5 de mayo de 2004

¿Una nueva teoría sobre el olfato?

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de mayo de 2004)

La ciencia no es sólo un cuerpo de conocimientos que deban aceptarse dogmáticamente. Se trata, más bien, de una forma de ver el mundo y de adquirir conocimiento confiable acerca de él. Un ejemplo reciente nos muestra cómo, en ciencia, vale más el cómo que el qué: es más importante la forma en que se obtiene conocimiento que el conocimiento mismo que se obtenga, pues éste está siempre sujeto a revisión.

El caso en cuestión tiene que ver con la teoría del olfato. Hoy sabemos mucho acerca de la vista y el oído (sentidos físicos, que detectan, respectivamente, radiación electromagnética y vibraciones mecánicas del aire). Sin embargo, conocemos relativamente poco sobre el tacto (un sentido físico más directo, y que en realidad consta de varios sub-sentidos que detectan, entre otras cosas, vibraciones, temperaturas, texturas y presión). Quizá esto se deba a que, siendo la nuestra una especie eminentemente audiovisual, la investigación sobre el tacto ha recibido menos atención, y por ello este sentido se comprende con mucho menos detalle.

Los sentidos químicos, gusto y olfato, son también muy complejos. El gusto puede subdividirse, dicen los expertos, en la capacidad para percibir 5 sabores: dulce, salado, ácido, amargo y un quinto sabor llamado umami, que es el del conocido conservador de alimentos glutamato de sodio (el que le da su típico e inconfundible sabor a las famosísimas sopas instantáneas Maruchán).

El olfato, por su parte, quizá sea el más complejo de los cinco sentidos. Es capaz de detectar (y distinguir) miles de olores distintos. De hecho, gran parte de lo que percibimos como el sabor de algo es realmente su olor, que llega a las células olfativas de la nariz a través de la conexión que existe entre la parte trasera de la boca y la cavidad nasal.

Gusto y olfato, según la explicación tradicional, aceptada hasta hoy, se basan en el reconocimiento de moléculas por proteínas en la superficie de las células gustativas u olfatorias. En el gusto, el contacto es directo; en el olfato, las moléculas de olor viajan por el aire y penetran en la nariz hasta ponerse en contacto con las proteínas de la membrana externa de estas células. Para cada tipo de molécula, se postula, hay una proteína receptora, en la que encaja como una llave en su cerradura (así funcionan, entre otras, proteínas como las enzimas y los anticuerpos, que también tienen que reconocer a sus moléculas blanco).

Pero hay un problema: a pesar de la capacidad del olfato para discriminar miles de aromas distintos, un estudio hecho en 2001 pudo detectar sólo 347 tipos de proteínas receptoras de olores. Según la teoría llave-cerradura, al menos en su versión más simple, se necesitarían miles, una para cada tipo de olor.

Un investigador italiano, Luca Turin, revivió en los años 90 una vieja teoría, formulada en los 30, que pretende explicar el olfato mediante un principio diferente: que las neuronas olfativas detectan las vibraciones intramoleculares de las moléculas odoríferas.

Como usted, querido lector o lectora, recordará, las moléculas son átomos unidos mediante enlaces químicos. Pero estos enlaces no son rígidos como las varillas que nos muestran en los modelos químicos; son atracciones electromagnéticas entre los núcleos positivos de los átomos y los electrones negativos que giran alrededor de ellos (un poco, con perdón de los lectores divorciados, como dos esposos que ya no se soportan pero que se mantienen unidos por los hijos que comparten...). Debido a esto, los átomos que forman la molécula están constantemente vibrando y girando; acercándose y alejándose. Y es precisamente ese “estiramiento” molecular lo que, según Turin, es detectado por los receptores olfativos (como átomos y electrones portan cargas eléctricas, su movimiento produce ondas electromagnéticas que pueden ser detectadas: así funcionan aparatos como el espectroscopio, que permiten a los químicos averiguar la composición de las moléculas).

Basándose en las ideas de Turin, el escritor Chandler Burr escribió un libro titulado El emperador del olfato, en el que lo presenta como un genio revolucionario que está siendo ignorado por la comunidad científica. El libro despertó la atención de la BBC de Londres, que filmó un documental de gran éxito.

Si hay algo que los científicos odian, porque va en contra del espíritu de su profesión, es ser acusados de “cerrados” y “dogmáticos”. Así que, en vez de sólo descalificar a Turin y sus teorías, decidieron someterlas a prueba. En un número reciente de la revista Nature Neuroscience Andreas Keller y Leslie Vosshall, de la Universidad Rockefeller, publicaron un artículo titulado “Una prueba psicofísica de la teoría vibracional del olfato”.

La labor se facilitó porque el propio Turin había propuesto experimentos clave para distinguir si su teoría vibracional del olfato hacía mejores predicciones que la teoría clásica del reconocimiento molecular. (En esto, Turin actuó como un buen científico, siguiendo los preceptos del filósofo Karl Popper, quien exige que, para ser considerada científica, toda teoría proponga experimentos que, de fracasar, permitan descartarla. Se trata de su famoso criterio de “falsabilidad” para distinguir las ciencias verdaderas de seudociencias como la astrología, que nunca pueden refutarse.)

Los experimentos propuestos por Turin y realizados por Keller y Vosshall fueron sencillos y elegantes: comparar el olor de pares de moléculas que, según la teoría de Turin, deberían oler parecido o diferente, y ver si efectivamente. Para evitar que los experimentadores influyeran sobre la percepción de los sujetos, las pruebas se realizaron –como debe hacerse siempre– con el método de “doble ciego”: ni experimentadores ni sujetos experimentales sabían qué sustancia estaban utilizando en cada caso.

En primer lugar se comparó el olor de una mezcla de guayacol (que huele a humo) y benzaldehído (que huele a almendras) con el de la vainilla. Según la teoría vibracional, las vibraciones moleculares de la mezcla guayacol/benzaldehído se aproximan a las vibraciones de la vainillina, por lo que debían tener un olor semejante. Resultado: negativo. Las docenas de sujetos experimentales fueron incapaces de detectar olor a vainilla en la mezcla, pero identificaron con facilidad la vainillina.

El segundo experimento sometió a prueba la predicción vibracional de que aldehídos (moléculas particularmente olorosas, que le dan, por ejemplo, su olor a muchas frutas) que tienen un número par de átomos de carbono debían oler distinto de los aldehídos que tienen un número non de carbonos. Al oler los aldehídos de distintos tamaños, los sujetos encontraron que la mayor diferencia se daba conforme el número de carbonos aumentaba progresivamente, y no como función del número par o non de carbonos: nuevamente, la predicción vibratoria no se cumple, y el resultado encaja (nunca mejor dicho) con la teoría del reconocimiento llave-cerradura.

El experimento final fue comparar dos moléculas químicamente casi idénticas, pero con vibraciones moleculares muy distintas: acetofenona y acetofenona deuterada (en esta última, todos los átomos de hidrógeno han sido sustituidos por deuterio, primo pesado del hidrógeno). Nuevamente, el resultado fue negativo: los olores fueron indistinguibles.

¿Queda descartada la teoría de Turin? No totalmente, pero está en problemas, pues no cuenta con pruebas a su favor. Los experimentos no prueban tampoco que la teoría llave-cerradura sea correcta: probablemente tendrá que refinarse para poder explicar el funcionamiento detallado del olfato. Pero hasta ahora es la explicación más prometedora.

En resumen, el caso es un ejemplo de buena ciencia: no se descalifican a priori las ideas: se someten a prueba. Si los resultado hubieran sido positivos, no habría más remedio que reportarlos y comenzar a revisar la teoría actual del olfato. En ciencia, las teorías-hijos que son refutadas, por más que nos duela, tienen que ser descartadas.

Aunque hay una última esperanza: “¿Significa esto que nadie en el planeta puede distinguir la diferencia (entre acetofenona normal y deuterada)?” pregunta Vosshall en entrevista. Y responde: “No, y no pudimos hacer la prueba con Luca Turin”. A lo mejor él si puede oler las vibraciones de las moléculas. Luca Turin es casi un buen científico: sólo le falta ser buen perdedor.