8 de octubre de 2003

Ciencia: las desventajas del amor romántico (o por qué no tirar a su novia a la basura)

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 8 de octubre de 2003)

A Lilu, que se enamora pero no a lo tonto

A veces, la idea que tenemos de cómo funciona la ciencia es parecida a estar enamorado.

El enamoramiento, dice el conocimiento popular, es un estado extático en que tendemos a ver en el ser amado todas las virtudes posibles, todas las perfecciones. La encarnación del ideal.

Estar enamorado es volverse un tonto feliz; perder por completo el sentido crítico y disfrutar simplemente del placer de embelesarse observando, escuchando, tocando, oliendo y gustando del objeto de nuestro amor. Parecería el estado ideal para cualquiera –y en cierta forma lo es, sin duda–, sólo que tiene un gran inconveniente. El enamoramiento, como tantas cosas en esta vida, tarde o temprano termina.

La vida se vuelve entonces una dura caída desde la nube en que andábamos para terminar estrellarnos en el duro suelo de la triste realidad. Descubrimos que esa persona que idealizábamos es en realidad tan imperfecta como cualquier otro cristiano. Tiene mal carácter; a veces le huele la boca. No es capaz de hacer tantas cosas como esperábamos. A veces es necia, tonta, egoísta. Tiene granos en la cara. Va al baño. En ocasiones suelta flatulencias. Es, en otras palabras, humana.

Cuando a algún querido amigo le pasa esto (o a mí mismo), no me queda otra opción que decir lo que siempre se dice en estos casos: “¿pero qué esperabas?”.

Y en efecto: ¿cómo pudo uno creer que alguien pudiera ser tan perfecto? ¿Cómo podría alguien responder a todas, absolutamente todas, las expectativas de otra persona? La idealización que el enamorado hace del objeto de su amor es una trampa que él mismo se tiende y en la que irremediablemente cae. Y lo peor –y lo mejor también, porque sería terrible estar condenados a gozar sólo una vez en la vida de las delicias del enamoramiento– es que no se aprende: vuelve uno a caer en la trampa una y otra vez. Enamorarse es indudablemente un acto muy poco racional, y es por ello que, aunque la lógica nos prevenga, volvemos a tropezarnos con la misma deliciosa piedra.

¿Y qué sucede con la ciencia? Algo bastante parecido. Cuando uno la descubre, la ciencia fascina porque es un método que promete revelarnos las verdades últimas acerca del universo y la naturaleza. Es fuente de conocimiento cierto, comprobable y objetivo. Tan objetivo que podemos aplicarlo para generar tecnología que funciona. A través de la ciencia, el ser humano se ha ido quitando los sucesivos velos que nublaban su visión para ir avanzando con pie cada vez más firme hacia la comprensión certera de todas las cosas.

Suena maravilloso... sólo que no es cierto. Como un enamorado cuando vuelve a la realidad, quien profundiza un poco más en el conocimiento de qué es la ciencia y cómo funciona descubre cosas que probablemente no le van a agradar, y que amenazan con romper su idilio.

Descubrirá, por ejemplo, según nos enseñan los sociólogos de la ciencia, que los científicos, lejos de ser almas bondadosas que trabajan sólo por el amor al conocimiento y el bienestar de sus congéneres, son feroces competidores en una lucha por la supervivencia. Que forman clubes y mafias que excluyen y atacan a los grupos rivales en la carrera por lograr el descubrimiento, ganar la primicia, acertar en la hipótesis. Que intercambian el conocimiento que producen por el reconocimiento de sus colegas –y el prestigio que lo acompaña, y el dinero y el poder que a su vez acompañan a éste.

Igual que el enamorado que comete el error de visitar a su amada por la mañana y sin previo aviso, descubriéndola sin maquillaje y recién levantada de la cama, quien estudia la filosofía de la ciencia –otra de las disciplinas que ponen la ciencia bajo el domo de observación– hallará grandes y desagradables sorpresas. Que la pretendida objetividad científica es inalcanzable. Que la superioridad de la ciencia sobre otras formas de conocimiento es tan difícil de justificar como la supremacía de unas razas sobre otras inferiores. Que la fe ciega que los científicos tienen en la existencia de un mundo físico regido por leyes regulares es tan imposible de probar como la superioridad de nuestra “media naranja” por sobre todas las otras personas en el mundo.

Y cuídese usted, si ama la ciencia, de escarbar en los tenebrosos pantanos de las relaciones entre ciencia y sociedad. Puede resultar tan arriesgado –y peligroso– como revisar el diario de la persona amada. “El que busca encuentra”, dice el dicho, y al investigar uno halla que la ciencia es una empresa que no sólo no puede existir aislada de la sociedad que la financia y sostiene, sino que obedece a mandatos políticos y económicos que la misma sociedad le impone. Habrá temas que serán impulsados porque así conviene a la ideología dominante; otros serán suprimidos por no convenir a los intereses monetarios o políticos de la clase en el poder. Empresas y gobiernos invertirán dinero y esfuerzo sólo en los campos de investigación que prometan redituar nuevas armas y tecnologías que proporcionen poder.

Y sin embargo, a pesar de todas estas imperfecciones, a pesar de que la imagen pura e impoluta de la ciencia que nos ofrecieron en la escuela haya resultado no ser cierta, sería una lástima renegar de ella. La ciencia tiene algo más, algo que la hace valiosa a pesar y por encima de estos “defectos”.

¿Qué se pensaría de un amante que, al descubrir que su amada (o amado) tiene verrugas, arrugas, canas, malos humores, olores y torpezas –como las tiene todo ser humano– sufriera una desilusión tan grande que lo hiciera desecharla como una muñeca defectuosa? ¿De la chica que rechazara a los príncipes de los que durante un breve rato estuvo enamorada, sólo porque descubre que se trata sólo de simples plebeyos teñidos de azul?

Se pensaría, sin duda, que tales personas viven en un mundo de fantasía, y que probablemente les espera una vida de desilusión y soledad. A menos, claro, que pongan los pies en la tierra y acepten que los humanos son seres imperfectos que y hay que aprender a apreciar lo que tienen de bueno y disfrutable.

La ciencia, en efecto, puede tener verrugas, ser imperfecta, pero eso no demerita su valor como empresa que ha dado al hombre muchos de los frutos más valiosos de su historia. Que le ha revelado algunas de las visiones más fascinantes y bellas acerca del universo –aunque algunas de ellas hayan resultado ser erróneas y hayan sido suplantadas por otras visiones, quizá igual de engañosas.

La ciencia, como los hombres y mujeres que la hacemos, es humana, y por tanto imperfecta. Pero, ¿qué otra cosa hubiéramos podido esperar? El valor de la ciencia no es su perfección, sino la riqueza de la visión que nos presenta. Riqueza, claro, que tenemos que cultivar y redescubrir cada día, como lo hacen los amantes que superan el simple enamoramiento y pasan a la etapa más plácida pero más firme del amor.

Amar a la ciencia por lo que es, sin idealizarla, es quizá una labor difícil para un científico, pero si se logra nos da una visión mucho más profunda y sólida de esta fascinante disciplina.


21 de mayo de 2003

Tecnoamenaza microscópica (o los placeres de la paranoia)

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 21 de mayo de 2003)


Todo comenzó con el anuncio de una mesa redonda sobre nuevas tecnologías. “La convergencia tecnológica: nanotecnología, biotecnología, informática... ¿el futuro de la ciencia?”, anunciaba el cartel. Estaba ilustrado con un fragmento del infierno del famoso tríptico del Jardín de las Delicias, de Hyeronimus Bosch (El Bosco), en el que se observa un humano con cabeza de pájaro y una olla de sombrero, sentado en un trono, que devora a un ser humano mientras defeca a otro dentro de una burbuja. Pero para mí quedaba claro, por lo simbólico de la ilustración, que el tema de la mesa redonda debía ser algo muy peligroso.

El texto que acompañaba a la imagen eliminaba cualquier duda: “Nuevas y poderosas tecnologías con gran potencial militar (como genómica, neurociencias, robótica, informática y la más significativa de todas: la nanotecnología o tecnología atómica [sic]), están siendo desarrolladas principalmente por el gobierno de Estados Unidos, sin que la sociedad tenga prácticamente ninguna información sobre éstas ni sobre sus proyectos. Invitamos a este panel para compartir nuestra investigación sobre estas tecnologías, el contexto en que se desarrollan, y sus posibles consecuencias.”

Decidí asistir, con el fin de enterarme de la versión que el grupo ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) tenía del asunto, y quizá para expresar la opinión de un divulgador de la ciencia (yo).

Por coincidencia, unos días antes un amigo me había enviado una nota periodística muy curiosa: el príncipe Carlos de Inglaterra había convocado a la prestigiosa Royal Society de Londres (la institución científica más antigua del mundo) a debatir los riesgos de la nanotecnología, bajo la impresión de que esta disciplina -que busca producir máquinas de tamaños submicroscópicos (nano se entiende como apócope de nanómetro, la millonésima parte de un milímetro), compuestas por relativamente pocos átomos- podría llegar a crear una especie de virus artificiales que acabaran con la vida en el planeta. La idea es que los científicos y tecnólogos, apoyados por las grandes empresas y el gobierno estadounidense, están tratando de desarrollar nanorrobots capaces de reproducirse a sí mismos, que posteriormente podrían (como tiene que ser, según el canon anticientífico establecido por Frankenstein) salirse de control y apoderarse del mundo.

Pues bien, resulta que la principesca angustia fue causada por la lectura de un documento llamado The big down (traducido extrañamente como “la inmensidad de lo mínimo”), escrito por el activista Pat Mooney y distribuido precisamente por el grupo ETC. La noticia había salido a la luz el día de la mesa redonda, causando curiosidad y risas en la comunidad científica de todo el mundo. Los organizadores de la mesa, sin embargo, no tuvieron empacho en vanagloriarse del “apoyo” que estaban recibiendo del real personaje.

La convocatoria para la mesa, que se realizó en la Facultad de Economía, había sido distribuida ampliamente en la UNAM, así como en los medios de comunicación. Yo esperaba encontrar un discurso relativamente moderado, cauteloso, que tratara de convencer por medio de una historia más o menos creíble.

Lo que me encontré fue exactamente lo opuesto: ciencia ficción pura. No puedo negar que los ponentes contaban con datos bastante precisos, pero la historia que hilvanaban, con base en sus muy peculiares interpretaciones de esos datos, y sobre todo las predicciones que pretendían deducir de ellas, eran tan increíbles como las space operas (novelones tipo Guerra de las Galaxias) que le recetan a los estudiantes de Dianética y Cienciología.

Junto con la historia de la amenaza de la nanotecnología fuera de control (que denominan grey goo, o plasta gris), este grupo, al que netamente puedo denominar anticientífico, propaga la llamada (por ellos) “teoría del pequeño BANG”. Basada en las iniciales de Bit, Átomo, Neurona y Gen (objetos de estudio de las nuevas y peligrosas tecnologías que tanto temen los de ETC: informática, nanotecnología, neurociencias y biotecnología), la “teoría” advierte que el gobierno de los Estados Unidos está promoviendo la fusión de estas cuatro ramas para “garantizar la dominación... tanto militar como económica en el siglo 21”.

¿Por qué es anticientífico el enfoque de este grupo? Después de todo uno podría pensar que simplemente tratan de advertir a la sociedad sobre posibles peligros de las tecnologías futuras.

Pero hay varias pistas que delatan la agenda oculta del grupo. Una es la burda estrategia que usan de cambiar nombres para crear asociaciones negativas (la sigla BANG, por ejemplo, o proponer que a la nanotecnología se la llame “tecnología atómica”).

Otra es su confusión entre ciencia y la tecnología (aunque lo mismo se podría decir del Conacyt...), así como la visión amenazante que tienen de ellas (a diferencia del Conacyt, afortunadamente). En su opinión, la meta de los Estados Unidos es desarrollar los nanorrobots autorreplicantes para poder así ¡manipular las mentes de la gente! La prueba de ello, según ETC, es que se está tratando de desarrollar un mapa de cada neurona del cerebro humano. Matrix combinado con el Big Brother de George Orwell.

Otra pista es la manera tramposa en que argumentan: si algo podría ser peligroso (ciencia ficción), pero no hay datos para evaluar si ese riesgo es realista (ciencia), ETC decide que está comprobado y hay una conspiración para ocultarlo (amarillismo). También liga datos inconexos para crear la ilusión de riesgo, como cuando afirman que las nanopartículas que forman parte de la contaminación causan daño a la salud, y concluyen que la nanotecnología causará daños a la salud.

Pero lo más notorio, a pesar del barniz superficial que presentaban los oradores de la mesa, aparentando ser expertos en ciencia, era su gran ignorancia en cuanto a los temas científicos.

En efecto: a pesar de manejar palabras y conceptos científicos sencillos, los conceptos en los que se basa la visión apocalíptica de ETC contienen graves errores. Uno que ha sido señalado por la prensa mundial es la extraña concepción que tienen de la nanotecnología: parecen pensar que los átomos pueden manipularse como si no estuvieran sujetos a las leyes de la química, formando enlaces unos con otros. Creen que los átomos se pueden manipular como si fueran ladrillos inertes.

He aquí otras perlas que alcancé a pescar durante la mesa:

“Creemos que la nanotecnología va hacia la manipulación subatómica” (como si también electrones y protones se pudieran manejar como ladrillos –las reacciones nucleares vistas como sencillos rompecabezas).

“A escala nanométrica, los átomos de oro son rojos” (a escala nanométrica, el concepto de color pierde sentido. Quizá querían decir que las partículas nanométricas de oro, no los átomos, vistas macroscópicamente, son rojas).

“Los trabajos de los bio-nanotecnólogos (otro invento de ETC) tienden a borrar la diferencia entre lo vivo y lo no vivo” (no es ninguna novedad: desde el advenimiento de la biología molecular se sabe que no hay ninguna “esencia” que distinga a lo vivo de lo inerte, excepto su alto nivel de organización).

“Gracias a la nanotecnología, de basura se podría hacer una hamburguesa” (sólo si se lograra la transmutación alquímica de los elementos, pues una hamburguesa está hecha de elementos distintas que la basura).

El problema con grupos como ETC es que son gente que sabe muy poca ciencia, pero es suficientemente hábil en su discurso como para que su público –que no sabe nada de ciencia– les crea cuando se hacen pasar por expertos.

El discurso amarillista que manejan les asegura amplia aceptación en una prensa cada vez menos dispuesta a dedicar un espacio a la ciencia. Un ejemplo: el periódico La Jornada cuenta entre sus columnistas a Silvia Ribeiro, miembro de ETC y destacada por su furiosa oposición a todo lo que huela a biotecnología, genómica, y ahora nanotecnología, así como por la dudosa calidad de su información “científica”. (Y al mismo tiempo, hace muchos meses que La Jornada suspendió la publicación de su suplemento de ciencia.)

Quienes nos dedicamos a divulgar la ciencia tenemos un compromiso no sólo con compartir con el público los placeres y la importancia de la actividad científica y del conocimiento que produce: también tenemos que señalar los errores y tergiversaciones que grupos como ETC, lamentablemente, difunden en los medios. Después de todo, su verdadero objetivo no parece ser fomentar el bueno uso de la ciencia, sin combatir su desarrollo. ¿Se tratará, después de todo, de una conspiración imperialista para impedir que haya ciencia en otras partes del mundo? (Pero no, en realidad no lo creo: se trata simplemente de una gran dosis de ignorancia combinada con el enemigo de siempre: la tontería.)

23 de abril de 2003

Etiqueta electrónica

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 23 de abril de 2003)


Todo mundo habla de que los adelantos de la ciencia y la tecnología hacen más fácil, segura y agradable nuestra vida. Es un hecho que sin avances como antibióticos, aviones, teléfonos, telas sintéticas, computadoras, automóviles, pañales desechables e infinidad de otros artefactos y productos que usamos diariamente, la vida podría ser, efectivamente, muy difícil.

Lo que nunca se dice son las muchas y sutiles formas en que estos avances logran también, paradójicamente, complicar nuestra existencia y llenar el camino diario de infinidad de piedritas que convierten hasta la actividad más sencilla en una verdadera monserga.

Un ejemplo son esos conmutadores telefónicos computarizados a los que uno se enfrenta, por ejemplo, cuando llama al banco. Para empezar, suponen que uno tiene un teléfono de teclas (tonos). Si se tiene la mala fortuna de mi amiga Estrella, editora de la revista ¿Cómo ves?, quien en cuatro años no ha logrado que cambien el anticuado teléfono de disco de su oficina por un modelo más moderno, la cosa está perdida. La computadora también da por hecho que uno es capaz de memorizar una larga lista de opciones numéricas (“si quiere reportar un robo, marque uno; si no quiere reportar un robo, marque dos; si no sabe lo que quiere, marque tres”). La opción que se necesita siempre está enterrada al fondo del “menú”. Uno se pregunta, ¿por qué abandonar el viejo sistema de operadoras humanas? (No me responda, querido lector; la pregunta es retórica.)

Otro ejemplo detestable son esas alarmas electrónicas de los coches, que cuando uno se acerca demasiado le espetan un agresivo “¡aléjese!”. ¡Uf!

Otro más: nada hay más desesperante que estar junto a uno de esos tipos que creen que la principal utilidad de su teléfono celular es: a) que todos nos demos cuenta de la horrible musiquita que escogió como timbre, y b) que nos enteremos también de todos los detalles de una conversación que debería ser personal (la última moda son unos teléfonos con bocinita que hacen que los usuarios se sientan como si fueran policías hablando por su radio, lo cual tiene un efecto francamente ridículo).

Por todo ello me atrevo a presentar aquí a consideración de usted algunas sugerencias de etiqueta electrónica que, estoy seguro, ayudarán a hacer más fácil la convivencia en esta era dominada por los microprocesadores.

Teléfono fijo

El uso del teléfono tiene ya un siglo, y sin embargo los modales al respecto siguen teniendo algo de cavernario. Fui consciente de ello recientemente, cuando mi amigo Javier ironizó acerca de lo poco adecuado que resultaba que él, que se había tomado la molestia de subir tres pisos hasta mi oficina para hablar conmigo, tuviera que interrumpir su charla para esperar a que otra persona que me llamó en ese momento por teléfono acabara de decirme lo que quería. De modo que la primera regla para el uso del teléfono sería: Nunca interrumpa una conversación en persona por atender una llamada. En todo caso, lo indicado es informarle al que llama que uno está ocupado y pedirle que llame en un rato.

Teléfono celular

Como ya habrá usted notado, pienso que el abuso de los “móviles” es una de las principales calamidades que no s ha legado la tecnología moderna. Y abuso es prácticamente el 99% del uso que se les da: avisarle a la esposa que “ya va uno llegando a la casa”, traerlo prendido en clase “por si a alguien se le ocurre llamar”, usarlo a voz en cuello en cines o restaurantes, destruyendo la paz de los demás e imponiéndoles una conversación que las más de las veces suena como las del anuncio ese de “hay llamadas que no se deberían cobrar” (¡hay llamadas que no se deberían hacer!)

De modo que los modales mínimos para uso del celular serían los siguientes: si está en un lugar en donde resulta a todas luces inadecuado recibir llamadas -una misa, una junta de trabajo, una conferencia (sobre todo si es usted el conferencista, aunque he presenciado casos en que un asistente, en el momento de hacerle una pregunta al expositor, recibe una llamada y ¡prefiere contestarla!-, apague su celular. Si es usted incapaz de apagarlo, debido a un caso avanzado de adicción, por favor acuda cuanto antes a un psicólogo, pero mientras tanto tenga al menos el decoro de apagar el timbre y usar el vibrador. Si está usted en un restorán, donde la gente normalmente intenta pasar un buen rato y no escuchar los gritos del “celulítico” de la mesa de junto, y recibe una llamada, salga del local. Esto tiene la ventaja de mejorar la recepción del aparatejo, que siempre tiende a ser pésima, y la desventaja de que deja uno a los amigos con la palabra en la boca, lo cual siempre es grosero. Lo mismo se aplica si va uno de visita a casa de algún amigo. Ver uso del teléfono alámbrico.

Una regla adicional, que por alguna razón relacionada con el subdesarrollo todavía no ha sido convertida en ley, es la prohibición terminante de utilizar el celular mientras se maneja. Está comprobado que atender una llamada reduce el tiempo de respuesta de un conductor en forma significativa (tan significativa como para chocar, en muchos casos). Usar el celular mientras maneja es signo seguro de barbarie. Al menos, asegúrese de utilizar un equipo de manos libres.

Correo electrónico

El uso del e-mail se ha popularizado a extremos escalofriantes. Aunque la etiqueta a este respecto es conocida, no está de más recordar algunas reglas vitales:

Al responder un mensaje, procure “citar” las palabras de su corresponsal, copiándolas de su mensaje original. La mayoría de los programas facilitan esto poniendo copia del texto cuando lo responde. No hay nada más desconcertante que recibir un mensaje como los que suele mandar Sergio, otro amigo, que sólo dicen “órale, ya vas” (imaginar a un servidor rascándose la cabeza tratando de recordar de qué se trata el asunto).

Asegúrese también de revisar siempre que el destinatario del correo sea el correcto. Los modernos programas “facilitan” la vida insertando automáticamente la dirección de la persona a la que creen que uno le quiere escribir, con el resultado de que a veces la carta de encendida pasión que uno quería enviar a Consuelo le llega al Consejo directivo. Los resultados pueden ser desastrosos, sobre todo si Consuelo es la esposa de uno de los miembros de dicho consejo. He visto matrimonios y amistades terminar por errores de este tipo. Una variante es cuando uno se balconea al responder a todos los miembros de una lista de correos, en vez de hacerlo sólo a la persona que envió el último mensaje.

Finalmente, no, no, no envíe cadenas, sean del amuleto de la suerte, del niño que necesita transplante de riñón o de la niña que fue secuestrada. Son todas falsas y sólo sirven para saturar el buzón de sus amigos. Lo mismo es cierto respecto a la mayoría de los avisos sobre virus. Mejor consígase un buen antivirus que se actualice automáticamente por internet (algunos son gratis).

Tampoco es buena idea enviar mensajes que contienen anexos (attachments) gigantescos, aunque se trate de las últimas fotos del chilpayate recién nacido.

Las computadoras portátiles (laptops) y de bolsillo (Palm) tienen también sus complicaciones (escribir en la Palm mientras se cruza una calle, por ejemplo, es suicida), pero el espacio no da para abordarlas. Le recomiendo, querido lector, que use su sentido común y piense un poco en el respeto que le debe a sus vecinos. De otro modo, habrá que copiar la idea de algunos restoranes estadounidenses, que cuentan ya con “zonas libres de celulares”. La idea me parece maravillosa.


5 de febrero de 2003

El triste caso del regio más chupador (o “la dosis hace el veneno”)

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de febrero de 2003)

A finales del año pasado se publicó en el diario Reforma (27 de diciembre de 2002) una historia que merece pasar a formar parte de la amplia enciclopedia de la estupidez humana. O quizá de recibir uno de los prestigiados premios Darwin (www.darwinawards.com/), que se otorgan -muchas veces póstumamente- a aquellas personas que se distinguen por su capacidad para eliminarse a sí mismos en la lucha por la existencia, contribuyendo así a la selección natural que elimina a los menos aptos.

El caso consiste en lo siguiente: en una discoteca de Monterrey, Nuevo León, llamada Vat Kru (vaya usted a saber el porqué del nombrecito), los conductores del programa televiso de televisión “No te equivoques” organizaron un concurso para encontrar “al regio más chupador” (bueno, el periódico era más educado y decía “al regio que toma más tequila”).

El afortunado ganador fue un joven de 19 años, Marco Israel López Vargas, quien demostró sus habilidades –y su escasa inteligencia- bebiéndose la escalofriante cantidad de ¡40 tequilas! (Para un abstemio como un servidor, la hazaña parece tan imposible como consumir 40 huevos cocidos uno tras otro y sin tomar agua.)

Pero como usted imaginará, la historia no terminó ahí. Después de ganar el concurso, el joven llegó –seguramente con más que un poco de ayuda de sus amigos- a su casa en la madrugada del domingo y se durmió. A la mañana siguiente, su padre, Martín López Huerta, intentó despertarlo sólo para descubrir que estaba muerto. Ya imaginarán ustedes la angustia del padre, quien pedía (no muy perspicazmente; la inteligencia tiene un componente hereditario) “que se esclarezcan los hechos y me digan de qué murió mi hijo”.

Y precisamente ese es el punto de esta nota: cualquier persona medianamente sensata debería (sí, debería) saber que tomar un exceso de alcohol puede ser mortal. En particular, quienes organicen un concurso de tomar alcohol deberían tener claro cuál es la dosis letal de esta sustancia, y saber al menos aproximadamente cuánto alcohol contiene cada copa, de manera que pudieran establecer un límite de seguridad para evitar precisamente lo que sucedió con el joven Marco. (Para ser justos, habría que señalar que Tony Dalton y Kristoff, los conductores del programa, niegan haber organizado un “concurso”. “Qué es para ti un concurso? Porque nosotros no hacemos concursos, güey, digo, había unas niñas y eso sí, mas, bueno, tampoco es un concurso, y dijimos que la que bailara más sexy le regalábamos la entrada, ya sabes. Pero no fue concurso, básicamente no fue un concurso de que ‘eh, esto es un concurso’, ya sabes”, afirmó con gran lucidez Kristoff. Dios los cría y ellos se juntan, añade este relator.)

De hecho, se trata de un caso extremo de falta de cultura científica (en particular, de cultura química, tan despreciada por... bueno, supongo que por todos los que no son químicos). En mi opinión, todo mundo debería saber un principio importante: que cualquier sustancia, en dosis suficientes, puede resultar tóxica. En otras palabras, como lo expresa un certero dicho, “la dosis hace el veneno”.

¿Qué es un veneno? El diccionario lo define como una sustancia que, introducida o aplicada al cuerpo en poca cantidad, causa la muerte o trastornos graves. Por supuesto el chiste es saber cuánto se considera “poca cantidad” (o como dice otro dicho, “qué tanto es tantito”). Quizá por eso los químicos preferimos hablar de “sustancias tóxicas” y decir que hay grados de toxicidad.

Existen sustancias capaces de matar a un humano de 70 kilos que consuma menos de 700 microgramos de ellas (o sea, menos de un miligramo). Se trata de las biotoxinas, los venenos más potentes que existen. Dos ejemplos son la toxina botulínica, producida por la bacteria Clostridium botulinum, y la ricina, que puede obtenerse de la semilla conocida en inglés como castor bean y cuyo nombre no he logrado averiguar en español.

Existen también sustancias “supertóxicas”, que son mil veces menos tóxicas que las biotoxinas (70 miligramos se requieren para matar a nuestro sujeto de 70 kilos), como los agentes neurotóxicos y la atropina. Luego siguen las sustancias “muy tóxicas” (cianuro, ciertas toxinas producidas por hongos y ¡la vitamina D! Dosis letal para nuestro sujeto: 3 y medio gramos); las “moderadamente tóxicas” (35 gramos resultan mortales; insecticidas organofosforados, barbitúricos) y las “ligeramente tóxicas”, que incluyen a los disolventes comerciales y, sorprendentemente, a la aspirina (aunque tendría usted que consumir hasta 350 gramos de aspirina para suicidarse, si no le perfora antes el estómago... lo cual, desde luego, igual resulta mortal).

Las sustancias cuya dosis letal es mayor que 350 gramos se consideran inofensivas. Pero, ¿lo son en realidad? Para todo fin práctico sí, pero lo notable es darse cuenta de que toda sustancia tiene una dosis letal: “la dosis hace el veneno”. La vitamina D, por ejemplo, es indispensable para nuestra vida, pero un exceso la convierte en mortal. En el otro extremo, la toxina botulínica, cuyo uso por terroristas sería una catástrofe, se usa en clínicas de belleza, en dosis exquisitamente controladas, para eliminar (por unas semanas o meses) las arrugas de los rostros de mujeres que se niegan a dejar de ser bellas.

En cuanto al alcohol, que tiene una función depresora sobre el sistema nervioso, la dosis consumida es determinante para sus efectos. Una concentración de 0.05 por ciento de volumen en la sangre produce un efecto de tranquilidad y desinhibición. Pero cuando el nivel llega a 0.1 por ciento se produce falta de coordinación, con 0.3 por ciento, inconsciencia, y con 0. 5 por ciento de alcohol en la sangre, es decir, con sólo una parte en doscientas, se produce la muerte.

Antes de organizar un evento como el que causó la muerte de Marco, creo que los organizadores -y también el propio Marco, igual que todos nosotros- tenían la responsabilidad de saber que podía resultar peligroso, y de obtener la información mínima para saber hasta dónde puede llegar un “chupador” consumiendo tequila. No resulta tan difícil; cualquier médico los podría haber asesorado. Como dijo posteriormente el papá de Marco: “Es letal lo que les están dando a los muchachos, es alcohol, es como una arma”. Lástima que su hijo no lo supo a tiempo. La cultura química sí sirve para algo... sobre todo si no quiere usted pasar a formar parte de los merecedores de los premios Darwin.

Termino con un descarado anuncio: hace unos años escribí, dentro de una colección publicada por la Secretaría del Medio Ambiente y la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, un pequeño libro, en forma de relato para jóvenes, que habla de estos temas, titulado precisamente La dosis hace el veneno. Si desea puede usted adquirirlo en las oficinas de la Sociedad, al teléfono 56-22-73-30.