15 de diciembre de 1998

¿Serán buenos maestros los investigadores?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en diciembre de 1998)

Según parece, ya no sólo es la universidad, sino el país y el mundo entero los que están envueltos en cambios y modernizaciones. La culpable de todo parece ser la famosa globalización, junto con su tenebroso aliado, el neoliberalismo.

De cualquier modo, la última manifestación de la ola modernizadora en la unam parece ser el decreto, edicto o proclama (o como se llame) en que se establece que los investigadores de la máxima casa de estudios de nuestra nación tienen la obligación de dar cierto número de horas de clase, so pena de no recibir estímulos, complementos, tortibonos y demás.

Varias comunidades de investigadores -notoriamente los del área biológica- se han manifestado en contra de esta medida (los muy flojos). Recomiendo, antes de tomar una posición, revisar los pros y los contras.

En realidad la disposición no es nada nuevo: al parecer ya en el estatuto del personal académico (o como se llame -se ve que no soy muy adicto a la burocracia universitaria) está establecida la obligación que tienen los investigadores de dedicar parte de su tiempo a la docencia.

Entonces, ¿para qué tanta alharaca? Posiblemente los investigadores inconformes están pensando en que otras actividades que realizan también pueden contar como “docencia”. Las largas horas dedicadas a la formación de nuevos investigadores -entrenando, discutiendo y guiando los esfuerzos de prestadores de servicio social, tesistas de licenciatura, estudiantes de maestría, doctorado y posdoctorado- podrían ser consideradas como dedicadas a la enseñanza. Pero no.

Los cursos y seminarios impartidos en sus respectivos institutos y facultades para los mismos estudiantes también podrían aspirar a este estatus, pero tampoco.

La participación como jurados en exámenes de grado y de posgrado, el arbitraje de proyectos y tesis podrían -en un momento de debilidad- ser consideradas parte de la labor docente. Pues no.

Finalmente, la dictaminación de libros de texto o -lo que es peor- la escritura de los mismos, podrían tratar de hacerse pasar como docencia. Pero, nuevamente, no es así.

Los investigadores deben tener claro -según parece- que la única forma de ejercer la docencia es pararse en un salón frente a un grupo y dar clase.

Pero yo tengo algunos temores. ¿Qué pasa si al investigador definitivamente no le gusta dar clase? ¿Tendrá que hacerlo a fuerza? Espero que no, por el bien de sus posibles alumnos.

¿Y qué pasa si -como sucede con cierta frecuencia- el investigador es un pésimo, malísimo maestro? Antes de seguir, me disculpo con los muchos investigadores que son excelentes docentes: a ellos se debe la conseja de que para que una escuela o facultad valga la pena, debe tener al menos algunos investigadores dando clase. Su labor enriquece y aumenta la calidad de la enseñanza en esos planteles.

Pero no es a ellos a los que me refiero, sino a aquellos santos varones que no pueden dar clases sin que sus alumnos se duerman, se salgan del salón o comiencen a pensar en el suicido. A aquellos que no pueden bajar de su nivel ultraespecializado para compartir el conocimiento con los jóvenes para quienes los conceptos científicos son algo totalmente nuevo. A aquellos cuyos grupos reprueban en masa -a menos que sean “barcos”-, a esos cuya fama de pésimos maestros es reconocida por todos, esos a quienes todo mundo desearía recomendarles que mejor dedicaran de lleno sus esfuerzos a la creación de conocimientos -la investigación-, y dejaran la transmisión de conocimientos para quienes estén más dotados... sólo que nadie se atreve a decírselos porque son Investigadores (así, con mayúscula).

Después de todo, si un investigador eligió esa ocupación -y no la de profesor de carrera- es porque lo que quiere y sabe hacer es investigar, no enseñar (aunque, en realidad, así como las tres funciones sustantivas de nuestra universidad son la enseñanza, la investigación y la difusión de la cultura, los mejores universitarios, los más completos, son los que conjugan estas tres actividades).

Por otro lado, si mal no recuerdo una de las reglas de oro del sni (ese otro sistema de estímulos para convertir los malos salarios de los investigadores en algo decente sin tener que aumentarles el sueldo -y por tanto la jubilación, etc.) era la de no tomar en cuenta nada que no fuera investigación. Para el sni -creo- no vale ni la enseñanza ni la difusión del conocimiento científico.

Es decir, le están diciendo al investigador “no pierdas el tiempo en otras cosas, dedícate sólo a investigar”. Ahora la unam parece decir lo contrario: “no creas que con sólo investigar ya desquitas tu salario: también tienes que enseñar”.

¿O será -no me atrevo ni a enunciar esta herejía- que de lo que se trata es de ahorrar en sueldos de profesores de asignatura?

25 de noviembre de 1998

La infección darwiniana

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 25 de noviembre de 1998)

Charles Robert Darwin, naturalista inglés nacido en 1809 y muerto en 1882, es uno de los personajes más estudiados en la historia de la ciencia. Su obra cumbre, Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, publicada en 1859, revolucionó la entonces naciente ciencia de la biología. Los mil 250 ejemplares que se imprimieron se agotaron el primer día. La cantidad de biografías, estudios y análisis de su obra suman tal cantidad que se habla de la “industria Darwin”, pues una gran cantidad de investigadores, escritores y editores literalmente viven de la fama de este notable personaje.

A partir de la publicación de su libro, y hasta la mitad del siglo xx, la teoría de Darwin fue cuestionada, atacada, modificada y complementada. Actualmente contamos con una versión mejorada, conocida como “teoría sintética de la evolución”. “Sintética” en el sentido de que es una síntesis, pues incorpora los modernos conocimientos sobre genética molecular y dinámica de poblaciones a la idea darwiniana básica: que aquellos organismos cuyas características les permiten adaptarse mejor al medio sobreviven más y por tanto dejan más descendencia. Esto va modificando poco a poco la composición de las poblaciones y finalmente se manifiesta en la evolución de las especies.

Todavía hay quien cuestiona esta “teoría”. También hay quien cree que la tierra es plana. Pero más interesante es saber que hay quienes, seducidos por el poder y belleza del mecanismo de la selección natural, han buscado la manera de aplicarla en sus respectivas áreas de trabajo.

Un ejemplo es la química darwiniana, también conocida como química combinatoria. Esta área, de reciente desarrollo, permite la fabricación de miles o cientos de miles de variantes de una misma molécula. Esto es especialmente útil cuando se busca mejorar o “afinar” los efectos de un fármaco. En vez de los costosísimos y lentos procedimientos de la química tradicional, la química darwiniana permite realizar reacciones en serie que producen conjuntos ordenados de moléculas que varían sólo en algunos átomos. Una vez obtenidas, se prueba la actividad biológica de cada una, y se detectan las más prometedoras. De este modo, el proceso de desarrollo de nuevos fármacos puede acelerarse y abaratarse en forma impresionante.

Los médicos no podían quedarse atrás de los químicos, y actualmente la medicina darwinista comienza  a ser un área prometedora. Se basa en el estudio de las enfermedades desde un punto de vista evolutivo. Las infecciones, por ejemplo, son vistas como una competencia entre dos especies, cada una de las cuales desarrolla armas y defensas contra la otra. Otras enfermedades son producto de las fallas en el diseño de nuestros cuerpos. Debido al proceso de selección natural, una vez que la evolución ha escogido un camino, es difícil que vuelva atrás, aun cuando sus productos tengan algunos errores que se manifiesten posteriormente.

Otro tipo de afecciones son debidas al cambio que la civilización ha producido en las condiciones que rodean a la especie humana: surgimos en las sabanas africanas, y la dieta actual, alta en grasas y carbohidratos, (y causa de muchas enfermedades) es muy distinta a la que nuestros antepasados mantuvieron durante millones de años. Nuestra especie simplemente no ha tenido tiempo de adaptarse a estas nuevas condiciones. Se espera que la medicina darwiniana produzca nuevos enfoques y conocimientos que ayuden a evitar o remediar muchos de los malestares de nuestra especie.

Finalmente, incluso los filósofos han apreciado la idea de Darwin y actualmente se oye hablar de epistemologías darwinistas, pues parece ser que la ciencia misma, quién fuera a pensarlo, funciona de manera análoga a la evolución de las especies.

Karl Popper, pionero de esta escuela, lo expresó diciendo que la ciencia avanza a base de “conjeturas y refutaciones”. Los científicos postulan explicaciones variadas en forma azarosa, tentativa, experimental, y posteriormente intentan confrontar dichas ideas con la realidad. De este modo, seleccionan sólo las ideas que mejor se adaptan al mundo que se pretende explicar. Como en todo proceso darwinista, el azar, en forma de la inventiva de los científicos, y la necesidad, expresada como el rigor en la confrontación de las teorías con los fenómenos, produce conocimiento que no es caprichoso ni arbitrario, sino que está bien “adaptado” a su medio, es decir, a los cerebros que pretenden hallar sentido en el mundo que los rodea.

Como se ve, la gran idea de Darwin es un virus que continúa seduciendo a una gran cantidad de cerebros.

Puede encontrarse un interesante artículo sobre química combinatoria en Scientific American, abril de 1997, y uno sobre medicina darwiniana en el número de noviembre de 1998. El libro Epistemología evolucionista, de Sergio Martínez y León Olivé (Instituto de Investigaciones Filosóficas, unam, 1997) es un excelente resumen de la aplicación del darwinismo a la filosofía de la ciencia. Ahora que si quiere usted explorar todo el poder y las inmensas perspectivas del pensamiento darwiniano, entonces (y considere esto, querido lector o lectora, como un regalo de navidad) no puedo recomendarle que lea nada mejor que el libro Darwin’s dangerous idea (Simon and Schuster, 1995), del filósofo Daniel C. Dennett. ¡Hasta el año próximo!

11 de noviembre de 1998

Lo que todo funcionario debería saber sobre la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 11 de noviembre de 1998)

Las recientes discusiones en la unam sobre la importancia de la investigación, la supuestas obligaciones de los investigadores para dar clases, la insistencia oficial en la vinculación con la industria, etcétera, me han puesto a reflexionar.

Me he dado cuenta de dos cosas: en primer lugar, he logrado deducir el verdadero significado de la palabra “vinculación”: en realidad quiere decir “vender algo de lo que la unam puede hacer, con el fin de ganar recursos adicionales”. No me parece mal, pero es útil saber de qué estamos hablando.

La segunda cosa que he averiguado es que muchos funcionarios no entienden qué es la ciencia, a pesar de manejar asuntos relacionados con ella, ni comprenden por qué es importante ni cómo funciona. Y precisamente por esta ignorancia, muchas veces no pueden cumplir con sus funciones adecuadamente.

Este segundo hallazgo me hizo sentir como el descubridor del agua tibia, pues al poco tiempo recordé que todo esto ya lo había leído yo hace años, por ejemplo en escritos de Ruy Pérez Tamayo de los años setenta y ochenta.

Así que parece que -como bien lo dice el dicho- la historia se repite, y es necesario explicar nuevamente a los encargados de manejar la administración científica cómo funciona esa cosa llamada ciencia.

Para no repetir lo que ya otros han dicho (y mejor de lo que yo podría hacerlo), me limito a señalar tres puntos importantes en relación con esta actividad:

Punto primero: La ciencia es importante por sí misma. Este concepto, aparentemente tan obvio, no es claro para algunos. Esto se nota, por ejemplo, en la exigencia de que los investigadores, además de investigar, se dediquen a dar clases. (Otra cosa sería si, en vez de una exigencia, se tratara de ofrecer a los investigadores la oportunidad de dar clases.) Independientemente de lo que señalen los contratos, reglamentos y estatutos, detrás de esta exigencia está el prejuicio de que la investigación científica no es una actividad justificable por sí misma: es necesario complementarla con “algo útil”, como dar clases.

Punto segundo: La ciencia no da  frutos a corto plazo (y menos en un país tercermundista). Esto parecen haberlo olvidado los administradores actuales, pues exigen que los investigadores se vinculen con la industria para resolver “problemas reales”. (Aunque estos tienen la ventaja de que se le pueden cobrar a las empresas…)

Punto tercero: La ciencia no es un conocimiento absoluto. Lo importante de saber esto es que se abandona la pretensión de que la ciencia nos dé “soluciones definitivas”: sólo nos puede dar soluciones científicas, que sirven para entender problemas científicos. Y que, con suerte, pueden aplicarse con éxito. Pero no siempre. Lo cual no significa -de ninguna manera- que no sea importante buscar esas soluciones: la ciencia es la mejor manera de hallar soluciones que ha hallado la humanidad.

Ya está. Para terminar, como complemento a este breve recordatorio (si es más cómodo, pueden llamarlo “memorándum”), me permito recomendar algunas lecturas:

Cómo acercarse a la ciencia, de Ruy Pérez Tamayo (Limusa/cnca/Gobierno del Estado de Querétaro, 1989). Fundamental en la biblioteca de todo administrador científico, para tener una primera imagen, breve y clara, pero seria y completa, de lo que es la ciencia, cómo funciona y qué puede esperarse de ella.

El mundo y sus demonios, de Carl Sagan (Planeta, 1997). Útil para profundizar en la importancia que la ciencia tiene para toda sociedad democrática y el desarrollo de los individuos que la forman, y cómo el pensamiento científico resulta útil no sólo en ciencia, sino en la cultura y la vida.

¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, de Alan Chalmers (Siglo xxi, 1984). Para aprender que, a pesar de su éxito y su importancia, la ciencia no es la solución a todos lo problemas habidos y por haber, y no es un conocimiento absoluto y definitivo (pero ojo, tómese este libro con precaución, pues su lectura puede conducir a posiciones extremas que descalifican a la ciencia como un sistema arbitrario de creencias. Sobre todo si el lector no conoce de antemano qué es, cómo funciona y para qué sirve la ciencia).

¿Por qué no tenemos ciencia?, de Marcelino Cereijido (Siglo xxi, 1998). Breve libro que nos narra la triste historia del desarrollo (o más bien, del no desarrollo) de la ciencia en Latinoamérica, producto de la influencia de la concepción del mundo heredada del viejo mundo hispano. Su tesis principal: en México ya hacemos excelente investigación; ahora hay que hacer ciencia.

Ciencia, paciencia y conciencia, de Ruy Pérez Tamayo (Siglo xxi, 1991). Interesantes comentarios críticos sobre la política científica nacional. Para comprobar que, a pesar de todo, las instituciones oficiales todavía no saben cómo administrar la ciencia.

30 de septiembre de 1998

Ciencia, cultura y la hipótesis de Gaia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 30 de septiembre de 1998)

La quincena pasada hablábamos de la posibilidad de la vida en Marte y las dificultades para distinguir la existencia de vida microscópica en otros mundos, sobre todo si no podemos ir a explorarlos en persona. La necesidad de distinguir lo vivo de lo no vivo nos enfrenta a tener que definir con más precisión qué es la vida. El intento que hizo Jacques Monod en su libro El azar y la necesidad, comentado aquí brevemente, no resultó totalmente satisfactorio, pues se centraba en un aspecto abstracto como la “teleonomía”: propiedad que tienen los sistemas vivos de estar -aparentemente- diseñados con un propósito.

Pero hay una forma más sencilla de distinguir si un planeta es un candidato a albergar vida, basándonos únicamente en las leyes de la física y la química, sin tener que buscar propiedades filosóficas.

El científico que propuso este enfoque cuestión es James Lovelock, un rebelde químico inglés que trabaja como “inventor independiente”. Pero, desgraciadamente, su interacción con el mundo de las humanidades estuvo a punto de causar que sus ideas fueran relegadas y olvidadas por los científicos “serios”.

Su primer éxito fue un invento llamado “detector de captura de electrones”, aditamento que refinaba la técnica de análisis químico conocida como cromatografía de gases. Permitía la detección de cantidades infinitesimales de sustancias, por ejemplo ddt y otros contaminantes.

Con el dinero que ganó con este invento, pudo montar un laboratorio privado, al estilo de los inventores de siglos anteriores. Cuando la nasa comenzó a planear el envío de sondas para explorar Marte, en los sesenta, Lovelock fue invitado a participar en la planeación de los experimentos para detectar si había vida ahí.

Vida y equilibrios químicos

La gran idea que Lovelock tuvo fue que, en vez de buscar directamente seres vivos (los cuales, como hemos visto, son difíciles de distinguir), sería más sencillo detectar los cambios que ocasionan en su ambiente. En particular, Lovelock propuso analizar los cambios que típicamente efectúan en la atmósfera.

En efecto, los organismos han alterado la composición de la atmósfera de nuestro planeta, alterando el equilibrio químico que tendería a establecerse si no hubiera vida. Todo el oxígeno que respiramos, por ejemplo, estaría combinado con otros elementos formando óxidos si no fuera por la actividad de los seres vivos que realizan fotosíntesis y liberan este gas (plantas y bacterias fotosintéticas). Es decir, la presencia de oxígeno libre, gas reactivo que normalmente tendería a combinarse para formar compuestos más estables, resulta un indicio confiable de la presencia de vida en un planeta.

Desde luego, los seres vivos ejercen muchas otras influencias en la atmósfera, no sólo químicas, sino incluso climáticas. Se ha postulado que, incluso, la temperatura del planeta puede ser “controlada” hasta cierto punto por los organismos que lo habitan. Un ejemplo sencillo es que si, por ejemplo, una extensión desértica fuera cubierta de árboles, la cantidad de luz solar que refleja disminuiría, con lo que habría un aumento de temperatura.

Lovelock extendió los alcances de su hipótesis hasta proponer que gran parte de la regulación del clima y los equilibrios atmosféricos y en general, de la biósfera de la tierra, son consecuencia de la acción de seres vivos.

Los peligros de la literatura

Pero ocurre que antes de dar a conocer sus ideas, Lovelock quiso dar a su hipótesis un nombre atractivo. Por sugerencia de su vecino, el escritor William Golding (autor de El señor de las moscas y ganador del premio Nobel de literatura), decidió llamarla “hipótesis Gaia” (por el nombre de la diosa griega de la tierra, aunque en español se conoce más correctamente como Gea).

Lo triste es que, debido a las fuertes resonancias literarias y religiosas de este nombre, junto con las implicaciones de la teoría misma, la hipótesis de Gaia fue tergiversada por diversas sectas y grupos seudocientíficos y religiosos y convertida en uno más de los elementos de la filosofía “new age”, tan de moda en estos últimos años del milenio.

Esto ha hecho que muchos científicos se resistan simplemente a considerar la hipótesis y tomarla en cuenta como ciencia seria: su reputación como una idea milenarista y esotérica ha dificultado que esta interesante teoría sea estudiada más a fondo.

¿Cuál es la moraleja? Tal vez que, al relacionar la ciencia y el resto de la cultura, hay que tener en cuenta el poder de ésta última para, incluso, empañar el poder del pensamiento científico.

Mientras tanto, las ideas de Lovelock seguirán guiando la búsqueda de vida en otros planetas. Estemos pendientes.

17 de septiembre de 1998

Cómo buscar extraterrestres

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en septiembre de 1998)


En la entrega pasada hablábamos de la discusión sobre las supuestas pruebas de vida microscópica marciana presentes en la roca alh84001, proveniente del planeta rojo. La balanza, comentábamos, se inclina a favor de la posición parsimoniosa de esperar a tener pruebas más concluyentes antes de decretar que hay (o hubo) vida en otro planeta.

Aunque a todos nos puede decepcionar un poco esta actitud, es la más congruente con la actitud científica. (Digo “actitud científica” y no “método científico” porque éste último es una abstracción inexistente: la receta de cocina de “observación, hipótesis, experimentación, comprobación, teoría, ley...” no sólo es tonta sino falsa. Ningún científico trabaja así. Pero eso es tema para otra ocasión.)

En general, cuando los científicos no pueden recurrir a pruebas o experimentos, suelen sujetarse al dictado de un antiguo filósofo y monje franciscano inglés, que vivió de alrededor de 1285 a 1350: Guillermo de Occam, el famoso maestro del protagonista de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa. El principio filosófico por el que más se le recuerda, la llamada “navaja de Occam” o ley de parsimonia, aconseja que, en igualdad de circunstancias, debe elegirse la explicación más sencilla para un fenómeno, o como lo expresó el mismo Occam, “no se deben multiplicar innecesariamente los entes (explicaciones)”.

Puede parecer poca cosa, pero la vieja navaja de Occam no parece perder su filo con el tiempo. Es ella la que muchas veces nos permite rasurar las molestas pelusas de la pseudociencia y las hipótesis inútiles ahí donde los razonamientos y las “pruebas” se estrellan con la imposibilidad de comparar concepciones distintas de la realidad (la famosa “inconmensurabilidad de los paradigmas” de la que hablaba el filósofo Thomas Kuhn).

Volviendo, pues, a los microbios marcianos, hasta el momento resulta más sencillo suponer que los minerales de carbonato, las partículas de magnetita y los hidrocarburos policíclicos presentes en la piedra marciana, al igual que las estructuras microscópicas en forma de bacteria, fueron producidas por procesos geológicos y químicos, y no por supuestos seres vivos.

¿Qué nos hace pensar que esta explicación sea “más sencilla” que la de simplemente aceptar que pudo haber bacterias vivas en Marte hace 4,500 millones de años? Varias razones: en primer lugar, no tenemos otras pruebas que indiquen la presencia de vida en ese planeta. En segundo, aunque existen bacterias terrestres que podrían sobrevivir y quizá hasta proliferar en un ambiente como el marciano, esto no quiere decir que haya habido ahí condiciones propicias para la aparición de la vida.

Esta es una falacia a la que parecen ser propensos últimamente los astrónomos: encuentran un ambiente en el que tal vez haya agua líquida (como en Europa, el satélite de Júpiter) o algunas otras condiciones en las que algunas bacterias terrestres podrían sobrevivir, y declaran el lugar como “candidato para albergar vida”.

Yo tiendo a pensar que, aunque los astrónomos sí saben que la vida no surge así como así en cualquier lado (aunque hay quien sostiene que el cosmos está lleno de meteoritos que “siembran” vida por todos lados), suelen incorporar especulaciones como ésta a sus proyectos de investigación por la sencilla razón de que, como el tema está de moda, así recibirán más apoyo. Hoy en día, cualquier investigación astronómica que huela a vida resulta atractiva.

¿Habrá alguna forma de distinguir, en forma rápida y sencilla, la presencia de vida en otros mundos? El biólogo molecular francés Jacques Monod se hizo la misma pregunta en los años sesenta. Concluyó que es casi imposible distinguir la vida por muchas de las características que comúnmente asociamos con ella: existen entidades no vivas que se “reproducen” y crecen (como los cristales, o los robots); otras que realizan un “metabolismo” para obtener energía para realizar sus funciones (como las máquinas), otras que presentan respuestas a los estímulos de su ambiente... en fin, luego de considerar varias posibilidades Monod llegó a la conclusión de que la única característica realmente única de la vida era lo que él llamó “teleonomía”: la cualidad de estar aparentemente diseñadas para un propósito en especial. Así, un ojo parece estar “diseñado” para ver; una mitocondria, para oxidar moléculas de alimento y aprovechar la energía liberada, etcétera.

La solución de Monod, sin embargo, no resulta totalmente satisfactoria, y ciertamente sería difícil utilizarla para detectar vida en otros planetas. En la próxima ocasión hablaremos de otra propuesta más prometedora para distinguir un planeta habitado de otro desierto.

2 de septiembre de 1998

¿Y qué pasó con los microbios marcianos?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 2 de septiembre de 1998)


Una de las desventajas de la ciencia es que, en muchas ocasiones, no puede asegurar nada con un cien por ciento de certeza.

Tomemos, por ejemplo, esos frecuentes debates televisivos en los que algún locutor o locutora, frecuentemente con acento cubano, siente de un lado a una serie de científicos “serios”: astrónomos, biólogos y demás. Del lado opuesto se hallan “expertos” en ovnis, extraterrestres y complots de los gobiernos por ocultar la evidencia de los mismos.

¿Qué es lo que normalmente sucede? Que los científicos hacen el ridículo, con sus afirmaciones llenas de expresiones como “tal vez”, “probablemente”, “no se sabe aún”, “no es posible asegurarlo”, “hasta donde sabemos”, etcétera.

En cambio, los “ovniólogos” (y aquí no puedo dejar de visualizar, no sin cierto estremecimiento, los ojos húmedos y enrojecidos de Jaime Mausán) cuentan con el aplomo que sólo puede tener quien ha construido alrededor de su intelecto una coraza tan gruesa que ni la duda ni las razones en contra pueden penetrar. Afirman tajantemente que las constantes visitas de extraterrestres a nuestro planeta están “científicamente comprobadas”. Cualquier evidencia en contra es rechazada con argumentos ad hoc: sacados de la manga especialmente para el caso. En caso de que no haya suficiente información para comprobar alguna de sus afirmaciones, alegan que las pruebas han sido ocultadas por gobiernos que no desean que el público se entere de los tratos que tienen con los extraterrestres. (No, no estoy haciendo propaganda para la película “Los expedientes X”, que no he visto.)

El problema, claro, es que los científicos se empeñan en respetar la verdad: aun cuando la fiabilidad de un dato sea aceptada por prácticamente toda la comunidad científica, rara vez pueden afirmar que “está absolutamente comprobado”.

Bien, pues recientemente han salido a la luz los resultados de un largo debate en el que los creyentes en la existencia de extraterrestres tuvieron que defender su posición ante los cuestionamientos de científicos escépticos. Sólo que esta vez los miembros de ambos bandos eran científicos serios, y los extraterrestres cuya existencia se ponía en duda eran -supuestamente- antiguas bacterias marcianas.

El origen del debate -como recordarán quienes estén pendientes de las noticias científicas- fue una roca hallada en la Antártida, con una antigüedad de 4,500 millones de años. Dicha roca, aparentemente, fue despedida desde la superficie de Marte debido al choque de un meteorito, y vino a caer en nuestro planeta hace 13 mil años. La roca fue hallada en 1984 y, recientemente, se hallaron en ella vestigios que parecían indicar la presencia -hace miles de años- de vida microscópica en el planeta rojo.

¿Cuáles son las evidencias? Básicamente, la presencia de minerales de carbonato, del tipo que es común hallar en sitios donde hay o hubo vida; unos microscópicos granos de magnetita, mineral que se encuentra en algunas bacterias terrestres; ciertas moléculas orgánicas -conocidas como hidrocarburos aromáticos policíclicos- que frecuentemente se forman a partir de restos de materia viva y, finalmente, unos supuestos microfósiles de bacterias: estructuras microscópicas con forma de twinky wonder que son notablemente semejantes a las modernas bacterias terrestres.

Desgraciadamente, ninguna de estas evidencias es definitiva. A pesar de lo que decía el detective Auguste Dupin, antecesor de Sherlock Holmes creado por Edgar Allan Poe, no siempre la acumulación de suficiente evidencia circunstancial basta para comprobar la veracidad de una hipótesis. Resulta que el carbonato se deposita no sólo en donde haya vida, sino en cualquier lugar que presente, por ejemplo, las condiciones de acidez suficientes para provocar la precipitación. Lo mismo puede decirse de las demás evidencias: la magnetita tampoco se forma sólo como resultado de la acción de seres vivos, y los cristales hallados en la roca marciana -conocida como alh84001-, a diferencia de los que contienen las bacterias terrestres, presentan imperfecciones. Los hidrocarburos policíclicos también pueden hallarse en meteoritos y, por tanto, pueden formarse por procesos inorgánicos. Y los supuestos microfósiles, además de ser mucho más pequeños que las bacterias terrestres, pueden también muy bien ser simples depósitos minerales.

Independientemente de esto, las búsqueda de vida en Marte -y en otros mundos- continúa, y ha recibido impulso gracias al prematuro anuncio de las “pruebas de vida en Marte”, hecho por el geoquímico David S. McKay. Aunque muchos han criticado la prisa con que McKay dio a conocer sus “hallazgos”, comparándolo incluso con el chasco-fraude científico de la fusión fría, lo cierto es que la posibilidad de vida, aunque fuera microscópica y extinta, en el vecino planeta dio un impulso muy necesario al interés de la nasa en la exploración espacial.

Sin embargo, también hay un lado negativo: muchos investigadores de la vida extraterrestre han comenzado a hacer suposiciones poco sólidas sobre la gran posibilidad de hallar vida en otros mundos sólo porque hay condiciones similares a algunos medios terrestres en los que existen seres vivos. Continuaremos hablando de este tema.

20 de agosto de 1998

Aborto

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en agosto de 1998)


La discusión de moda últimamente es, sin duda, y quizá por encima de la del fobaproa, lo de Chiapas y la designación del nuevo embajador gringo, la que se ha dado sobre el aborto. La única diferencia -y la razón por la que elegí hablar hoy de ese tema- es que sobre el aborto, a diferencia de las otras cuestiones, la ciencia tiene algo que decir.

Hagamos un breve recuento de la situación. Todo el problema comenzó cuando algún tipo de célula, que durante millones de años se había venido reproduciendo por bipartición, decidió cambiar de método y colaborar con otra de la misma especie para, mezclando sus genes, lograr una mayor diversidad genética. El resultado fue no sólo una mayor versatilidad en las respuestas que sus descendientes pudieron ofrecer a los retos del ambiente (lo que el filósofo Karl Popper llamaba los “problemas” que el ambiente plantea a los seres vivos), sino que la evolución del nuevo organismo “sexual” podía ser más rápida.

Así es: el sexo, lejos de ser una fuente de pecado diseñada especialmente para hacer sufrir a las almas débiles y poner a prueba a los aspirantes a santidad, es la forma que tiene la naturaleza para acelerar la evolución de los seres vivos (si insiste usted en ser antropocentrista, ponga aquí “la madre naturaleza”). Incluso quienes pensábamos que el objetivo del sexo era producir placer nos vemos forzados a aceptar que todas esas sensaciones maravillosas no son sino accesorios de lujo con los que la naturaleza nos manipula -como corresponde a toda madre que se respete- por nuestro propio bien. En este caso, para garantizar que nuestros egoístas genes sobrevivan y sigan transmitiéndose de generación en generación.

A partir de la aparición del sexo, los órganos, instintos y demás infraestructura biológica necesaria para garantizar la reproducción de los individuos continuaron evolucionando. En algún momento a lo largo de nuestra rama del frondoso árbol evolutivo, aparecieron comportamientos y formas de relación asociados al sexo. De ahí a la aparición del amor y el deseo, así como de tabúes, mitos y prohibiciones no hay un gran trecho. Queda el misterio de cómo algo que originalmente servía para garantizar la supervivencia de las especies puede llegar a convertirse en una gran fuente de angustia, represiones e infelicidad para tantas personas (en parte gracias al catolicismo, religión para la que, por algún motivo, todo lo relacionado con el sexo es aborrecible).

Bueno: una vez existiendo el sexo y el ser humano, algunas veces ocurre que una mujer queda embarazada sin desearlo. ¿Qué hacer? Tal vez es demasiado joven y tiene planes que se frustrarían si tiene al bebé; tal vez el padre ha desaparecido, dejándola sola con “su” problema. Tal vez no tiene dinero, y sabe que si nace, su hijo sufrirá hambre y tal vez muera. Tal vez fue violada y el odio que siente hacia su agresor le impide relacionarse con el nuevo ser que se desarrolla en su interior. En todos estos casos, el aborto es una alternativa que nuestra mujer considerará, independientemente de lo que le hayan enseñado y de lo que opine la moral cristiana.

¿Cuáles son las razones para oponerse a que esta mujer aborte? En dos excelentes artículos publicados en la revista Ciencias, en un número dedicado al aborto (no. 27, julio de 1992) el embriólogo Horacio Merchant, del Instituto de Investigaciones Biomédicas, hace algunas afirmaciones al respecto. En primer lugar, la posición antiabortista considera que la vida del “nuevo ser” comienza a partir de la fecundación, es decir, cuando el espermatozoide se une al óvulo para formar el cigoto.

La elección de esta etapa, sin embargo, es bastante arbitraria: embriológicamente no puede considerarse que un óvulo fecundado sea un ser humano. En todo caso, habría que esperar a la aparición de algunas de las características que lo definen como tal -particularmente la maduración del sistema nervioso central- antes de otorgarle derechos. (Recordemos que muchas veces, en los debates sobre el aborto, se considera que los derechos del embrión o feto, “inocente y libre de pecado”, son incluso más importantes que los de la madre, a quien se considera, de forma implícita, “culpable” de su estado. Una de las características de la intolerancia, a diferencia del pensamiento democrático, es que tiende a culpar a los individuos de las desgracias que les suceden.)

¿Cuándo un ser comienza a ser humano? ¿En el momento en que comienza a vivir? Tanto el espermatozoide como el óvulo están vivos desde antes de la fecundación, y pueden potencialmente dar origen a un ser humano. De hecho, en ciertas condiciones el óvulo puede por sí mismo dar origen a un ser completo sin ayuda del espermatozoide, fenómeno conocido como partenogénesis. En palabras de Merchant, “cabe preguntarse que, si el óvulo posee individualidad y toda la capacidad para desarrollarse como un nuevo individuo, ¿a partir de qué etapa es válido impedir que se desarrolle?”. Tomando en cuenta esto, no sólo toda forma de anticoncepción, sino la menstruación misma -un proceso totalmente natural- podría considerarse “inmoral”, al matar una célula que potencialmente podría convertirse en un ser humano. Resulta, digamos, difícil defender esta posición.

¿Podríamos entonces considerar que el nuevo individuo comienza a existir cuando adquiere conciencia? Esto sucede en una etapa bastante avanzada del embarazo, si no es que después del nacimiento. Nadie aceptaría un aborto en etapas tan avanzadas (además de que es peligroso).

¿Podría tomarse como parteaguas el momento en que madura el sistema nervioso ¾sitio donde se asentará la conciencia? Esto sucede aproximadamente a las diez u once semanas de la gestación, cuando se forman las sinapsis -uniones- entre las células nerviosas del embrión (pues antes de ello no puede hablarse realmente de sistema nervioso). Pero, otra vez, el embarazo está ya avanzado.

Como se ve, el problema es complejo. Lo que parece quedar claro es que tomar el momento de la fecundación como el inicio de la vida de un nuevo individuo no se justifica.

Nótese que hasta aquí no ha habido necesidad de hablar del “alma”, el “espíritu” ni nada que se le parezca. Esto es porque la ciencia no necesita de esos conceptos. Por feo que suene, la ciencia es una disciplina materialista. Esto quiere decir que sólo se ocupa del universo físico, aquel al que podemos tener acceso por medio de los sentidos. Presuponer, como lo hace la moral católica, que un cigoto fecundado debe gozar de la dignidad de ser humano, al menos en potencia, es una posición difícil de sostener. En particular porque se apoya en la suposición (creencia) en la existencia de un alma que habita el “cuerpo” (difícilmente puede llamársele así a un óvulo fecundado, pero en fin…) a partir del momento de la fecundación. ¿Qué pasa con los que no somos católicos y no creemos en dios ni en la existencia de un alma? ¿Debe la ley (y la vida de las mujeres que se ven orilladas a abortar) depender de una creencia religiosa?

A partir de la valiente propuesta del secretario de salud, Juan Ramón de la Fuente, y de la reacción en contra promovida por la derecha católica, en especial por el grupo provida (¿prosida?), varios académicos e intelectuales, junto con el Grupo de Información en Reproducción Elegida (gire) se han dado a la tarea de promover y apoyar el debate sobre la legalización del aborto. En mi opinión, es una discusión necesaria y urgente. Aunque es difícil que el voto de la mayoría de la población apoye el cambio, se habrá al menos iniciado la discusión y la concientización, con lo que en unos años, si la labor continúa, podrá contarse con suficiente a poyo para modificar la ley. Lo invito a usted, amable lector, lectora, a participar informándose y formando su propia opinión.

(Por cierto, hablando de la revista Ciencias -excelente publicación trimestral de la facultad del mismo nombre-, le recomiendo ampliamente el número de julio de 1992, mencionado anteriormente. En él hallará, además de los artículos sobre el aborto, otro excelente dedicado a la divulgación de la ciencia y una traducción de la “modesta propuesta” de Jonathan Swift, en la que me inspiré para mi colaboración del número pasado de humanidades.)

5 de agosto de 1998

Dos modestas propuestas

(con un saludo para Jonathan Swift)

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 5 de agosto de 1998)
(reimpreso en
La jornada, 21 de septiembre de 1998)

Últimamente mis artículos en Humanidades han estado llenos de quejas, lo cual no me tiene muy satisfecho, pues mi propósito inicial con estas colaboraciones era hablar de relaciones placenteras entre los mundos de la ciencia y las humanidades. Pero eso se acabó. Hace unos días tuve la fortuna de leer una nota en el periódico (Crónica, 16/junio/98) donde se presentan las opiniones de Sergio Reyes Luján, coordinador de vinculación de nuestra universidad, y eso hizo que se me abrieran los ojos y por fin viera la luz.

El funcionario indica que “los institutos de investigación de la unam no pueden seguir justificando el presupuesto asignado a esta área ‘con un simple número de cifras de publicaciones internacionales’ ” (y yo, tonto de mí, que creía en la importancia de la evaluación por pares como criterio de validez científica). En vez de eso, y debido a que “actualmente se vive una brutal competencia como consecuencia de la globalización[...] la unam debe abrir sus laboratorios para que el ingeniero y el investigador de la empresa hagan lo que se necesita para que sean aún más competitivos” (sic).

¡Y yo que pensaba que lo que había que hacer con los institutos y laboratorios era seguir produciendo conocimiento científico! Pero ahora, con la transferencia de los dos buques oceanográficos del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología a la Coordinación de Vinculación, y el anuncio de que se buscará rentar el estadio universitario para conciertos y se planea cerrar el resto de las tiendas unam, me queda claro hacia dónde debemos movernos.

En vista de esto, y porque siento que mi nueva iluminación me permite ver con claridad lo que otros tal vez todavía no han podido percibir, quiero hacer dos propuestas para permitir que la unam, y en especial sus institutos de investigación, cumplan mejor con los nuevos objetivos que la globalización nos impone.

Paso, pues, a enunciar mis dos propuestas para la unam del año 2000:

1) En primer lugar -y ya que en la cámara de diputados se están dando pasos en este sentido- propongo que se modifique la ley orgánica de la universidad para añadir una nueva función sustantiva, la cual será definida como primordial y a la cual estarán sujetas las otras tres (que como se recordará son la enseñanza, la investigación y la difusión de la cultura). Esta función es la obtención de un margen de ganancias comparable con el de cualquier otra empresa del ramo (léase universidades privadas, aunque tal vez podría aspirarse a tener las ganancias de una cadena de supermercados).

2) Como segundo paso en la eficientización de nuestra alma mater, y para mejor vincularnos con la sociedad a la que servimos, sería deseable eliminar gastos inútiles. Y nada más adecuado aquí que cerrar una serie de los llamados “institutos de investigación” que únicamente funcionan como torres de marfil que no cumplen función alguna de producción de bienes o servicios que beneficien a la sociedad (y que, desde luego, puedan cobrársele adecuadamente).

Entre los institutos que pienso que podrían cerrarse sin mayor trámite ni averiguación están (me limitaré a los del área científica, que es la que conozco mejor, pero invito a los lectores a proponer una lista similar para el área de humanidades): el de Matemáticas (a nadie le gustan y no parecen ser productivas en términos económicos), Astronomía (¡basta ya de estar mirando a las estrellas cuando tenemos tantos problemas aquí abajo!), Fisiología Celular (si en todo este tiempo no han podido hallar una cura contra el cáncer, el sida o el envejecimiento, seguramente no lo harán nunca, y ultimadamente, ¿por qué seguir criando bacterias, levaduras o ratas?), Biomédicas (al fin y al cabo ya explotó, y costaría más caro reconstruirlo que simplemente cerrarlo), Biología (creo que sólo tienen colecciones de plantas y de conchas) y Física (¿alguien sabe para qué sirve? Desde luego, no van a descubrir una nueva teoría de la relatividad).

Entre los institutos que podrían salvarse están el de Ingeniería, el de Química y el de Biotecnología, que pueden realizar investigaciones patrocinadas por grandes empresas como ica o por laboratorios farmacéuticos. En la rayita se quedarían algunos como Matemáticas Aplicadas, Materiales o Ecología, pues no está claro si sus servicios puedan venderse.

Pero, desde luego, no estoy proponiendo que los institutos económicamente improductivos se cierren y ya: con un poco de ingenio se pueden hallar nuevos usos para sus instalaciones. Las bibliotecas podrían conservarse para ser usadas ¾mediante módicas cuotas¾ por los estudiantes (la de Fisiología Celular es mi favorita). En Astronomía tienen telescopios que pueden rentarse a grupos de muchachos (o a parejas enamoradas) para ver la luna y las estrellas. El Instituto de Física tiene un acelerador de partículas que podría ser el atractivo central de una gran discoteca (propongo un nombre como “Technobar Rayos Cósmicos”). Y muchos otros institutos tienen salas de conferencias que podrían adaptarse para fiestas de quince años y banquetes de bodas.

Tal vez haya quien esté en desacuerdo con mis ideas, pero me permito recordarles que estamos en tiempos de vacas flacas, y que cuando el hambre apremia, hay que abandonar lo importante y concentrarse en lo urgente. En otras palabras, si lo que está en juego es nuestro alimento de cada día, conceptos obsoletos como la dignidad y los ideales salen sobrando (y ni hablar del amor al conocimiento o la cultura). Sólo pido que, si mis ideas son aprovechadas, se me dé el crédito correspondiente y una compensación en efectivo.

25 de junio de 1998

Dos visiones de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en junio de 1998)


Desde que comencé a colaborar en Humanidades, esta columna -de aparición últimamente más irregular de lo que yo quisiera-, se llamó “Las dos culturas”, tratando de hacer honor a la clásica (y trágica) distinción que hace C. P. Snow entre cultura humanística y científica. Sin embargo, leyendo la Gaceta unam (1°/junio/97) encontré un ejemplo de cómo incluso dentro de la “cultura científica” pueden encontrarse distintos enfoques.

A principios de junio se publicaron dos notas en la Gaceta que me llamaron la atención. En ambas se hablaba de ciencia, aunque con distintos enfoques y temas distintos. Su lectura me hizo reflexionar en cómo una misma actividad puede verse de formas tan distintas.

La primera nota reproducía declaraciones de Francisco Bolívar Zapata, coordinador de la investigación científica de nuestra universidad. Entre otras cosas, el doctor Bolívar -destacado biólogo molecular y fundador del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, hoy Instituto de Biotecnología- afirma que la comunidad científica en México es de una gran calidad, aunque mucho menor de lo que debería ser para... -y aquí es donde comienzan a aparecer algunas dificultades- para “que la masa crítica de investigadores mexicanos pueda empezar a tener una participación efectiva en la solución de problemas importantes”.

¿Cuáles son esos problemas importantes? Podría suponerse que, ya que se habla de investigadores científicos, los problemas que tendrían que resolver serían, asimismo, problemas científicos. Pero no. Más adelante en la misma entrevista, Bolívar habla del “desarrollo de tecnología e investigación en la industria”. También menciona el posible establecimiento de “proyectos universitarios de investigación, orientados a la solución de problemas en diferentes sectores, en los cuales participen empresas y dependencias gubernamentales y privadas que brinden apoyo financiero”.

Finalmente, en relación con la modernización de los planes de estudio, habla de que “sin una investigación de alta calidad, será imposible la formación de recursos humanos competentes, y mucho menos aspirar a participar en la solución de muchos de los problemas que afectan al desarrollo del país”.

Cualquiera que conozca el Plan de Desarrollo 1997-2000, de la unam (mejor conocido como “Plan Barnés”) reconocerá en el discurso de Bolívar la misma visión utilitarista y mercantilista (no puedo resistir decir “neoliberal”) de la ciencia que ha caracterizado, desgraciadamente, las acciones de nuestro actual rector. Visión que considera a la ciencia como generadora de soluciones para problemas industriales, sociales, nacionales, y finalmente como generadora de recursos económicos, en vez de lo que realmente es: una generadora de conocimiento (el que, claro, posteriormente puede aplicarse, bien o mal).

Es como si dijéramos que, como no hay suficiente dinero, se tendrá que poner a trabajar a los investigadores científicos para que dejen de hacer investigación “básica”, improductiva desde el punto de vista económico y busquen la forma de ganar, cuando menos, suficiente dinero para seguir manteniendo la infraestructura científica.

El segundo artículo que encontré en la Gaceta fue una entrevista con la astrónoma Julieta Fierro, divulgadora de la ciencia recientemente galardonada con el premio Klumpke-Robert de la Sociedad Astronómica del Pacífico.

Ahí Julieta menciona que “en los países más poderosos la divulgación de la ciencia es una actividad importante que premian y consideran fundamental. Habría que hacer lo mismo en nuestro país.”

Aunque en lo personal no estoy de acuerdo con algunas de sus propuestas, como la de otorgar estímulos de productividad en esta área” (considero que lo peor que le podría pasar a la divulgación es burocratizarse para tener que producir a cambio de “bonos”, como les ha sucedido a los investigadores con el sni), coincido perfectamente en la meta que Julieta fija para la divulgación de la ciencia: “hacer que la divulgación forme parte de la cultura del país”.

Pero sobre todo, Julieta afirma -muy correctamente- que “hacer difusión científica es una de las mejores formas que tiene la universidad para retribuir a la sociedad lo mucho que ella nos ha dado”.

En resumen: una visión es la de usar a la ciencia para ver qué le podemos sacar a la sociedad -y en el extremo, hacer sólo la ciencia que podamos venderle a la sociedad. La otra es ver cómo podemos retribuir a la sociedad haciendo que la ciencia se integre a su cultura.

Me podrán decir que la visión de Julieta es idealista y pasada de moda, y que la de las autoridades es moderna y acorde con la realidad nacional (e internacional, en estos tan sobados “tiempos de globalización”). Pero no importa: tengo muy claro con cuál me quedo.

10 de junio de 1998

Apología del divulgador de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 10 de junio de 1998)


Quienes nos dedicamos a la divulgación de la ciencia tenemos claras algunas cosas. Una es que la ciencia es atractiva, interesante e intelectualmente estimulante. Es placentera. Por eso nos gusta: nos gusta conocerla y compartirla.

Otra de las cosas que tenemos claras es que la ciencia es útil e importante para la sociedad. Muchos avances tecnológicos, médicos y de otros tipos se han producido como consecuencias directas de avances científicos. Para tener una industria sana y -exagerando un poco- una economía creciente, es necesario tener ciencia, tanto básica como aplicada. Y para tener ciencia hay que tener científicos. Y para tener científicos, la gente tiene que saber que la ciencia es atractiva, interesante e intelectualmente estimulante. Y que es útil e importante para la sociedad. Todo esto es precisamente el papel de los divulgadores de la ciencia: comunicar a la sociedad el placer y la importancia de la ciencia.

Pero -y esta es una tercera cosa que los divulgadores sabemos, aunque algunas veces no queramos reconocerlo- es que no es por eso por lo que nos gusta compartir la ciencia: lo hacemos por que es asombrosa, placentera, interesante y apasionante.

Por otro lado, la ciencia constituye un sistema de conocimientos que es coherente, racional, lógico: cualquiera puede llegar a entender por qué los científicos hacen las afirmaciones que hacen, pues éstas se deducen -deben poder deducirse- lógicamente de las premisas. Cuando un científico dice que ha hallado una explicación para un fenómeno, no se trata de que le haya puesto un nombre, o la haya inventado. No: si de verdad se trata de un investigador científico, tendrá que haberse informado sobre las ideas, teorías y experimentos que se han hecho en relación con el fenómeno de que se trate, y la explicación que presente tendrá que estar sustentada en experimentos y ser coherente -es decir, no contradecir- las teorías aceptadas al respecto. (También podría suceder que el investigador en cuestión planteara una manera totalmente nueva de interpretar la realidad: que desatara una revolución científica, pero esa, como dice el dicho, es otra historia.) Compárese esto con, por ejemplo (y sin afán de ofender a nadie), cuando en el catecismo se nos dice que dios es tres personas en una, y que esto se tiene que creer aunque no se pueda entender, porque es dogma.

Esta cualidad que tiene la ciencia de ser racional y lógica -de ser entendible- hace que también sea una de las aventuras intelectuales más placenteras que un ser humano puede emprender. No necesariamente haciendo ciencia: basta con conocerla, estudiarla, descubrirla, interpretarla, disfrutarla. Por eso muchos de los que nos dedicamos a la divulgación de la ciencia tenemos también la secreta convicción de que es una pena -casi diría un pecado- que tanta gente pierda su tiempo estudiando y haciendo caso de creencias y supersticiones tan burdas como la astrología, la búsqueda de ovnis tripulados por extraterrestres, las buenas y malas “vibras” provenientes de cristales de cuarzo, y muchas otras. Nos gustaría lograr transmitir nuestro sentimiento de que la ciencia es mucho más gratificante e interesante que eso, y que no es justo que personas dotadas de una inteligencia que es producto de millones de años de evolución por selección natural la malgasten -y malgasten su vida- esperando señales de los astros o de una baraja.

Pero hasta ahora he estado hablando de “ciencia” y “científicos” como si todos estuviéramos de acuerdo en qué significan estas palabras. Y no siempre está tan claro. El diccionario de la Real Academia, por ejemplo, nos dice que ciencia es “el conocimiento cierto de las cosas, sus principios y causas”, pero también el “saber, erudición... habilidad, maestría en el conocimiento de cualquier cosa”. O sea que la pretensión de los científicos modernos de que “ciencia” sólo puede ser lo que ellos hacen (la física, la química y la biología) no está para nada justificada. Originalmente, ciencia quería decir “saber”. (Por cierto, aquí cabría preguntar: ¿la ciencia es lo mismo que la información científica? ¿O es que la ciencia es la actividad que realizan los científicos? ¿Es la ideología que comparten? ¿Qué entendemos realmente por “ciencia”?)

Cuando los científicos naturales se apropian de la palabra están haciendo lo mismo que los súbditos del tío Sam cuando se apoderan del toponímico “americano” para usarlo sólo como sinónimo de “nacido en los eua”. Con trabajos le dan la graciosa concesión a la historia, la antropología, la sociología, la economía, la arqueología y no sé cuántas otras de aspirar a ser “ciencias sociales”. Como si necesitaran el calificativo de “ciencias” para ser respetables. Como si “humanidadesno fuera un término igual de prestigioso y mucho más adecuado.

Un científico, por su lado es -siempre según la academia- “el que se dedica a una o más ciencias”. Pero, ¿es lo mismo un científico que un investigador científico? ¿Puede alguien que tenga formación científica y trabaje utilizando la información científica, aunque no la produzca, aspirar a llamarse “científico”? No, según los autoproclamados dueños de la ciencia. Sí, si nos atenemos a una definición amplia, como la del diccionario.

De modo que quienes nos dedicamos a la divulgación de la ciencia, que la amamos porque conocemos su interés, su utilidad y su belleza, que queremos compartirla y ayudar a que se extienda, crezca y se desarrolle, podemos con todo derecho aspirar a llamarnos científicos. Al igual que quienes la enseñan. No “investigadores científicos”, pero sí “trabajadores de la ciencia”. En particular, prefiero el término que en México hemos venido utilizando, y que me parece mejor que el “vulgarizador” de los franceses o el “popularizador” de los gringos: divulgadores de la ciencia o, por qué no, divulgadores científicos.


5 de junio de 1998

Dos visiones de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en junio de 1998)


Desde que comencé a colaborar en Humanidades, esta columna -de aparición últimamente más irregular de lo que yo quisiera-, se llamó “Las dos culturas”, tratando de hacer honor a la clásica (y trágica) distinción que hace C. P. Snow entre cultura humanística y científica. Sin embargo, leyendo la Gaceta unam (1°/junio/97) encontré un ejemplo de cómo incluso dentro de la “cultura científica” pueden encontrarse distintos enfoques.

A principios de junio se publicaron dos notas en la Gaceta que me llamaron la atención. En ambas se hablaba de ciencia, aunque con distintos enfoques y temas distintos. Su lectura me hizo reflexionar en cómo una misma actividad puede verse de formas tan distintas.

La primera nota reproducía declaraciones de Francisco Bolívar Zapata, coordinador de la investigación científica de nuestra universidad. Entre otras cosas, el doctor Bolívar -destacado biólogo molecular y fundador del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, hoy Instituto de Biotecnología- afirma que la comunidad científica en México es de una gran calidad, aunque mucho menor de lo que debería ser para... -y aquí es donde comienzan a aparecer algunas dificultades- para “que la masa crítica de investigadores mexicanos pueda empezar a tener una participación efectiva en la solución de problemas importantes”.

¿Cuáles son esos problemas importantes? Podría suponerse que, ya que se habla de investigadores científicos, los problemas que tendrían que resolver serían, asimismo, problemas científicos. Pero no. Más adelante en la misma entrevista, Bolívar habla del “desarrollo de tecnología e investigación en la industria”. También menciona el posible establecimiento de “proyectos universitarios de investigación, orientados a la solución de problemas en diferentes sectores, en los cuales participen empresas y dependencias gubernamentales y privadas que brinden apoyo financiero”.

Finalmente, en relación con la modernización de los planes de estudio, habla de que “sin una investigación de alta calidad, será imposible la formación de recursos humanos competentes, y mucho menos aspirar a participar en la solución de muchos de los problemas que afectan al desarrollo del país”.

Cualquiera que conozca el Plan de Desarrollo 1997-2000, de la unam (mejor conocido como “Plan Barnés”) reconocerá en el discurso de Bolívar la misma visión utilitarista y mercantilista (no puedo resistir decir “neoliberal”) de la ciencia que ha caracterizado, desgraciadamente, las acciones de nuestro actual rector. Visión que considera a la ciencia como generadora de soluciones para problemas industriales, sociales, nacionales, y finalmente como generadora de recursos económicos, en vez de lo que realmente es: una generadora de conocimiento (el que, claro, posteriormente puede aplicarse, bien o mal).

Es como si dijéramos que, como no hay suficiente dinero, se tendrá que poner a trabajar a los investigadores científicos para que dejen de hacer investigación “básica”, improductiva desde el punto de vista económico y busquen la forma de ganar, cuando menos, suficiente dinero para seguir manteniendo la infraestructura científica.

El segundo artículo que encontré en la Gaceta fue una entrevista con la astrónoma Julieta Fierro, divulgadora de la ciencia recientemente galardonada con el premio Klumpke-Robert de la Sociedad Astronómica del Pacífico.

Ahí Julieta menciona que “en los países más poderosos la divulgación de la ciencia es una actividad importante que premian y consideran fundamental. Habría que hacer lo mismo en nuestro país.”

Aunque en lo personal no estoy de acuerdo con algunas de sus propuestas, como la de otorgar estímulos de productividad en esta área” (considero que lo peor que le podría pasar a la divulgación es burocratizarse para tener que producir a cambio de “bonos”, como les ha sucedido a los investigadores con el sni), coincido perfectamente en la meta que Julieta fija para la divulgación de la ciencia: “hacer que la divulgación forme parte de la cultura del país”.

Pero sobre todo, Julieta afirma -muy correctamente- que “hacer difusión científica es una de las mejores formas que tiene la universidad para retribuir a la sociedad lo mucho que ella nos ha dado”.

En resumen: una visión es la de usar a la ciencia para ver qué le podemos sacar a la sociedad -y en el extremo, hacer sólo la ciencia que podamos venderle a la sociedad. La otra es ver cómo podemos retribuir a la sociedad haciendo que la ciencia se integre a su cultura.

Me podrán decir que la visión de Julieta es idealista y pasada de moda, y que la de las autoridades es moderna y acorde con la realidad nacional (e internacional, en estos tan sobados “tiempos de globalización”). Pero no importa: tengo muy claro con cuál me quedo.

15 de abril de 1998

Creacionismo, evolución... ¿y qué es la selección natural?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 15 de abril de 1998)


Mi amigo Jorge Vasconcelos, quien colabora también en las páginas de Humanidades con artículos relacionados con la computación, me ha reclamado en varias ocasiones que ocupe yo el espacio de una columna de ciencia para hablar de otros temas, como la política científica. Tiene razón -aunque hago la aclaración de que en “Las dos culturas” trato de hablar de temas de cultura científica. Por ello, hoy quiero tratar un tema claramente científico: la evolución por selección natural, “la peligrosa idea de Darwin”, en palabras de ese magnífico filósofo de la biología y de la mente, Daniel Dennett.

Hace unos días se realizó en el “campus” d. f. del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (el famoso “Tec”) un debate, nada menos que con el tema “¿creación o evolución?”. Se contó con la participación de un biólogo evolucionista experto en el controvertido tema del origen de la vida, Antonio Lazcano, de la Facultad de Ciencias, y de un teólogo del Tec con estudios en una universidad religiosa de Texas, Jorge Treviño Ríos.

El debate apareció comentado en al menos un diario nacional, y yo mismo ya hablé del tema en otro sitio, por lo que no me detendré demasiado en comentar lo que ahí sucedió. Más bien, lo superficial de los argumentos (y los conocimientos) del creacionista -que hicieron muy difícil tener un debate, por lo que más bien se trató de un par de conferencias intercaladas, una muy buena y otra muy mala- me hicieron darme cuenta de que muchos de quienes atacan a la evolución no entienden la teoría de Darwin.

Todo mundo hemos oído hablar de “evolución por selección natural”, y hemos escuchado lo de la “supervivencia del más apto”. Esta segunda expresión no la usó Darwin, sino uno de sus seguidores (creo que Huxley), y muchas veces se presta a malentendidos. No porque no sea cierta, sino porque parece evocar la imagen de un individuo, “el más apto”, que le gana a los otros en el juego de la supervivencia.

Y precisamente uno de los grandes problemas para entender cómo funciona la evolución es la dificultad que tenemos para pensar no en individuos, sino en poblaciones. Este problema, señalado por Ernst Mayr, no lo enfrentan sólo quienes estudian biología (o los creacionistas que intentan estudiar evolución), sino que fue uno de los escollos que retrasó el desarrollo de las modernas teorías evolutivas.

Para entender cómo la idea de población es central para el concepto de evolución, veamos la definición que proporciona José Sarukhán en Las musas de Darwin: evolución es el cambio en las frecuencias génicas de una población.

¿Qué quiere decir esto? Pues simplemente que cuando en una población, digamos de humanos, la frecuencia con que encontramos ciertos genes aumenta o disminuye, se dice que esa población (que puede ser la totalidad de una especie o un subconjunto de la misma) está evolucionando. O lo que es lo mismo, cambiando.

Supongamos que en nuestra población de humanos comienzan a aparecer (como resultado de mutaciones al azar) algunos individuos con, por ejemplo, seis dedos en las manos. Si esta característica les confiere alguna ventaja, como defenderse mejor de sus enemigos, o gustarle más a las hembras, es probable que los hijos de estos individuos, si heredan sus seis dedos, serán también más exitosos, al igual que sus hijos, y así. Al final, el resultado es que el número de individuos de seis dedos en la población habrá aumentado. O lo que es lo mismo: la frecuencia con la que el gen mutante de seis dedos aparece en la población habrá aumentado. Al paso de miles de años, la especie humana puede haberse convertido en algo nuevo: unos seres de seis dedos.

Por supuesto que mi ejemplo es una simplificación exagerada. Pero sirve para mostrar que no se necesitó de un “diseñador inteligente”, sino únicamente de la selección natural (otra expresión ligeramente desafortunada, pues nos hace pensar en que, si hay selección, debe haber un “seleccionador”). La “selección natural” no es sino una forma de expresar el hecho de que los individuos cuyas diferencias genéticas les dan alguna ventaja sobrevivirán más fácilmente, y sus hijos también, por lo que su presencia en la población irá aumentando hasta que la totalidad de la población haya cambiado: haya habido una evolución. Donde había una especie ahora hay otra.

Tal vez usted, lector o lectora, tenga alguna ligera dificultad en entender los conceptos anteriores, que requieren poner un poco de atención (además de mis limitaciones como comunicador). Pero los creacionistas no entienden estas ideas en absoluto. No las entienden nadita (o se niegan a entenderlas). Prefieren seguir diciendo tonterías como que Darwin afirmaba que los monos se convirtieron en hombres y en preguntar, como le preguntó Jorge Treviño a Antonio Lazcano, si “había visto a algún simio transformarse en humano”. La evolución no ocurre en individuos ni en tiempos cortos: requiere de miles o millones de años, y sólo puede detectarse si estudiamos poblaciones.

11 de marzo de 1998

Ciencia vs. utilitarismo

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 11 de marzo de 1998)

En mi colaboración anterior comentaba sobre la actual moda de “vincular” todo en nuestra universidad y cómo esto puede desviar los propósitos de algunas de las actividades más importantes de nuestra casa de estudios. Hoy quisiera ampliar algunos puntos relacionados con este tema.

La moda de la vinculación no parece ser exclusiva de la universidad, pues la palabra ya se oye mencionada por funcionarios del gobierno capitalino y del federal. Como ya dije, creo que es una manifestación de la tendencia económica neoliberal que padecemos desde el sexenio pasado. La tendencia a “vincular” es un poco como esos programas gerenciales basados en los dudosos conceptos de “excelencia” y “calidad total”. El principio no está mal, pero presupone que las cosas son ineficientes y que no sirven bien a la sociedad. Esto no siempre es cierto.

En el caso de la unam esta visión resulta especialmente inadecuada. La universidad siempre ha estado relacionada estrechamente con la sociedad mexicana y la ha servido con eficacia. Claro, muchas cosas pueden hacerse mejor, y pueden hacerse muchas cosas nuevas que serían muy útiles, pero no siempre la mejor manera de hacer esto es pensar en cuánto dinero vamos a ganar con ello o cuánto nos vamos a ahorrar. En una entidad eminentemente académica y cultural, como deben ser todas las universidades, los criterios económicos deben ser secundarios. Debería estar claro que una universidad no es una empresa, aunque a veces, cuando oigo declaraciones de funcionarios, ya no estoy tan seguro.

En relación con la ciencia y la investigación científica en la unam, los criterios neoliberales se han manifestado en un resurgimiento de la visión utilitarista de la ciencia, descrita por Ruy Pérez Tamayo, y que consiste en ver a esta actividad como productora de bienes y servicios, en vez de conocimiento. Además de errónea, la visión utilitarista de la ciencia resulta dañina para la ciencia misma, pues por un lado desvía los esfuerzos de los investigadores y los recursos económicos, intentando dirigirlos hacia la solución de “grandes problemas nacionales” que normalmente no pueden ser resueltos por la ciencia, pues tienen fuertes componentes sociales, políticos y económicos. Por otro lado, al no lograrse los resultados esperados, el aparente “fracaso” hace que el apoyo a la ciencia tienda a disminuir, lo cual puede resultar fatal en un país con una ciencia poco desarrollada como el nuestro (porque, a pesar de las declaraciones que aparecen con frecuencia en periódicos y noticiarios, la ciencia en México es joven e inmadura, y la comunidad científica lastimosamente pequeña).

Un triste ejemplo de cómo la visión neoliberal-utilitarista de la ciencia comienza a dañar la investigación en la unam lo experimentaron los estudiantes del posgrado en astronomía del instituto correspondiente: se les avisó, en pocas palabras, que si lo desean pueden continuar con sus estudios, pero que es muy poco probable que sean contratados en un futuro próximo. La universidad, se anunció, no piensa abrir más plazas para investigadores en astronomía.

Ahora bien, el posgrado en astronomía hasta hace unos meses se ufanaba del alto número de estudiantes que formaba. Que repentinamente cambie su posición y anuncie que no se contratará a esos estudiantes cuando estén doctorados y formados como investigadores resulta, en mi opinión, absurdo. ¿Para qué existe entonces ese posgrado? ¿Se espera acaso que los flamantes astrónomos sean contratados por instituciones de provincia, o por la iniciativa privada? Si la caída de los precios del petróleo obliga a la unam, como lo anunció recientemente el rector Barnés, a entrar en austeridad (pero, ¿es que alguna vez no lo ha estado?), ¿cómo les estará yendo al resto de las universidades? Voy a expresar una opinión con la que no estoy de acuerdo, pero que surge lógicamente del examen de las circunstancias: tal vez valdría más cerrar este posgrado durante unos años, hasta que las condiciones cambien y vuelva a tener sentido formar doctores en astronomía en México.

Lo triste de situaciones como esta (aparte de la desesperación que imagino que sienten los estudiantes) es que, por un lado, es probable que el caso de astronomía se repita en otras áreas, lo cual augura tiempos difíciles para la ciencia mexicana.

Por otro lado, queda claro que no se está tomando en cuenta la verdadera utilidad de la ciencia como actividad cultural importante, fortalecedora de la nación y formadora de ciudadanos útiles y preparados.

25 de febrero de 1998

¿Vincular a la UNAM?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 25 de febrero de 1998)

No sé si usted lo haya notado, pero “vinculación” es la palabra de moda este cuatrienio en la unam. Existe (creo -las precisiones burocráticas me dan muuucha flojera) una dirección general de vinculación, y casi todas las dependencias de nuestra querida universidad cuentan con su propia pequeña -o grande- oficina de vinculación.

Bueno, y ¿qué es eso de “vinculación”? Aparte de las desagradables -o ingeniosas, según se vea- derivaciones que puede tener la palabreja (y a ti, ¿ya te vincularon?), parece querer decir algo así como “fortalecer las relaciones con la sociedad”.

O sea que vincular a la universidad con el resto de la sociedad significa hacer que las actividades universitarias redunden en un beneficio más inmediato para toda la población. Pero no entiendo bien. Si pienso en uno de los sectores más amplios de la comunidad, el de los profesores, no veo cómo podrían beneficiar más a la población, excepto siendo cada vez mejores en su labor.

Respecto a los artistas, no sé muy bien cómo podría aplicárseles lo de “vinculación”. Tal vez fortaleciendo la difusión cultural. Como dijo una vez Juan Acha, la sala Nezahalcóyotl tiene una capacidad de (digamos) 2 mil personas, frente a una población de 20 millones en el df. Por ahí del 0.01 por ciento. Hace falta más difusión. Pero la que hay, siempre ha estado al servicio de la sociedad.

En lo que se refiere a los investigadores científicos, las cosas parecen estar más claras. Lo que se quiere es que no sigan encerrados en sus proverbiales torres de marfil. En palabras del rector Barnés, no deben buscar sólo el reconocimiento de sus colegas y la producción de conocimiento; “es necesario también que dicho conocimiento tenga un impacto en la transformación de la sociedad que [los] apoya económicamente” (Gaceta unam, 9 de febrero, p. 5).

Nuestro rector expresó también que “existen tres formas para retribuir al país su inversión en la ciencia: contribuir a la solución de los grandes problemas nacionales; formar cuadros de profesionistas de alta calidad que continúen las investigaciones o bien se incorporen al sector productivo de la sociedad, y poner a disposición de la sociedad el conocimiento científico de forma clara”.

De entrada, nadie podría estar en contra de intenciones tan sensatas. Pero rasquemos un poco para ver qué hay detrás de esta visión. Antes que nada, ¿qué es eso de que, para retribuir al país su inversión, los investigadores deben formar profesionistas que investiguen o se incorporen al sector productivo? ¡Suena como si la investigación fuera una labor improductiva, una especie de parasitismo!

La idea de que la investigación científica debe servir para “resolver los grandes problemas nacionales”, por su lado, ha sido rebatida una y otra vez, en particular por Ruy Pérez Tamayo, quien caracterizó tres visiones de la ciencia. Dos de ellas son erróneas y nocivas: la visión utilitarista y la visión mesiánica de la ciencia, que la consideran, respectivamente, como una productora de satisfactores materiales y económicos o como la fuente de las soluciones a todos los grandes problemas nacionales, sociales, económicos, de salud y hasta políticos y espirituales. La ciencia, nos explica desde hace años Pérez Tamayo, no sirve para producir cosas (esa es la tecnología, con la que no hay que confundirla) ni resuelve ningún tipo de problemas, a no ser problemas científicos. El único producto de la ciencia es el conocimiento. Pedirle cualquier otra cosa es ignorar lo que es y la forma en que funciona.

Todo investigador científico sabe que la verdadera investigación científica no puede ser dirigida. Claro, habrá quien me diga que hay investigadores que buscan objetivos concretos, como hallar la cura para el cáncer o el sida, o lograr la fusión nuclear controlada. Y es cierto, pero esas son líneas muy generales a seguir: quien se encierre en su laboratorio para “hallar la vacuna contra el sida” seguramente se encontrará con muchos otros hallazgos muy interesantes que lo desviarán poco o mucho de su objetivo, pero muy difícilmente encontrará exactamente lo que estaba buscando. Porque está buscando lo equivocado: la ciencia sirve para encontrar conocimiento, no vacunas. Aunque, desde luego, con el conocimiento acumulado después de mucha investigación hecha por muchos científicos, tal vez sepamos qué se requiere para lograr la vacuna apetecida.

En pocas palabras, y como lo dijo Pasteur, “no existe ciencia aplicada: existen aplicaciones de la ciencia”.

La forma correcta de ver a la ciencia, según Pérez Tamayo, es una visión cultural, en la que se la concibe como una fuerza capaz de enriquecer nuestra visión del mundo y transformar la forma en como nos relacionamos con él. Algo así como el arte, sólo que aplicable, a veces con resultados tan útiles como los antibióticos, las computadoras o los plásticos.

La tercera posibilidad mencionada por Barnés para “retribuir al país su inversión”, la de “poner a disposición de la sociedad el conocimiento científico en forma clara” (lo que en mi rancho se llama divulgación de la ciencia), está acorde con la visión cultural de la ciencia. Ello muestra que nuestro rector no ignora el papel de la ciencia como parte de la cultura, y seguramente está dispuesto a defender la importancia de la investigación científica “básica”.

Pero no olvidemos que la universidad no está aislada: no puede sustraerse a las tendencias económicas favorecidas por el gobierno. El resurgimiento de la visión utilitarista que está implícita en la pretensión de “vincular” a la ciencia con la sociedad para dar beneficios inmediatos, y de preferencia económicos, es sólo una manifestación del despiadado neoliberalismo que venimos padeciendo en el país desde hace más de un sexenio. Sólo que a la unam llega con algunos años de retraso.

A reserva de seguir comentando el tema en una próxima entrega, terminaré con esta opinión: la ciencia y las demás actividades de la universidad no necesitan “vincularse” más con la sociedad, pues ya lo están, y en formas mucho más profundas e importantes que la producción de bienes o dinero.