5 de abril de 2000

La fidelidad en la divulgación de la ciencia (2)

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 5 de abril de 2000)

Después de una ausencia involuntaria, vuelvo a estas páginas con un tema que dejé pendiente. Decía en mi anterior colaboración que en la labor de divulgación científica deben satisfacerse dos criterios muchas veces opuestos: despertar (y mantener) el interés del público y al mismo tiempo ser fiel a los conceptos contenido científicos que ser presentan.

Comentaba también el excesivo celo que muchas veces ponen los expertos al juzgar los trabajos de divulgación científica. Se llega a condenar como errores lo que probablemente sean sólo versiones, formas de presentar las cosas o, en caso extremo, licencias (justificadas) que se toma el divulgador para mejor conseguir sus fines. El excesivo requerimiento de fidelidad científica se puede convertir así en un verdadero obstáculo para esta complicada labor.

Finalmente, mencioné someramente en mi escrito el asunto de la independencia del divulgador científico que, en mi opinión (y la de otros colegas), no puede ser visto como un mero canal de comunicación que el investigador puede usar para poner sus descubrimientos al alcance del público general. Quizá valga la pena detenerse un poco más en este asunto.

¿Por qué podría un divulgador, que finalmente sólo comunica conocimientos que no produce, aspirar a ser independiente (es decir, no dependiente del investigador)? Después de todo, los únicos que producen conocimiento científico son, precisamente, los investigadores (no los llamo “los científicos” para resaltar que los divulgadores, por ser profesionales dedicados a la ciencia –a la divulgación de la ciencia– tienen pleno derecho a llevar también el apellido “científicos).

En realidad, hay opiniones diversas respecto a este punto. Los periodistas científicos, por ejemplo, tienden a aceptar un compromiso implícito con la “objetividad” (o al menos a aspirar a la mayor objetividad posible). Esto determina que se conciban principalmente como responsables de obtener la información que el público requiere o que puede ser de su interés, garantizar su confiabilidad y presentarla en una forma accesible y que permita que cada quien se forme su propia opinión.

Los divulgadores científicos, por otro lado –aunque aclaro que la diferencia entre divulgadores y periodistas científicos nunca ha estado clara, ni creo que llegue a estarlo–, tendemos más a concebir nuestra labor como una creación –o, más bien, una re-creación– de la información, con fines que pueden ir de lo simplemente informativo, pasando por lo didáctico, hasta lo verdaderamente artístico o literario (los ejemplos de esto último no faltan).

Queda claro, supongo, que esta última concepción de la divulgación de la ciencia fácilmente entra en conflicto con los requerimientos de fidelidad científica. Es una labor más de tipo cultural, que no se considera necesariamente obligada a tener una “utilidad”, sino sólo a producir una obra original, interesante y adecuada a ciertos estándares (incluso estéticos).

De cualquier modo, e independientemente del enfoque que dé a su labor, un buen divulgador científico debería aspirar, como ya comentaba en la ocasión anterior, a poder cumplir su tarea en forma adecuada si depender de un “revisor” que garantice su calidad. De igual forma, creo que en la evaluación de las labores de divulgación de la ciencia, la opinión de los colegas -y, por supuesto, una ponderación cuidadosa de la respuesta del público- deberían ser los criterios decisivos, y no una “certificación” por parte de los expertos científicos.

Se me dirá que esto abre la puerta a tergiversaciones y errores por parte de los divulgadores. Cierto: como en cualquier actividad -incluida la investigación científica-, el reconocer la madurez y profesionalismo de quienes la realizan, y el otorgamiento de la relativa independencia que éstas conllevan, puede permitir abusos y equivocaciones. Pero, en un gremio maduro, el “control de calidad” interno, por parte tanto de los mismos individuos como de la comunidad de colegas, basta para garantizar que estos casos sean poco frecuentes (nunca inexistentes: la filosofía de “cero defectos” es sólo una utopía, aunque una a la que hay que aspirar).

De modo que, ¿a qué o a quién debe serle fiel el divulgador científico? No a la versión de la ciencia que manejan los expertos, la que se publica en las revistas especializadas (journals), desde luego, pues sólo es inteligible para el iniciado. Debe serle fiel a la ciencia; a la esencia de los conceptos que pretende compartir. Esto muchas veces implica transformarlos, buscarles nuevos enfoques y relaciones, e incluso reinventarlos, todo con el fin de hacerlos accesibles a su público. Si cumple con esto, el divulgador científico podrá estar seguro de honrar su compromiso de fidelidad, al tiempo que logra también, mediante la recreación de la ciencia que ofrece, cumplir el requisito de mantener interesado a su público.