(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
2 de abril de 1997
Para Raúl, que ya está harto de oír hablar de Dolly
La incomprensión hacia la ciencia se manifiesta de diversas maneras. Una de ellas es la visión de todo avance científico y técnico como una amenaza potencial de la que hay que protegerse; un paso más en la deshumanización de nuestra sociedad Esta imagen frankensteiniana de la ciencia, reforzada por bombas atómicas y contaminación química, se presenta hoy encarnada (paradójicamente) en una mansa oveja llamada Dolly, que aparece incesantemente en periódicos y noticieros.
Dolly fue producida, como es sabido, por clonación a partir de una célula de una oveja adulta, y el hecho de que haya llegado a la madurez en perfectas condiciones de salud abre la posibilidad de lograr lo mismo con seres humanos. Esto ha provocado las más variadas reacciones, desde declaraciones de científicos que abogan por la prohibición o reglamentación estricta hasta protestas desde el vaticano, que considera (otra vez) francamente escandaloso que el ser humano “juege a ser dios”.
Aunque no pretendo explicar una vez más en qué consiste la técnica ni los beneficios que nos puede proporcionar (esta información está disponible para todo mundo en estos días), quizá convenga hacer algunos comentarios generales sobre el asunto.
La palabra clonar (no “clonizar” ni “clonificar”, como se ha dicho en algunos periódicos) se deriva del griego klon, que significa rama o retoño. En biología, clonar significa producir un organismo que tenga exactamente la misma información genética que otro. Esto es lo contrario de lo que sucede cuando interviene el sexo, cuya principal función biológica es mezclar los genes de los padres para producir nuevas combinaciones que puedan resultar más exitosas (en pocas palabras, acelerar la evolución).
La reprodución de una viña o de un rosal por medio de ramitas o “piecitos” es precisamente un proceso de clonación. Las rosas de las florerías, por ejemplo, son producto de complicadas cruzas, y se reproducen por clonación: si se permitiera que se reproducieran sexualmente, los genes seleccionados con tanto cuidado se revolverían, perdiéndose la perfección de las rosas.
Como se ve, esto de la clonación no es tan novedoso, ni siquiera respecto a los animales: ya en 1962 se había logrado clonar artificialmente ranas, y en 1981 se clonaron ratones. En cada uno de estos casos la noticia causó alarma y se levantaron voces de protesta, pero se seguía teniendo el consuelo de que la clonación humana aún estaba lejos.
¿Por qué resulta tan inquietante la posibilidad de clonar humanos, y por qué no creo que haya que preocuparse tanto? Octavio Paz, en La llama doble, escribe:
“La idea de ‘fabricar mentes’ lleva espontáneamente a la aplicación de la técnica industrial de la producción en serie: la fabricación de clones (...) De acuerdo con las necesidades de la economía o la política, los gobiernos o las grandes compañías podrían ordenar la manufactura de este o aquel número de médicos, periodistas, profesores, obreros o músicos. Más allá de la dudosa viabilidad de estos proyectos, es claro que la filosofía en que se sustentan lesiona en su esencia a la noción de persona humana, concebida como un ser único e irrepetible.”
Pero un momento: el que técnicamente sea posible producir clonas (o clones) humanos no quiere decir que podamos duplicar personalidades, ni aptitudes intelectuales. No se pueden “fabricar mentes”, pues está ya más o menos claro que la personalidad y las acciones de una persona no están determinadas por los genes, o al menos no en un grado importante.
Es deseable, sí que se comience a trabajar en legislaciones y reglamentos para evitar malos usos, entre ellos la remota posibilidad de producir legiones clonadas de obreros similares a los “épsilon” tontos y sumisos de la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley (aunque esto resultaría mucho más costoso y difícil que simplemente esclavizar ¾física o económicamente¾ al número necesario de personas nacidas en la forma usual; la tecnología para lograrlo la tenemos desde los albores de la civilización).
La otra posibilidad, la de la “clona de Hitler”, no tiene mayor interés, pues se trataría de otra persona, aunque con un cuerpo idéntico.
Por otro lado, la excesiva reglamentación de nuevas tecnologías a veces resulta exagerada, como sucedió durante el debate sobre la mal llamada “ingeniería genética” en los setentas. Fue útil, pero las temidos monstruos que la nueva tecnología hacía posible nunca llegaron (afortunadamente).
En pocas palabras, no tenemos por qué culpar a la ciencia del mal uso que podamos hacer de ella. Tampoco debemos creer que al esconder los descubrimientos que nos inquieten podremos hacer que desaparezcan, ni sustraernos a la responsabilidad de usarlos correctamente. Después de todo, para matar a alguien puede usarse una pluma fuente, pero nadie pensaría en prohibirlas para evitar su mal uso.
En cuanto a los problemas religiosos (como la cuestión de la repartición de almas entre clonas) o éticos (por ejemplo, la producción de cuerpos idénticos como fuente de órganos para transplantes al original), supongo que tendrán que irse resolviendo sobre la marcha. No será la primera ocasión en que un avance científico ponga a pensar a humanistas y filósofos, y si eso logra cerrar un poco la brecha que existe entre ellos y los científicos y tecnólogos, el resultado habrá valido la pena.
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