15 de febrero de 1999

¡Por fin!

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en febrero de 1999)

La crisis económica que (¡nuevamente!) sufre nuestro país resulta especialmente perjudicial para el desempeño de la unam ¾y de las demás universidades públicas.

Ante la falta de recursos, no nos queda más remedio que ver, impotentes, cómo proyectos que valían la pena tienen que recortarse, posponerse o incluso cancelarse. Los funcionarios se ven obligados a redefinir sus planes de trabajo y buscar cualquier manera de ahorrar, a veces con consecuencias peores que la misma crisis.

Esto sucede, por ejemplo, cuando ante la falta de dinero, y en un acto de desesperación, se juega con la idea de cambiar las funciones de alguna dependencia universitaria para transformarla en un lugar donde se gane dinero, como actividad fundamental. Esa no es la función de ninguna universidad; eso sería pervertir su misión y tratar de convertirla en otra cosa.

Es por eso que, mientras leía el periódico hace unos días, me invadió una sensación de bienestar al toparme con el siguiente encabezado: “Barnés: las universidades públicas no deben funcionar como empresas” (La Jornada, 25 de enero de 1999).

La afirmación de nuestro rector no podía ser más acertada. Efectivamente, la peligrosa confusión entre una universidad estatal (por más que sea autónoma) y una empresa comenzaba a rondar la mente de algunos funcionarios universitarios. Una universidad es una institución dedicada al bienestar del pueblo mediante la formación de profesionistas calificados, la investigación y la difusión de la cultura, mientras que una empresa está dedicada a producir bienes o servicios con el fin de obtener una ganancia monetaria.

Pero afortunadamente ¾casi como si dijera, “no se hagan bolas”¾ el rector Barnés pone los puntos sobre la íes: “la autonomía universitaria está en riesgo cuando las instituciones públicas se distraen de sus fines por buscar la forma de allegarse recursos que complementen los subsidios”, dijo en conferencia de prensa durante una reunión de la Unión de Universidades de América Latina, celebrada en la Unidad de Seminarios Ignacio Chávez en el mes de enero.

Tiene razón. El peligro de las crisis es que, en la lucha por sobrevivir, a veces puede uno olvidar que de lo que se trata no es sólo de sobrevivir, sino de vivir. En el caso de una universidad, ello significa servir al pueblo gracias al cual existe.

Ante los apuros económicos por los que pasa nuestra querida unam, Barnés se manifestó de acuerdo con un aumento en las cuotas que pagan los estudiantes, pero siempre que “la colegiatura equivalga a un porcentaje pequeño del costo de los estudios que realiza un joven”. No se trata, pues, de relevar al estado de su obligación de proporcionar educación superior de alta calidad a los amplios sectores de la población que no pueden pagar una universidad privada. En palabras del rector, “si el estado olvida su obligación de financiar la educación y los alumnos deben pagar la mayor parte de sus estudios, se cerrarán las puertas a los estudiantes de escasos recursos, se cancelará la posibilidad de movilidad social y se agudizará la desigualdad”.

Otro de los acertados señalamientos de nuestro rector fue el de que “los sistemas de evaluación y acreditación de programas académicos y la política de financiamiento deben revisarse, porque si están mal concebidos pueden menguar la autonomía universitaria”.

En efecto; una de las secuela secundarias de la escasez de recursos es que, en la lucha por repartir lo poco que hay, se establecen “mecanismos de evaluación” con el fin de decidir a quién se le dará apoyo. En mi especialidad, por ejemplo (la divulgación de la ciencia), se está planteando el establecimiento de un sistema de evaluación universitario. Pero hay que tener cuidado quién establece los criterios, pues de otro modo puede acabarse sirviendo al amo equivocado.

En fin, creo que los puntos de vista expresados por el rector Barnés nos muestran que podemos estar tranquilos: la misión de la unam sigue estando clara, y sus autoridades están dispuestas a defenderla para que pueda seguir contribuyendo ¾aun en estos años de vacas flacas¾ al progreso de nuestra nación. En serio, me congratulo por ello.

3 de febrero de 1999

Los tres mundos del doctor Popper

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
3 de febrero de 1999)

Desde hace unos años, la tradicional riña entre científicos y humanistas se ha recrudecido. Los físicos, biólogos, químicos, astrónomos y demás representantes de las ciencias “duras”, “naturales” o, simplemente, “ciencias” han sostenido durante décadas (y hasta siglos) una larga discusión con sus contrapartes en las llamadas “ciencias sociales” o, simplemente, “humanidades”.

Dejemos de lado el problema de quiénes son ciencias y quienes no. Más o menos todo mundo está de acuerdo en que las ciencias que estudian el mundo físico y biológico se han apoderado del término ciencia -que antiguamente significaba “conocimiento”. Al hacerlo, han excluido a cualquier otra disciplina que pretenda usarlo... un poco a la manera de los Estados Unidos con el término “americano”. De cualquier modo, está claro que las disciplinas que estudian todo aquello en donde interviene el hombre, de la psicología a la antropología, pasando por la sociología, la historia y quizá hasta la filosofía, son claramente diferentes de las ciencias naturales.

Muchos científicos naturales, debido a su sobreespecialización y a una cierta soberbia, tienden a considerar a las ciencias sociales y demás disciplinas “humanísticas” como una especie de intentos fallidos de hacer ciencia. “No son objetivas, no tienen rigor, son influidas por la ideología de los participantes”, dicen (como si un químico o un físico pudiera tener acceso directo a la realidad “objetiva” y no estuvieran influenciados por factores biológicos, psicológicos, sociales, culturales, políticos, históricos, etcétera).

Los del área humanística, por el contrario, atacan ferozmente la supuesta superioridad y objetividad de las ciencias naturales, tachándolas de “constructos” socioculturales arbitrarios, fabricados para servir a los intereses de las clases dominantes, etcétera (como si un químico o un biólogo pudieran tergiversar los datos en la forma que se les antojara con tal de obtener resultados que apoyaran sus ideas preconcebidas... aunque se dan casos, ni quién lo dude, pero eso es otra cosa: se llama fraude científico).

Esta polarización de las posturas no beneficia a nadie, y evita que cada área se enriquezca con las herramientas de la otra y que podrían serle útiles. ¿Por qué este antagonismo, si finalmente todas estas disciplinas buscan lo mismo: el conocimiento?

Sir Karl R. Popper (1902-1994), el famoso filósofo austriaco nacionalizado inglés, desarrolló un concepto que tal vez pueda ayudarnos a entender qué es lo que está pasando.

En un hermoso escrito titulado “La selección natural y el surgimiento de la mente” (incluido en el libro Epistemología Evolucionista, compilado por Sergio Martínez y León Olivé y publicado por Paidós y el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la unam), habla de la evolución del universo físico. A partir del big bang, con la formación de las partículas fundamentales y la materia, que posteriormente se agrupó para formar planetas, estrellas y galaxias, el universo -dice don Popper- ha ido constantemente evolucionando y dando origen a cosas que anteriormente no existían. Un hito especialmente importante en este proceso es el surgimiento de la vida.

Siguiendo con este proceso la evolución biológica, entre sus infinitas ramificaciones, ha llegado a producir la conciencia y el intelecto humano. Y con ellos, el arte, la poesía y la filosofía: en una palabra, la cultura. El universo, nos dice sir Karl, es creativo. (Hay que hacer aquí la aclaración de que Popper no plantea que haya un objetivo o intención implícita en la evolución del universo: simplemente, sus distintos niveles de complejidad han surgido porque las condiciones físicas así lo han permitido.)

Volviendo al tema, Popper divide al universo en tres “mundos”: el mundo uno, o mundo físico, que incluye la materia y la energía, el tiempo y el espacio (incluyéndonos nosotros mismos en tanto seres biológicos, con cuerpos físicos). El mundo dos, o mundo de la mente, se refiere a la conciencia y los procesos psicológicos. Nuestro “yo”, nuestras mentes y nuestras inteligencias habitan, pues, en este mundo. Finalmente, el mundo tres, o mundo de la cultura, incluye todos los productos del intelecto humano, que se hallan en los cerebros de la humanidad (bueno, al menos en algunos) pero también en sus bibliotecas, en la red y en los otros medios de comunicación. Aún cuando la raza humana desapareciera de la tierra, el mundo tres seguiría existiendo, al menos potencialmente, en estos escritos.

Tomando en cuenta esta visión, habría que reconocer que las ciencias naturales son, en cierto sentido, más “sencillas” que las disciplinas sociales y humanísiticas, pues estudian únicamente el mundo uno. Las disciplinas como la psicología, que estudia el mundo dos, o la sociología, antropología o historia, que estudian el mundo tres (aunque no siempre es clara la separación entre mundo dos y mundo tres), se enfrentan a un problema distinto. El intelecto humano es parte de la realidad que trata de estudiar, y esto necesariamente interfiere con el ideal de “objetividad” que toda ciencia persigue.

Así, aún cuando las ciencias naturales se enfrentan al problema de estudiar una realidad (el mundo uno) a la que no tenemos acceso directo, sino sólo a través de nuestros sentidos (pues nosotros, nuestras mentes, vivimos en el mundo dos), las disciplinas humanísticas se encuentran con que el investigador forma parte de su objeto de estudio. Esto acarrea problemas en cuanto a objetividad, imparcialidad y confiabilidad se refiere.

Tal vez el tener en cuenta esto ayude a que los científicos dejen de exigir un rigor que las condiciones no permiten, y aprendan a apreciar la riqueza de los enfoques provenientes de las disciplinas humanas, aunque no sean “objetivos” en un sentido científico-natural. Y los humanistas, a su vez, podrían dejar de pretender imitar a los científicos, buscando una objetividad que no sólo es imposible de alcanzar -aún para los científicos naturales-, sino que estorba en su labor de comprender la mente, la cultura y la sociedad humanas. Ojalá así sea.