15 de abril de 1998

Creacionismo, evolución... ¿y qué es la selección natural?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 15 de abril de 1998)


Mi amigo Jorge Vasconcelos, quien colabora también en las páginas de Humanidades con artículos relacionados con la computación, me ha reclamado en varias ocasiones que ocupe yo el espacio de una columna de ciencia para hablar de otros temas, como la política científica. Tiene razón -aunque hago la aclaración de que en “Las dos culturas” trato de hablar de temas de cultura científica. Por ello, hoy quiero tratar un tema claramente científico: la evolución por selección natural, “la peligrosa idea de Darwin”, en palabras de ese magnífico filósofo de la biología y de la mente, Daniel Dennett.

Hace unos días se realizó en el “campus” d. f. del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (el famoso “Tec”) un debate, nada menos que con el tema “¿creación o evolución?”. Se contó con la participación de un biólogo evolucionista experto en el controvertido tema del origen de la vida, Antonio Lazcano, de la Facultad de Ciencias, y de un teólogo del Tec con estudios en una universidad religiosa de Texas, Jorge Treviño Ríos.

El debate apareció comentado en al menos un diario nacional, y yo mismo ya hablé del tema en otro sitio, por lo que no me detendré demasiado en comentar lo que ahí sucedió. Más bien, lo superficial de los argumentos (y los conocimientos) del creacionista -que hicieron muy difícil tener un debate, por lo que más bien se trató de un par de conferencias intercaladas, una muy buena y otra muy mala- me hicieron darme cuenta de que muchos de quienes atacan a la evolución no entienden la teoría de Darwin.

Todo mundo hemos oído hablar de “evolución por selección natural”, y hemos escuchado lo de la “supervivencia del más apto”. Esta segunda expresión no la usó Darwin, sino uno de sus seguidores (creo que Huxley), y muchas veces se presta a malentendidos. No porque no sea cierta, sino porque parece evocar la imagen de un individuo, “el más apto”, que le gana a los otros en el juego de la supervivencia.

Y precisamente uno de los grandes problemas para entender cómo funciona la evolución es la dificultad que tenemos para pensar no en individuos, sino en poblaciones. Este problema, señalado por Ernst Mayr, no lo enfrentan sólo quienes estudian biología (o los creacionistas que intentan estudiar evolución), sino que fue uno de los escollos que retrasó el desarrollo de las modernas teorías evolutivas.

Para entender cómo la idea de población es central para el concepto de evolución, veamos la definición que proporciona José Sarukhán en Las musas de Darwin: evolución es el cambio en las frecuencias génicas de una población.

¿Qué quiere decir esto? Pues simplemente que cuando en una población, digamos de humanos, la frecuencia con que encontramos ciertos genes aumenta o disminuye, se dice que esa población (que puede ser la totalidad de una especie o un subconjunto de la misma) está evolucionando. O lo que es lo mismo, cambiando.

Supongamos que en nuestra población de humanos comienzan a aparecer (como resultado de mutaciones al azar) algunos individuos con, por ejemplo, seis dedos en las manos. Si esta característica les confiere alguna ventaja, como defenderse mejor de sus enemigos, o gustarle más a las hembras, es probable que los hijos de estos individuos, si heredan sus seis dedos, serán también más exitosos, al igual que sus hijos, y así. Al final, el resultado es que el número de individuos de seis dedos en la población habrá aumentado. O lo que es lo mismo: la frecuencia con la que el gen mutante de seis dedos aparece en la población habrá aumentado. Al paso de miles de años, la especie humana puede haberse convertido en algo nuevo: unos seres de seis dedos.

Por supuesto que mi ejemplo es una simplificación exagerada. Pero sirve para mostrar que no se necesitó de un “diseñador inteligente”, sino únicamente de la selección natural (otra expresión ligeramente desafortunada, pues nos hace pensar en que, si hay selección, debe haber un “seleccionador”). La “selección natural” no es sino una forma de expresar el hecho de que los individuos cuyas diferencias genéticas les dan alguna ventaja sobrevivirán más fácilmente, y sus hijos también, por lo que su presencia en la población irá aumentando hasta que la totalidad de la población haya cambiado: haya habido una evolución. Donde había una especie ahora hay otra.

Tal vez usted, lector o lectora, tenga alguna ligera dificultad en entender los conceptos anteriores, que requieren poner un poco de atención (además de mis limitaciones como comunicador). Pero los creacionistas no entienden estas ideas en absoluto. No las entienden nadita (o se niegan a entenderlas). Prefieren seguir diciendo tonterías como que Darwin afirmaba que los monos se convirtieron en hombres y en preguntar, como le preguntó Jorge Treviño a Antonio Lazcano, si “había visto a algún simio transformarse en humano”. La evolución no ocurre en individuos ni en tiempos cortos: requiere de miles o millones de años, y sólo puede detectarse si estudiamos poblaciones.