11 de octubre de 2006

Asesoría mística

OJO: a diferencia de todos los demás textos publicados en este blog, éste no lo publiqué en Humanidades, ni en ningún otro lado. Lo escribí en octubre de 2006 para la extinta revista Wow Internacional, como primer intento de colaboración (pedido por ellos). No les gustó o se pasó el momento, y ya no lo publicaron, aunque luego me publicaron otros. Pero me costó mucho trabajo escribirlo y hoy pensé que vale la pena ponerlo en algún lado, como testimonio de algo que vale la pena recordar.

No cabe duda que tener a un especialista como asesor es la mejor garantía de tranquilidad. Cuando uno sabe, por ejemplo, que el banquete de bodas está siendo organizado por un chef experto, o que el jefe de la policía es un perito competente y experimentado, puede dormir tranquilo, confiando en que todo saldrá a pedir de boca.

Por eso, y sobre todo en un país como el nuestro -que como es bien sabido es la encarnación del surrealismo- nada podría ser más adecuado y tranquilizador que saber que la Presidencia de la República cuenta con una asesora mística.

En efecto: un reportaje de Anabel Hernández publicado en La revista del diario El universal reveló hace poco que el nombre de esta insigne funcionaria es Rebeca Moreno Lara Barragán, y que está contratada como Directora de Logística de la Oficina de Apoyo a la Esposa del C. Presidente con un sueldo mensual bruto de 78 mil pesos.

La situación no debería extrañar a nadie. En todo caso, no hace sino mostrar la coherencia ideológica de quienes llegaron a ocupar la posición de “pareja presidencial” gracias a una campaña orquestada por el publicista Santiago Pando siguiendo los dictados de los “mayas galácticos” y las enseñanzas de la psicomagia de Alejandro Jodorowski.

Los especialistas

La red de expertos que asesoraron la campaña presidencial de Fox resulta notable: el propio Santiago Pando, Antonio Calvo, compositor y productor de teatro; Álex Slucki, “canalizador de ángeles”, y la mencionada Rebeca Moreno (quien según Anabel Hernández es conocida con el nombre de Kadoma Sing Ya, que significa “lo que está siempre vibrando”).

Quizá entre ellos el más conocido sea Pando, famoso no sólo por ser el creador de la campaña que condujo a la victoria el 2 de julio de 2000. Saltó a las primeras planas en 2002, cuando decidió renunciar al equipo foxista por órdenes de sus chamanes, quienes le anunciaron que “debía seguir la luz de los mayas galácticos y ser su vocero en la revolución de conciencias que ya se gesta en México”, según afirma Rodolfo Montes en un reportaje publicado en la revista Proceso en septiembre de ese año.

¿Quiénes son estos mayas galácticos? Unos “seres extraterrestres que desde hace mucho tiempo habitan en la Tierra”, reveló entonces Pando. Con semejantes guías, no es de extrañarse el gran éxito que tuvo la campaña foxista: la mejor prueba, contra todo lo que pudieran refutar los escépticos, que nunca faltan, es precisamente el triunfo del 2 de julio.

Aunque el discurso de este especialista podría parecer oscuro y hasta hueco o incoherente (“en nuestro país está ocurriendo la primera revolución, una implosión a nivel de conciencia, que tiene que ver más con el lado de la espiritualidad”), no cabe duda de que es un hombre que sabe de lo que habla. “Me estuvieron preparando hace mucho tiempo para esto. Recibo vibras. Oigo todo el tiempo voces. Son entes, son seres de luz. Al principio, no sabía qué era, pensaba que eran ideas que se me ocurrían, pero poco a poco fui dándome cuenta de que cuando siento un hormigueo y me duele aquí y siento muy caliente, es el momento en que cojo una pluma y me pongo a escribir, pues es cuando se quieren comunicar conmigo”. Podría sonar como un caso para el neurólogo, pero no: en esta ocasión, es claro que estamos ante un auténtico fenómeno de contacto con extraterrestres. Al menos, eso asegura Pando.

La versión de los místicos

Y es que, contra lo que uno pudiera suponer en esta época de avances vertiginosos de la ciencia y la tecnología, el pensamiento racional no ha logrado desbancar a otras formas de conocimiento. Pando lo expresa cuando habla de lo que viene: “es difícil explicarlo, porque justamente lo que se romperá es una lógica, un arquetipo, un paradigma y todo un sistema”.

¿Por qué suponer que el pensamiento racional es la única visión posible? Después de todo, sólo ha dado frutos tan importantes como nuestro sistema social de derecho, nuestras reglas de convivencia y de gobierno, nuestra visión de la justicia y los derechos humanos, amén de todo el aparato científico y tecnológico con que contamos en la actualidad (vacunas, transportes, telecomunicaciones, computadoras, edificios, medicamentos, métodos de diagnóstico, nuevos materiales... la lista es tan amplia como el horizonte que nos rodea cotidianamente). ¿Por qué no creer que también el mundo de los espíritus –en caso de que exista– puede ser fuente de conocimiento confiable?

Al menos Rebeca Moreno sí lo creyó. Y para ello entró en contacto con un personaje ya conocido para los lectores de Wow: el médium cubano Jorge Berroa, quien en el número 19 de nuestra revista sirvió como canal para llevar a cabo una divertida entrevista nada menos que con el mismísimo Mahatma Gandhi, con la que se inauguró la era del “periodismo esotérico”.

Habrá quien se niegue a creer en semejante posibilidad, pero a la hoy asesora presidencial Rebeca Moreno el médium Berroa le reveló que “ya antes, en otra vida había preparado el rescate de Ricardo Corazón de León”. Y a Antonio Calvo le dijo que “era un alma que venía de Orión a cumplir una misión en esta Tierra”.

Quizá lo que nuestro país necesitaba, precisamente, es un gobierno nuevo que lograra el necesario cambio: abandonar los caducos valores de la racionalidad y luchar, con el apoyo de ángeles, chamanes y espíritus del más allá galáctico, para lograr que México entre a una nueva era de luz. Es más, ¡quizá ya estamos en esa era luminosa, sólo que no hemos sido capaces de darnos cuenta!

La visión racional

Desgraciadamente, nunca falta el negrito en el arroz: los defensores del pensamiento racional. El que se basa en la lógica; el que pide razones y explicaciones, y que requiere una coherencia en los argumentos. Estos escépticos de lo sobrenatural insisten en la superioridad de su forma de ver el mundo. No en balde, dicen, la racionalidad es la modalidad de pensamiento que utilizan detectives, periodistas y científicos para hallar las respuestas más confiables a las preguntas que intentan contestar. Es también, idealmente, la base para tomar decisiones en una democracia (aunque, como nos demostró Pando, la realidad dista mucho de este ideal: las enseñanzas de los mayas galácticos, junto con una buena dosis de propaganda bien planeada, bastaron para ganar las elecciones).

Los escépticos son los eternos aguafiestas. Insisten en negar la posibilidad de que estemos siendo observados y asesorados por civilizaciones extraterrestres más antiguas y sabias que la nuestra. Se basan para ello en argumentos aparentemente sólidos, como las tremendas distancias, de miles de años luz, que nos separan incluso de las estrellas más cercanas. Su argumento –racional, por supuesto, y suponiendo en primer lugar que tales civilizaciones existen, que cuentan con una tecnología avanzada y que tienen interés en venir hasta acá –, es que un viaje desde tal lejanía requiere un gasto de energía más allá de lo imaginable. Además del tiempo necesario, que según nos enseña el doctor Einstein debe ser superior a la cifra en años luz que nos separan de ellos, pues nada puede superar la velocidad de la luz.

Pero claro, eso dicen ellos, los racionalistas. ¿Por qué no puede superarse la velocidad de la luz? ¿Por qué no podrían los extraterrestres contar con la energía necesaria y estar ahí, escondidos en sus platillos voladores, o bien aquí mismo, ocultos entre nosotros, asesorándonos como los niños que somos para conducirnos por el camino de la luz? ¿Sólo porque lo dijo Einstein?

¿Y usted qué opina?

En realidad se trata de un choque de cosmovisiones. Habrá quien prefiera limitarse a lo que podemos observar, medir y comprobar mediante la experimentación. Habrá quien opte por “sentir las vibraciones”.

La diferencia estriba en qué tan confiable sea la visión que ofrece cada una de estas formas de pensar. Los científicos, por ejemplo, a cambio de la poderosa herramienta de producción de conocimiento que manejan, se limitan a tomar en cuenta sólo explicaciones naturales, y se ven obligados a dejar fuera las sobrenaturales (si las aceptaran, no tendría caso realizar experimentos para comprobar las hipótesis que explican la naturaleza: cualquier explicación sería posible). A lo largo de la historia humana, ha sido esta capacidad de formular hipótesis sobre el mundo que nos rodea, y después someterlas a prueba para desechar las que no ofrezcan predicciones acertadas, la que ha permitido que la humanidad sobreviva con gran éxito y transforme el mundo para su beneficio.

La visión mística, en cambio, nos ofrece un mundo en que las cosas pueden cambiar simplemente porque nosotros así lo deseamos. Después de todo, entidades superiores, seres extraterrestres y presencias del más allá están ahí para ayudarnos.

Al margen de lo que cada uno opine, podemos estar seguros de que el rumbo de México está bien definido. Si la política racional no ha dado buenos resultados, quizá la asesoría de adivinos y guías espirituales nos pueda ayudar a superar el eterno bache nacional. Podemos respirar tranquilos: el futuro de la nación está en buenas manos. La vidente Rebeca Moreno asesora a la esposa del C. Presidente. Ella es, según la describió Santiago Pando en una entrevista radiofónica, “un faro que transmite energía distinta a la que tiene la gente cuando está atrapada en la razón”. Menos mal, porque si trata uno de usar la razón para analizar la situación del país, la verdad es que no se entiende nada.

6 de octubre de 2004

La ciencia es un juego de azar

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 6 de octubre de 2004)

Uno de los grandes malentendidos en relación con el papel de la ciencia en una sociedad moderna es pensar que los científicos son una especie de “inventores” que se dedican a fabricar aparatos, a buscar cómo obtener energía ilimitada a partir del aire o a buscar la cura del cáncer. Otro malentendido es pensar que la ciencia es una especie de máquina de fabricar soluciones a problemas concretos: una especie de aparato de hacer salchichas al que basta meterle problemas por un lado para obtener soluciones por el otro.

Desde luego, no es que todo mundo tenga una visión tan simplista de la ciencia, aunque quizá sí la tengan quienes la conocen sólo por la imagen que de ella nos presentan la televisión o el cine (es decir, el 90 por ciento de la población). En general, se reconoce que la maquinaria de la ciencia necesita también recursos para poder funcionar, tanto económicos (hoy tan disputados) como humanos, en forma de profesionales capacitados para convertirse en buenos investigadores.

Pero para hacer ciencia también se necesita una compleja y costosa infraestructura que va desde los edificios adecuados para realizar la investigación, con sus respectivas adaptaciones particulares (tuberías de gas, agua, vacío, cuartos refrigerados, líneas de voltaje controlado, bibliotecas, auditorios, almacenes, oficinas administrativas, comedores, salas de discusión, cuartos para instrumental, etcétera, etcétera...) hasta los caros y complejos instrumentos que se requieren en cada disciplina como herramientas básicas de trabajo: computadoras, cristalería, espectrómetros, telescopios, microscopios, globos aerostáticos, submarinos, barcos, secuenciadores de ADN y una gama casi infinita. Y eso sin considerar los casos en que el instrumento científico es tan grande como un edificio, o incluso como una pequeña ciudad (como sucede con los gigantescos aceleradores de partículas gracias a los cuales los físicos estudian la estructura del átomo y sacan conclusiones acerca del universo).

En realidad, la ciencia es un sistema mucho más complejo de lo que la mayoría de la gente piensa. Complejo en el sentido usual de la palabra, pues se trata de una red en la que los individuos que trabajan en los laboratorios se relacionan no sólo con sus colegas de todo el mundo, y también con quienes trabajan en otras disciplinas (la famosa interdisciplina), sino también con quienes administran sus institutos, con los profesores que forman a sus futuros aprendices, con los políticos y funcionarios que les proporcionan (o les niegan) el apoyo para sus proyectos, con los periodistas y comunicadores que pueden ayudarlos a construir una reputación ante el público general, o dañarla con un “periodicazo”, y en general con los ciudadanos que con sus impuestos financian su valiosa labor.

Pero la ciencia también es un “sistema complejo” en el sentido más técnico, pues constituye una estructura en la que una gran cantidad de componentes están relacionados unos con otros en forma múltiple y no lineal, por lo que un pequeño cambio en una de las partes puede tener efectos profundos e inesperados en el resto del sistema. El aparato de producción de conocimiento científico (que, no lo olvidemos, es el único producto directo de la investigación científica) influye no sólo en qué cosas sabemos acerca de la naturaleza (como es usual, me estoy refiriendo a las ciencias naturales, que son las que conozco). Tiene también complejas (en ambos sentidos) implicaciones éticas, políticas, económicas, sociales, humanas, literarias, religiosas y en general en todas las esferas de la acción humana. Y recíprocamente, todas estas esferas tienen también una influencia, muchas veces decisiva, sobre la actividad científica.

Dentro de todo este panorama, una constante es la falta de una cultura científica. La ignorancia cerca del funcionamiento, importancia, historia y estructura de la ciencia es triste en el público general, que no puede opinar ni tomar decisiones en cuestiones relacionadas con estos temas, además de que pierde la oportunidad de disfrutar del placer que produce la visión del mundo que nos ofrece la ciencia. Pero esa misma ignorancia se torna trágica cuando se trata de nuestros gobernantes y en particular de los funcionarios que tienen que ver con cuestiones de cultura y ciencia.

Especialmente alarmantes son las declaraciones que constantemente hacen nuestros funcionarios, desde el presidente hasta el director de Conacyt, pasando por el secretario de educación pública, quien recientemente recomendó a jóvenes interesados en la ciencia que “investiguen problemas de importancia para el país, [para que] no les suceda como a aquel alumno de doctorado interesado en saber por qué 42 por ciento de cierto tipo de peces tiene una manchita negra y 58 por ciento no la tiene” (La Jornada, 22 de septiembre).

Normalmente se supone que basta con que un científico decida ocuparse de un problema, tenga los recursos para hacerlo y trabaje duro, para que logre resolverlo. Abundan las historias de investigadores que, gracias a su gran tesón y mente genial, lograron descifrar tal o cual enigma de la naturaleza (aunque, si nos fijamos, muchos de ellos –no todos– fueron en realidad inventores que desarrollaron alguna tecnología).

Pero en realidad, la naturaleza del proceso de generación de nuevo conocimiento científico es mucho más caprichosa. Un científico –o más bien, un grupo de científicos, que pueden estar distribuidos en muchos países– decide enfocarse en cierto campo de investigación, y comienza a explorarlo. Al mismo tiempo, tiene que estar perfectamente al tanto de lo que otros han hecho antes que él en ese campo, y de lo que sus colegas están haciendo (de ahí la importancia de la comunicación entre científicos, que se da formalmente en seminarios, congresos y publicaciones).

Lo interesante es, precisamente, lo que resulta de este esfuerzo múltiple de exploración de la naturaleza y formulación de hipótesis para explicarla: en la gran mayoría de los casos, las preguntas iniciales con que se comenzó no son contestadas en forma directa. A veces, la pregunta misma cambia; a veces lo que surge son nuevas preguntas que llevan a algunos investigadores a desviarse del camino inicialmente trazado, y muchas veces a descubrir fenómenos nuevos que no hubieran podido imaginar si no hubieran emprendido su búsqueda con la libertad.

El avance de la ciencia es, visto de este modo, un proceso darwiniano: se requiere una gran diversidad de investigadores, trabajando en muchos campos y generando una gran cantidad de hipótesis, para que surjan algunas que sean revolucionarias y, de vez en cuando, algunas cuya aplicación cambie nuestras vidas. Puesto así, podría sonar ineficiente (como todos los procesos darwinianos: ineficientes, pero muy eficaces). Pero, ante los enormes beneficios económicos, médicos, humanos y sociales producidos por aplicaciones como vacunas, antibióticos, transistores, computadoras, aviones o telecomunicaciones, ¿no vale la pena la inversión? (quien lo dude puede revisar los números: el valor de cualquiera de estas industrias supera con creces la inversión que haga un país en ciencia y tecnología).

En pocas palabras, la ciencia es, efectivamente, un juego de azar, pero uno en el que definitivamente vale la pena invertir, porque a la larga produce beneficios. Lástima que nuestros funcionarios no lo sepan.

2 de junio de 2004

Los ovnis de mi señor general: un golpe para la credibilidad científica

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 2 de junio de 2004)

A Gerardo Gálvez Correa, un amigo lúcido

La situación haría llorar al más plantado. Luego de años de fomentar la enseñanza científica, como lo manda la constitución; luego de décadas de llevar a cabo múltiples actividades de divulgación científica, de dar conferencias, escribir en todos los medios, tener programas de radio y televisión, de construir museos, y tantas otras cosas... luego de todo esto, la comunidad científica mexicana no ha logrado adquirir la más mínima credibilidad.

Al menos eso es lo que puede deducirse de la actitud del Secretario de la Defensa Nacional, general Clemente Ricardo Vega García, cuando decidió entregar los videos de unos ovnis observados por un avión de la fuerza aérea mexicana en el cielo de Campeche a Jaime Maussán, el conocido charlatán que se gana la vida como “experto” en el llamado fenómeno ovni.

El avión de marras patrullaba el cielo en busca de aviones de contrabandistas. Para ello contaba con un radar y una cámara infrarroja, capaz de detectar objetos por el calor que despiden. Los objetos voladores no identificados que descubrieron en el radar, pero que permanecían invisibles, aparecían en la cámara infrarroja como bolas luminosas. Se movían al unísono y, al parecer, comenzaron a seguir a la aeronave mexicana.

Suena intrigante, en efecto. Una persona curiosa y honesta pensaría que hay buenas razones para investigar más, y quizá tendría razón. Pero a partir de ahí, la historia se tuerce por el camino del desastre. La Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) decide entregar el material a Maussán con el fin de que lo haga público: strike one. Maussán echa las campanas al vuelo (como ya lo ha hecho en tantas ocasiones, muchas de ellas comprobadas más tarde como fraudes en mayor o menor grado), y se refiere a la decisión de la SEDENA como algo histórico, único en la historia mundial: un gobierno que oficialmente reconoce la existencia del fenómeno ovni. El ridículo internacional, nada menos.

Y desde luego, cuando Maussán dice “ovni”, no se refiere a que no sabe de qué se trata: el está seguro de que son naves extraterrestres. Platillos voladores, pues. Y aprovecha el espaldarazo que ha recibido su credibilidad para asegurar que ya no es posible negar que los extraterrestres nos visitan. Los medios de comunicación, sobre todo los de Televisa, empresa donde trabaja Maussán, destacan la nota en primera plana (aunque hay que decir que la mayoría de los medios presentaron los hechos sin mostrar que creían que efectivamente se tratara de extraterrestres... quizá no todo está perdido). De este modo, el público general recibe un mensaje claro: los marcianos llegaron ya, y el ejército tiene pruebas. Strike two para la cultura científica de nuestro pueblo.

Pero ahí no acaba todo: en entrevista, el general Vega García afirma que si no le dio el video a verdaderos científicos es porque ¡no los conoce! Strike three. Existen astrónomos en la UNAM y otras instituciones, especialistas en fenómenos atmosféricos y otros que podrían haber ayudado a interpretar lo observado por los asustados pilotos caza-narcos. Al afirmar que no los conoce, el general no sólo reconoció públicamente que es un ignorante (y un irresponsable, pues ¿se imagina usted qué haría en caso de una emergencia militar de otro tipo si no tiene al menos la cultura indispensable para saber que el ejército, en caso necesario, puede recurrir a la comunidad científica nacional para obtener asesoría confiable?). Implicó también que las fuerzas armadas del país no reconocen la existencia y la calidad de los científicos mexicanos. Y de paso, les negó credibilidad.

En una encuesta reciente, el ejército quedó en segundo lugar entre las instituciones más confiables para el pueblo mexicano, sólo después de la iglesia (la católica, claro). Hoy esa institución muestra que no reconoce la capacidad de los científicos de la UNAM, y en general del país, y al mismo tiempo que sí conoce y respeta la autoridad de un charlatán como Maussán. ¿Qué efecto tendrá este golpe en la credibilidad de los científicos ante la opinión pública mexicana?

Desde luego, la cosa no quedó así. La comunidad científica de la UNAM organizó una mesa redonda a la que asistieron los medios, y en ella se aclaró la situación. Se mostró que la SEDENA debió haber recurrido a los científicos, y se propusieron explicaciones sensatas al fenómeno observado (la más probable es la de las centellas o “rayos bola”, un fenómeno relativamente poco estudiado, aunque hay quien afirma que se trataba de aviones caza estadounidenses). Y más recientemente, un grupo de astrónomos, divulgadores y científicos de todo tipo lanzaron un manifiesto para protestar por los hechos. Pero el alcance que estas medidas tengan no es comparable con el golpe publicitario que la SEDENA le ofreció en bandeja de plata a un seudocientífico apoyado por el aparato mediático más poderoso del país.

Al menos, como dice un amigo cuyos argumentos he citado libremente en este texto, la UNAM protestó, pero ¿dónde está la protesta de la Secretaría de Educación Pública? ¿La del Conacyt, la Academia Mexicana de Ciencias, el Consejo Asesor de Ciencias de la Presidencia?

Y como dice otro amigo, el ejército no se manda solo: el jefe supremo de las fuerzas armadas es el presidente de la república. ¿Cuál es su posición al respecto? ¿O será que todo, como afirman los que saben, fue sólo un golpe mediático para desviar la atención del público y los medios de los desoladores escándalos políticos que ensombrecen el panorama nacional? “Yo no me presto a eso”, afirmó indignado el general Vega cuando se le mencionó la hipótesis, pero no es fácil encontrar otra explicación.

Lo que sí es evidente es que la comunidad científica como un todo, incluyendo a investigadores, funcionarios, educadores y comunicadores de la ciencia, tendremos que redoblar esfuerzos si queremos hacer un “control de daños” ante el golpe que la Secretaría de la Defensa le ha propinado a la imagen pública de la ciencia en México. Ni modo, así es nuestro país. Ahora sólo nos queda seguir trabajando.

5 de mayo de 2004

¿Una nueva teoría sobre el olfato?

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de mayo de 2004)

La ciencia no es sólo un cuerpo de conocimientos que deban aceptarse dogmáticamente. Se trata, más bien, de una forma de ver el mundo y de adquirir conocimiento confiable acerca de él. Un ejemplo reciente nos muestra cómo, en ciencia, vale más el cómo que el qué: es más importante la forma en que se obtiene conocimiento que el conocimiento mismo que se obtenga, pues éste está siempre sujeto a revisión.

El caso en cuestión tiene que ver con la teoría del olfato. Hoy sabemos mucho acerca de la vista y el oído (sentidos físicos, que detectan, respectivamente, radiación electromagnética y vibraciones mecánicas del aire). Sin embargo, conocemos relativamente poco sobre el tacto (un sentido físico más directo, y que en realidad consta de varios sub-sentidos que detectan, entre otras cosas, vibraciones, temperaturas, texturas y presión). Quizá esto se deba a que, siendo la nuestra una especie eminentemente audiovisual, la investigación sobre el tacto ha recibido menos atención, y por ello este sentido se comprende con mucho menos detalle.

Los sentidos químicos, gusto y olfato, son también muy complejos. El gusto puede subdividirse, dicen los expertos, en la capacidad para percibir 5 sabores: dulce, salado, ácido, amargo y un quinto sabor llamado umami, que es el del conocido conservador de alimentos glutamato de sodio (el que le da su típico e inconfundible sabor a las famosísimas sopas instantáneas Maruchán).

El olfato, por su parte, quizá sea el más complejo de los cinco sentidos. Es capaz de detectar (y distinguir) miles de olores distintos. De hecho, gran parte de lo que percibimos como el sabor de algo es realmente su olor, que llega a las células olfativas de la nariz a través de la conexión que existe entre la parte trasera de la boca y la cavidad nasal.

Gusto y olfato, según la explicación tradicional, aceptada hasta hoy, se basan en el reconocimiento de moléculas por proteínas en la superficie de las células gustativas u olfatorias. En el gusto, el contacto es directo; en el olfato, las moléculas de olor viajan por el aire y penetran en la nariz hasta ponerse en contacto con las proteínas de la membrana externa de estas células. Para cada tipo de molécula, se postula, hay una proteína receptora, en la que encaja como una llave en su cerradura (así funcionan, entre otras, proteínas como las enzimas y los anticuerpos, que también tienen que reconocer a sus moléculas blanco).

Pero hay un problema: a pesar de la capacidad del olfato para discriminar miles de aromas distintos, un estudio hecho en 2001 pudo detectar sólo 347 tipos de proteínas receptoras de olores. Según la teoría llave-cerradura, al menos en su versión más simple, se necesitarían miles, una para cada tipo de olor.

Un investigador italiano, Luca Turin, revivió en los años 90 una vieja teoría, formulada en los 30, que pretende explicar el olfato mediante un principio diferente: que las neuronas olfativas detectan las vibraciones intramoleculares de las moléculas odoríferas.

Como usted, querido lector o lectora, recordará, las moléculas son átomos unidos mediante enlaces químicos. Pero estos enlaces no son rígidos como las varillas que nos muestran en los modelos químicos; son atracciones electromagnéticas entre los núcleos positivos de los átomos y los electrones negativos que giran alrededor de ellos (un poco, con perdón de los lectores divorciados, como dos esposos que ya no se soportan pero que se mantienen unidos por los hijos que comparten...). Debido a esto, los átomos que forman la molécula están constantemente vibrando y girando; acercándose y alejándose. Y es precisamente ese “estiramiento” molecular lo que, según Turin, es detectado por los receptores olfativos (como átomos y electrones portan cargas eléctricas, su movimiento produce ondas electromagnéticas que pueden ser detectadas: así funcionan aparatos como el espectroscopio, que permiten a los químicos averiguar la composición de las moléculas).

Basándose en las ideas de Turin, el escritor Chandler Burr escribió un libro titulado El emperador del olfato, en el que lo presenta como un genio revolucionario que está siendo ignorado por la comunidad científica. El libro despertó la atención de la BBC de Londres, que filmó un documental de gran éxito.

Si hay algo que los científicos odian, porque va en contra del espíritu de su profesión, es ser acusados de “cerrados” y “dogmáticos”. Así que, en vez de sólo descalificar a Turin y sus teorías, decidieron someterlas a prueba. En un número reciente de la revista Nature Neuroscience Andreas Keller y Leslie Vosshall, de la Universidad Rockefeller, publicaron un artículo titulado “Una prueba psicofísica de la teoría vibracional del olfato”.

La labor se facilitó porque el propio Turin había propuesto experimentos clave para distinguir si su teoría vibracional del olfato hacía mejores predicciones que la teoría clásica del reconocimiento molecular. (En esto, Turin actuó como un buen científico, siguiendo los preceptos del filósofo Karl Popper, quien exige que, para ser considerada científica, toda teoría proponga experimentos que, de fracasar, permitan descartarla. Se trata de su famoso criterio de “falsabilidad” para distinguir las ciencias verdaderas de seudociencias como la astrología, que nunca pueden refutarse.)

Los experimentos propuestos por Turin y realizados por Keller y Vosshall fueron sencillos y elegantes: comparar el olor de pares de moléculas que, según la teoría de Turin, deberían oler parecido o diferente, y ver si efectivamente. Para evitar que los experimentadores influyeran sobre la percepción de los sujetos, las pruebas se realizaron –como debe hacerse siempre– con el método de “doble ciego”: ni experimentadores ni sujetos experimentales sabían qué sustancia estaban utilizando en cada caso.

En primer lugar se comparó el olor de una mezcla de guayacol (que huele a humo) y benzaldehído (que huele a almendras) con el de la vainilla. Según la teoría vibracional, las vibraciones moleculares de la mezcla guayacol/benzaldehído se aproximan a las vibraciones de la vainillina, por lo que debían tener un olor semejante. Resultado: negativo. Las docenas de sujetos experimentales fueron incapaces de detectar olor a vainilla en la mezcla, pero identificaron con facilidad la vainillina.

El segundo experimento sometió a prueba la predicción vibracional de que aldehídos (moléculas particularmente olorosas, que le dan, por ejemplo, su olor a muchas frutas) que tienen un número par de átomos de carbono debían oler distinto de los aldehídos que tienen un número non de carbonos. Al oler los aldehídos de distintos tamaños, los sujetos encontraron que la mayor diferencia se daba conforme el número de carbonos aumentaba progresivamente, y no como función del número par o non de carbonos: nuevamente, la predicción vibratoria no se cumple, y el resultado encaja (nunca mejor dicho) con la teoría del reconocimiento llave-cerradura.

El experimento final fue comparar dos moléculas químicamente casi idénticas, pero con vibraciones moleculares muy distintas: acetofenona y acetofenona deuterada (en esta última, todos los átomos de hidrógeno han sido sustituidos por deuterio, primo pesado del hidrógeno). Nuevamente, el resultado fue negativo: los olores fueron indistinguibles.

¿Queda descartada la teoría de Turin? No totalmente, pero está en problemas, pues no cuenta con pruebas a su favor. Los experimentos no prueban tampoco que la teoría llave-cerradura sea correcta: probablemente tendrá que refinarse para poder explicar el funcionamiento detallado del olfato. Pero hasta ahora es la explicación más prometedora.

En resumen, el caso es un ejemplo de buena ciencia: no se descalifican a priori las ideas: se someten a prueba. Si los resultado hubieran sido positivos, no habría más remedio que reportarlos y comenzar a revisar la teoría actual del olfato. En ciencia, las teorías-hijos que son refutadas, por más que nos duela, tienen que ser descartadas.

Aunque hay una última esperanza: “¿Significa esto que nadie en el planeta puede distinguir la diferencia (entre acetofenona normal y deuterada)?” pregunta Vosshall en entrevista. Y responde: “No, y no pudimos hacer la prueba con Luca Turin”. A lo mejor él si puede oler las vibraciones de las moléculas. Luca Turin es casi un buen científico: sólo le falta ser buen perdedor.


8 de octubre de 2003

Ciencia: las desventajas del amor romántico (o por qué no tirar a su novia a la basura)

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 8 de octubre de 2003)

A Lilu, que se enamora pero no a lo tonto

A veces, la idea que tenemos de cómo funciona la ciencia es parecida a estar enamorado.

El enamoramiento, dice el conocimiento popular, es un estado extático en que tendemos a ver en el ser amado todas las virtudes posibles, todas las perfecciones. La encarnación del ideal.

Estar enamorado es volverse un tonto feliz; perder por completo el sentido crítico y disfrutar simplemente del placer de embelesarse observando, escuchando, tocando, oliendo y gustando del objeto de nuestro amor. Parecería el estado ideal para cualquiera –y en cierta forma lo es, sin duda–, sólo que tiene un gran inconveniente. El enamoramiento, como tantas cosas en esta vida, tarde o temprano termina.

La vida se vuelve entonces una dura caída desde la nube en que andábamos para terminar estrellarnos en el duro suelo de la triste realidad. Descubrimos que esa persona que idealizábamos es en realidad tan imperfecta como cualquier otro cristiano. Tiene mal carácter; a veces le huele la boca. No es capaz de hacer tantas cosas como esperábamos. A veces es necia, tonta, egoísta. Tiene granos en la cara. Va al baño. En ocasiones suelta flatulencias. Es, en otras palabras, humana.

Cuando a algún querido amigo le pasa esto (o a mí mismo), no me queda otra opción que decir lo que siempre se dice en estos casos: “¿pero qué esperabas?”.

Y en efecto: ¿cómo pudo uno creer que alguien pudiera ser tan perfecto? ¿Cómo podría alguien responder a todas, absolutamente todas, las expectativas de otra persona? La idealización que el enamorado hace del objeto de su amor es una trampa que él mismo se tiende y en la que irremediablemente cae. Y lo peor –y lo mejor también, porque sería terrible estar condenados a gozar sólo una vez en la vida de las delicias del enamoramiento– es que no se aprende: vuelve uno a caer en la trampa una y otra vez. Enamorarse es indudablemente un acto muy poco racional, y es por ello que, aunque la lógica nos prevenga, volvemos a tropezarnos con la misma deliciosa piedra.

¿Y qué sucede con la ciencia? Algo bastante parecido. Cuando uno la descubre, la ciencia fascina porque es un método que promete revelarnos las verdades últimas acerca del universo y la naturaleza. Es fuente de conocimiento cierto, comprobable y objetivo. Tan objetivo que podemos aplicarlo para generar tecnología que funciona. A través de la ciencia, el ser humano se ha ido quitando los sucesivos velos que nublaban su visión para ir avanzando con pie cada vez más firme hacia la comprensión certera de todas las cosas.

Suena maravilloso... sólo que no es cierto. Como un enamorado cuando vuelve a la realidad, quien profundiza un poco más en el conocimiento de qué es la ciencia y cómo funciona descubre cosas que probablemente no le van a agradar, y que amenazan con romper su idilio.

Descubrirá, por ejemplo, según nos enseñan los sociólogos de la ciencia, que los científicos, lejos de ser almas bondadosas que trabajan sólo por el amor al conocimiento y el bienestar de sus congéneres, son feroces competidores en una lucha por la supervivencia. Que forman clubes y mafias que excluyen y atacan a los grupos rivales en la carrera por lograr el descubrimiento, ganar la primicia, acertar en la hipótesis. Que intercambian el conocimiento que producen por el reconocimiento de sus colegas –y el prestigio que lo acompaña, y el dinero y el poder que a su vez acompañan a éste.

Igual que el enamorado que comete el error de visitar a su amada por la mañana y sin previo aviso, descubriéndola sin maquillaje y recién levantada de la cama, quien estudia la filosofía de la ciencia –otra de las disciplinas que ponen la ciencia bajo el domo de observación– hallará grandes y desagradables sorpresas. Que la pretendida objetividad científica es inalcanzable. Que la superioridad de la ciencia sobre otras formas de conocimiento es tan difícil de justificar como la supremacía de unas razas sobre otras inferiores. Que la fe ciega que los científicos tienen en la existencia de un mundo físico regido por leyes regulares es tan imposible de probar como la superioridad de nuestra “media naranja” por sobre todas las otras personas en el mundo.

Y cuídese usted, si ama la ciencia, de escarbar en los tenebrosos pantanos de las relaciones entre ciencia y sociedad. Puede resultar tan arriesgado –y peligroso– como revisar el diario de la persona amada. “El que busca encuentra”, dice el dicho, y al investigar uno halla que la ciencia es una empresa que no sólo no puede existir aislada de la sociedad que la financia y sostiene, sino que obedece a mandatos políticos y económicos que la misma sociedad le impone. Habrá temas que serán impulsados porque así conviene a la ideología dominante; otros serán suprimidos por no convenir a los intereses monetarios o políticos de la clase en el poder. Empresas y gobiernos invertirán dinero y esfuerzo sólo en los campos de investigación que prometan redituar nuevas armas y tecnologías que proporcionen poder.

Y sin embargo, a pesar de todas estas imperfecciones, a pesar de que la imagen pura e impoluta de la ciencia que nos ofrecieron en la escuela haya resultado no ser cierta, sería una lástima renegar de ella. La ciencia tiene algo más, algo que la hace valiosa a pesar y por encima de estos “defectos”.

¿Qué se pensaría de un amante que, al descubrir que su amada (o amado) tiene verrugas, arrugas, canas, malos humores, olores y torpezas –como las tiene todo ser humano– sufriera una desilusión tan grande que lo hiciera desecharla como una muñeca defectuosa? ¿De la chica que rechazara a los príncipes de los que durante un breve rato estuvo enamorada, sólo porque descubre que se trata sólo de simples plebeyos teñidos de azul?

Se pensaría, sin duda, que tales personas viven en un mundo de fantasía, y que probablemente les espera una vida de desilusión y soledad. A menos, claro, que pongan los pies en la tierra y acepten que los humanos son seres imperfectos que y hay que aprender a apreciar lo que tienen de bueno y disfrutable.

La ciencia, en efecto, puede tener verrugas, ser imperfecta, pero eso no demerita su valor como empresa que ha dado al hombre muchos de los frutos más valiosos de su historia. Que le ha revelado algunas de las visiones más fascinantes y bellas acerca del universo –aunque algunas de ellas hayan resultado ser erróneas y hayan sido suplantadas por otras visiones, quizá igual de engañosas.

La ciencia, como los hombres y mujeres que la hacemos, es humana, y por tanto imperfecta. Pero, ¿qué otra cosa hubiéramos podido esperar? El valor de la ciencia no es su perfección, sino la riqueza de la visión que nos presenta. Riqueza, claro, que tenemos que cultivar y redescubrir cada día, como lo hacen los amantes que superan el simple enamoramiento y pasan a la etapa más plácida pero más firme del amor.

Amar a la ciencia por lo que es, sin idealizarla, es quizá una labor difícil para un científico, pero si se logra nos da una visión mucho más profunda y sólida de esta fascinante disciplina.


21 de mayo de 2003

Tecnoamenaza microscópica (o los placeres de la paranoia)

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 21 de mayo de 2003)


Todo comenzó con el anuncio de una mesa redonda sobre nuevas tecnologías. “La convergencia tecnológica: nanotecnología, biotecnología, informática... ¿el futuro de la ciencia?”, anunciaba el cartel. Estaba ilustrado con un fragmento del infierno del famoso tríptico del Jardín de las Delicias, de Hyeronimus Bosch (El Bosco), en el que se observa un humano con cabeza de pájaro y una olla de sombrero, sentado en un trono, que devora a un ser humano mientras defeca a otro dentro de una burbuja. Pero para mí quedaba claro, por lo simbólico de la ilustración, que el tema de la mesa redonda debía ser algo muy peligroso.

El texto que acompañaba a la imagen eliminaba cualquier duda: “Nuevas y poderosas tecnologías con gran potencial militar (como genómica, neurociencias, robótica, informática y la más significativa de todas: la nanotecnología o tecnología atómica [sic]), están siendo desarrolladas principalmente por el gobierno de Estados Unidos, sin que la sociedad tenga prácticamente ninguna información sobre éstas ni sobre sus proyectos. Invitamos a este panel para compartir nuestra investigación sobre estas tecnologías, el contexto en que se desarrollan, y sus posibles consecuencias.”

Decidí asistir, con el fin de enterarme de la versión que el grupo ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) tenía del asunto, y quizá para expresar la opinión de un divulgador de la ciencia (yo).

Por coincidencia, unos días antes un amigo me había enviado una nota periodística muy curiosa: el príncipe Carlos de Inglaterra había convocado a la prestigiosa Royal Society de Londres (la institución científica más antigua del mundo) a debatir los riesgos de la nanotecnología, bajo la impresión de que esta disciplina -que busca producir máquinas de tamaños submicroscópicos (nano se entiende como apócope de nanómetro, la millonésima parte de un milímetro), compuestas por relativamente pocos átomos- podría llegar a crear una especie de virus artificiales que acabaran con la vida en el planeta. La idea es que los científicos y tecnólogos, apoyados por las grandes empresas y el gobierno estadounidense, están tratando de desarrollar nanorrobots capaces de reproducirse a sí mismos, que posteriormente podrían (como tiene que ser, según el canon anticientífico establecido por Frankenstein) salirse de control y apoderarse del mundo.

Pues bien, resulta que la principesca angustia fue causada por la lectura de un documento llamado The big down (traducido extrañamente como “la inmensidad de lo mínimo”), escrito por el activista Pat Mooney y distribuido precisamente por el grupo ETC. La noticia había salido a la luz el día de la mesa redonda, causando curiosidad y risas en la comunidad científica de todo el mundo. Los organizadores de la mesa, sin embargo, no tuvieron empacho en vanagloriarse del “apoyo” que estaban recibiendo del real personaje.

La convocatoria para la mesa, que se realizó en la Facultad de Economía, había sido distribuida ampliamente en la UNAM, así como en los medios de comunicación. Yo esperaba encontrar un discurso relativamente moderado, cauteloso, que tratara de convencer por medio de una historia más o menos creíble.

Lo que me encontré fue exactamente lo opuesto: ciencia ficción pura. No puedo negar que los ponentes contaban con datos bastante precisos, pero la historia que hilvanaban, con base en sus muy peculiares interpretaciones de esos datos, y sobre todo las predicciones que pretendían deducir de ellas, eran tan increíbles como las space operas (novelones tipo Guerra de las Galaxias) que le recetan a los estudiantes de Dianética y Cienciología.

Junto con la historia de la amenaza de la nanotecnología fuera de control (que denominan grey goo, o plasta gris), este grupo, al que netamente puedo denominar anticientífico, propaga la llamada (por ellos) “teoría del pequeño BANG”. Basada en las iniciales de Bit, Átomo, Neurona y Gen (objetos de estudio de las nuevas y peligrosas tecnologías que tanto temen los de ETC: informática, nanotecnología, neurociencias y biotecnología), la “teoría” advierte que el gobierno de los Estados Unidos está promoviendo la fusión de estas cuatro ramas para “garantizar la dominación... tanto militar como económica en el siglo 21”.

¿Por qué es anticientífico el enfoque de este grupo? Después de todo uno podría pensar que simplemente tratan de advertir a la sociedad sobre posibles peligros de las tecnologías futuras.

Pero hay varias pistas que delatan la agenda oculta del grupo. Una es la burda estrategia que usan de cambiar nombres para crear asociaciones negativas (la sigla BANG, por ejemplo, o proponer que a la nanotecnología se la llame “tecnología atómica”).

Otra es su confusión entre ciencia y la tecnología (aunque lo mismo se podría decir del Conacyt...), así como la visión amenazante que tienen de ellas (a diferencia del Conacyt, afortunadamente). En su opinión, la meta de los Estados Unidos es desarrollar los nanorrobots autorreplicantes para poder así ¡manipular las mentes de la gente! La prueba de ello, según ETC, es que se está tratando de desarrollar un mapa de cada neurona del cerebro humano. Matrix combinado con el Big Brother de George Orwell.

Otra pista es la manera tramposa en que argumentan: si algo podría ser peligroso (ciencia ficción), pero no hay datos para evaluar si ese riesgo es realista (ciencia), ETC decide que está comprobado y hay una conspiración para ocultarlo (amarillismo). También liga datos inconexos para crear la ilusión de riesgo, como cuando afirman que las nanopartículas que forman parte de la contaminación causan daño a la salud, y concluyen que la nanotecnología causará daños a la salud.

Pero lo más notorio, a pesar del barniz superficial que presentaban los oradores de la mesa, aparentando ser expertos en ciencia, era su gran ignorancia en cuanto a los temas científicos.

En efecto: a pesar de manejar palabras y conceptos científicos sencillos, los conceptos en los que se basa la visión apocalíptica de ETC contienen graves errores. Uno que ha sido señalado por la prensa mundial es la extraña concepción que tienen de la nanotecnología: parecen pensar que los átomos pueden manipularse como si no estuvieran sujetos a las leyes de la química, formando enlaces unos con otros. Creen que los átomos se pueden manipular como si fueran ladrillos inertes.

He aquí otras perlas que alcancé a pescar durante la mesa:

“Creemos que la nanotecnología va hacia la manipulación subatómica” (como si también electrones y protones se pudieran manejar como ladrillos –las reacciones nucleares vistas como sencillos rompecabezas).

“A escala nanométrica, los átomos de oro son rojos” (a escala nanométrica, el concepto de color pierde sentido. Quizá querían decir que las partículas nanométricas de oro, no los átomos, vistas macroscópicamente, son rojas).

“Los trabajos de los bio-nanotecnólogos (otro invento de ETC) tienden a borrar la diferencia entre lo vivo y lo no vivo” (no es ninguna novedad: desde el advenimiento de la biología molecular se sabe que no hay ninguna “esencia” que distinga a lo vivo de lo inerte, excepto su alto nivel de organización).

“Gracias a la nanotecnología, de basura se podría hacer una hamburguesa” (sólo si se lograra la transmutación alquímica de los elementos, pues una hamburguesa está hecha de elementos distintas que la basura).

El problema con grupos como ETC es que son gente que sabe muy poca ciencia, pero es suficientemente hábil en su discurso como para que su público –que no sabe nada de ciencia– les crea cuando se hacen pasar por expertos.

El discurso amarillista que manejan les asegura amplia aceptación en una prensa cada vez menos dispuesta a dedicar un espacio a la ciencia. Un ejemplo: el periódico La Jornada cuenta entre sus columnistas a Silvia Ribeiro, miembro de ETC y destacada por su furiosa oposición a todo lo que huela a biotecnología, genómica, y ahora nanotecnología, así como por la dudosa calidad de su información “científica”. (Y al mismo tiempo, hace muchos meses que La Jornada suspendió la publicación de su suplemento de ciencia.)

Quienes nos dedicamos a divulgar la ciencia tenemos un compromiso no sólo con compartir con el público los placeres y la importancia de la actividad científica y del conocimiento que produce: también tenemos que señalar los errores y tergiversaciones que grupos como ETC, lamentablemente, difunden en los medios. Después de todo, su verdadero objetivo no parece ser fomentar el bueno uso de la ciencia, sin combatir su desarrollo. ¿Se tratará, después de todo, de una conspiración imperialista para impedir que haya ciencia en otras partes del mundo? (Pero no, en realidad no lo creo: se trata simplemente de una gran dosis de ignorancia combinada con el enemigo de siempre: la tontería.)

23 de abril de 2003

Etiqueta electrónica

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 23 de abril de 2003)


Todo mundo habla de que los adelantos de la ciencia y la tecnología hacen más fácil, segura y agradable nuestra vida. Es un hecho que sin avances como antibióticos, aviones, teléfonos, telas sintéticas, computadoras, automóviles, pañales desechables e infinidad de otros artefactos y productos que usamos diariamente, la vida podría ser, efectivamente, muy difícil.

Lo que nunca se dice son las muchas y sutiles formas en que estos avances logran también, paradójicamente, complicar nuestra existencia y llenar el camino diario de infinidad de piedritas que convierten hasta la actividad más sencilla en una verdadera monserga.

Un ejemplo son esos conmutadores telefónicos computarizados a los que uno se enfrenta, por ejemplo, cuando llama al banco. Para empezar, suponen que uno tiene un teléfono de teclas (tonos). Si se tiene la mala fortuna de mi amiga Estrella, editora de la revista ¿Cómo ves?, quien en cuatro años no ha logrado que cambien el anticuado teléfono de disco de su oficina por un modelo más moderno, la cosa está perdida. La computadora también da por hecho que uno es capaz de memorizar una larga lista de opciones numéricas (“si quiere reportar un robo, marque uno; si no quiere reportar un robo, marque dos; si no sabe lo que quiere, marque tres”). La opción que se necesita siempre está enterrada al fondo del “menú”. Uno se pregunta, ¿por qué abandonar el viejo sistema de operadoras humanas? (No me responda, querido lector; la pregunta es retórica.)

Otro ejemplo detestable son esas alarmas electrónicas de los coches, que cuando uno se acerca demasiado le espetan un agresivo “¡aléjese!”. ¡Uf!

Otro más: nada hay más desesperante que estar junto a uno de esos tipos que creen que la principal utilidad de su teléfono celular es: a) que todos nos demos cuenta de la horrible musiquita que escogió como timbre, y b) que nos enteremos también de todos los detalles de una conversación que debería ser personal (la última moda son unos teléfonos con bocinita que hacen que los usuarios se sientan como si fueran policías hablando por su radio, lo cual tiene un efecto francamente ridículo).

Por todo ello me atrevo a presentar aquí a consideración de usted algunas sugerencias de etiqueta electrónica que, estoy seguro, ayudarán a hacer más fácil la convivencia en esta era dominada por los microprocesadores.

Teléfono fijo

El uso del teléfono tiene ya un siglo, y sin embargo los modales al respecto siguen teniendo algo de cavernario. Fui consciente de ello recientemente, cuando mi amigo Javier ironizó acerca de lo poco adecuado que resultaba que él, que se había tomado la molestia de subir tres pisos hasta mi oficina para hablar conmigo, tuviera que interrumpir su charla para esperar a que otra persona que me llamó en ese momento por teléfono acabara de decirme lo que quería. De modo que la primera regla para el uso del teléfono sería: Nunca interrumpa una conversación en persona por atender una llamada. En todo caso, lo indicado es informarle al que llama que uno está ocupado y pedirle que llame en un rato.

Teléfono celular

Como ya habrá usted notado, pienso que el abuso de los “móviles” es una de las principales calamidades que no s ha legado la tecnología moderna. Y abuso es prácticamente el 99% del uso que se les da: avisarle a la esposa que “ya va uno llegando a la casa”, traerlo prendido en clase “por si a alguien se le ocurre llamar”, usarlo a voz en cuello en cines o restaurantes, destruyendo la paz de los demás e imponiéndoles una conversación que las más de las veces suena como las del anuncio ese de “hay llamadas que no se deberían cobrar” (¡hay llamadas que no se deberían hacer!)

De modo que los modales mínimos para uso del celular serían los siguientes: si está en un lugar en donde resulta a todas luces inadecuado recibir llamadas -una misa, una junta de trabajo, una conferencia (sobre todo si es usted el conferencista, aunque he presenciado casos en que un asistente, en el momento de hacerle una pregunta al expositor, recibe una llamada y ¡prefiere contestarla!-, apague su celular. Si es usted incapaz de apagarlo, debido a un caso avanzado de adicción, por favor acuda cuanto antes a un psicólogo, pero mientras tanto tenga al menos el decoro de apagar el timbre y usar el vibrador. Si está usted en un restorán, donde la gente normalmente intenta pasar un buen rato y no escuchar los gritos del “celulítico” de la mesa de junto, y recibe una llamada, salga del local. Esto tiene la ventaja de mejorar la recepción del aparatejo, que siempre tiende a ser pésima, y la desventaja de que deja uno a los amigos con la palabra en la boca, lo cual siempre es grosero. Lo mismo se aplica si va uno de visita a casa de algún amigo. Ver uso del teléfono alámbrico.

Una regla adicional, que por alguna razón relacionada con el subdesarrollo todavía no ha sido convertida en ley, es la prohibición terminante de utilizar el celular mientras se maneja. Está comprobado que atender una llamada reduce el tiempo de respuesta de un conductor en forma significativa (tan significativa como para chocar, en muchos casos). Usar el celular mientras maneja es signo seguro de barbarie. Al menos, asegúrese de utilizar un equipo de manos libres.

Correo electrónico

El uso del e-mail se ha popularizado a extremos escalofriantes. Aunque la etiqueta a este respecto es conocida, no está de más recordar algunas reglas vitales:

Al responder un mensaje, procure “citar” las palabras de su corresponsal, copiándolas de su mensaje original. La mayoría de los programas facilitan esto poniendo copia del texto cuando lo responde. No hay nada más desconcertante que recibir un mensaje como los que suele mandar Sergio, otro amigo, que sólo dicen “órale, ya vas” (imaginar a un servidor rascándose la cabeza tratando de recordar de qué se trata el asunto).

Asegúrese también de revisar siempre que el destinatario del correo sea el correcto. Los modernos programas “facilitan” la vida insertando automáticamente la dirección de la persona a la que creen que uno le quiere escribir, con el resultado de que a veces la carta de encendida pasión que uno quería enviar a Consuelo le llega al Consejo directivo. Los resultados pueden ser desastrosos, sobre todo si Consuelo es la esposa de uno de los miembros de dicho consejo. He visto matrimonios y amistades terminar por errores de este tipo. Una variante es cuando uno se balconea al responder a todos los miembros de una lista de correos, en vez de hacerlo sólo a la persona que envió el último mensaje.

Finalmente, no, no, no envíe cadenas, sean del amuleto de la suerte, del niño que necesita transplante de riñón o de la niña que fue secuestrada. Son todas falsas y sólo sirven para saturar el buzón de sus amigos. Lo mismo es cierto respecto a la mayoría de los avisos sobre virus. Mejor consígase un buen antivirus que se actualice automáticamente por internet (algunos son gratis).

Tampoco es buena idea enviar mensajes que contienen anexos (attachments) gigantescos, aunque se trate de las últimas fotos del chilpayate recién nacido.

Las computadoras portátiles (laptops) y de bolsillo (Palm) tienen también sus complicaciones (escribir en la Palm mientras se cruza una calle, por ejemplo, es suicida), pero el espacio no da para abordarlas. Le recomiendo, querido lector, que use su sentido común y piense un poco en el respeto que le debe a sus vecinos. De otro modo, habrá que copiar la idea de algunos restoranes estadounidenses, que cuentan ya con “zonas libres de celulares”. La idea me parece maravillosa.