gobierno del Estado de Querétaro, 1989). Fundamental en la biblioteca de todo administrador científico, para tener una primera imagen, breve y clara, pero seria y completa, de lo que es la ciencia, cómo funciona y qué puede esperarse de ella.
El mundo y sus demonios, de Carl Sagan (Planeta, 1997). Útil para profundizar en la importancia que la ciencia tiene para toda sociedad democrática y el desarrollo de los individuos que la forman, y cómo el pensamiento científico resulta útil no sólo en ciencia, sino en la cultura y la vida.
¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, de Alan Chalmers (Siglo xxi, 1984). Para aprender que, a pesar de su éxito y su importancia, la ciencia no es la solución a todos lo problemas habidos y por haber, y no es un conocimiento absoluto y definitivo (pero ojo, tómese este libro con precaución, pues su lectura puede conducir a posiciones extremas que descalifican a la ciencia como un sistema arbitrario de creencias. Sobre todo si el lector no conoce de antemano qué es, cómo funciona y para qué sirve la ciencia).
¿Por qué no tenemos ciencia?, de Marcelino Cereijido (Siglo xxi, 1998). Breve libro que nos narra la triste historia del desarrollo (o más bien, del no desarrollo) de la ciencia en Latinoamérica, producto de la influencia de la concepción del mundo heredada del viejo mundo hispano. Su tesis principal: en México ya hacemos excelente investigación; ahora hay que hacer ciencia.
Ciencia, paciencia y conciencia, de Ruy Pérez Tamayo (Siglo xxi, 1991). Interesantes comentarios críticos sobre la política científica nacional. Para comprobar que, a pesar de todo, las instituciones oficiales todavía no saben cómo administrar la ciencia.
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