1 de agosto de 1997

El amarillismo y el testamento de Carl Sagan

Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en agosto de 1997)



La difusión de la cultura es una labor que a veces parece carecer de sentido. Quienes participamos en ella podemos creer que estamos colaborando a mejorar en algo a nuestra sociedad, pero basta con echar una mirada a nuestro alrededor para ver signos desalentadores.

En la tienda, por ejemplo, recibí el otro día un volante que anunciaba una nueva marca de champú. Viene (según creo haber entendido; las complejidades de la cosmética hacen necesario tener un doctorado) en cuatro presentaciones distintas, acompañadas de sus respectivos cuatro “enjuagues”, una “para satisfacer las necesidades específicas de cada cabello”,. Entre los ingredientes se hallan una multitud de componentes “naturales” que yo creía exclusivos de la cocina, como manzanilla, tomillo, romero, pétalos de rosa y flor de pasión. Hasta ahí, nada extraño; nos tienen acostumbrados a este tipo de mercadotecnia.

Pero lo que me molestó fue ver en la última hoja una sarta de frases en las que se aprovecha el discurso ambientalista y “ecologista”, que supuestamente debería servir para asuntos mas serios, como burdo recurso publicitario: “una experiencia orgánica que protege el medio ambiente”; “utiliza ingredientes derivados de recursos naturales renovables”; “botellas recicladas y reciclables”. Y lo peor; el uso comercial de los prejuicios contra todo tipo de investigación en la que se usen animales: “los productos no fueron probados en animales” (si es así, ¿cómo puede el consumidor estar seguro de que no causan salpullido, caída de pelo o cáncer? ¿Los probaron, acaso, en humanos?); y el odio hacia todo lo “químico” o “artificial” (es decir, para usar un término que se está poniendo de moda, la “quimifobia”): “las hierbas utilizadas fueron cultivadas bajo condiciones orgánicas certificadas, sin sustancias derivadas del petróleo ni pesticidas” (¿es que un buen fertilizante que contenga algún derivado del petróleo debe necesariamente ser dañino? ¿Lo son todos los pesticidas?).

El problema, y lo que a veces descorazona, es darse cuenta de que, no importa cuánta labor se haga para tratar de incorporar la tan debatida “alfabetización científica”, es decir, los conocimientos mínimos que permitan juzgar estas cuestiones y tomar decisiones en forma inteligente (y no basados en lo que “nos late” o lo que leemos en la propaganda), el gran público sigue ignorando la forma en que es manipulado por los intereses comerciales, políticos, religiosos o simplemente supersticiosos.

Otro ejemplo: recientemente, ante la clonación de “Polly”, una segunda oveja escocesa, esta vez “transgénica” a la que se le había incorporado un gen humano con el fin de que su leche contenga una proteína humana de utilidad médica, un obispo mexicano (de esos que aprovechan para tomar el micrófono cada vez que se los ofrecen) declaró que se trataba de “clonaciones diabólicas”. Declaración que, desde luego, fue inmediatamente reproducida a ocho columnas en un diario vespertino.

Nuevamente, estoy seguro de que el declarante no tiene siquiera un conocimiento claro de en qué consiste la técnica que produjo su inquietud.

Otro más: la muerte de Ricardo Aldape Guerra, quien tras 15 años de prisión esperando la pena de muerte en los Estados Unidos fue liberado, sólo para morir en un accidente carretero cuatro meses después, fue anunciada en los mismos periódicos de la tarde con un “Su destino estaba sellado”, o frase semejante. El pensamiento mágico, supersticioso y ¾perdón por la terminología decimonónica¾ retrógrado sigue tan vigente en México (y en el mundo, como puede comprobarse leyendo cualquier revista internacional) como siempre. El pensamiento racional, y especialmente el derivado de algunas de las actividades más elevadas del ser humano, como son la filosofía y la investigación científica, sigue siendo un lujo que a pocos les interesa tener (igual que el buen gusto artístico, y si no que le pregunten a Raúl Velasco).

Terminemos, no obstante, con una nota optimista: leo con mucho gusto que el último libro del gran científico y maestro divulgador de la ciencia Carl Sagan, El mundo y sus demonios (Planeta, 1997) se halla, a pesar de su precio ligeramente elevado, en los primeros lugares de ventas en las librerías. En esta obra, que constituye de hecho su testamento, Sagan hizo su mejor esfuerzo por mostrar que es urgente darnos cuenta de que el pensamiento racional es nuestra única oportunidad. No sólo para no caer en comportamientos tan ridículos como los que he mencionado aquí, sino para garantizar la igualdad, la justicia y la supervivencia de la humanidad. Ver que su libro se vende bien me hace pensar que tal vez no todo está perdido, y que aparte del gozo de poder compartir con otros los que nos gusta, la difusión de la cultura y la divulgación de la ciencia tal vez tengan alguna utilidad para el grueso de la sociedad. Mientras tanto, en vez de ir a ver a la “virgen del metro Hidalgo” o ver a Paty Chapoy recomiendo amplia, muy ampliamente, leer el libro de Sagan. Creo que no sólo vale mucho la pena, sino que es muy necesario.