5 de diciembre de 2001

Lo que usted siempre quiso saber sobre divulgación científica*

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de diciembre de 2001)




*pero no le pareció que valiera la pena  preguntar

La divulgación científica se ha venido realizando desde hace ya algunos siglos. Algunos señalan a Galileo o a Fontanelle como los primeros divulgadores científicos. En México destacan, durante la colonia, Alzate y Bartolache como precursores del arte de llevar el saber científico al público general.
En nuestros días, la labor de pioneros como Luis Estrada y el proyecto que se aglutina alrededor del Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia de la UNAM (posteriormente Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia y hoy Dirección General de Divulgación de la Ciencia) ha llegado a producir frutos importantes, entre los que se cuentan revistas como Naturaleza y ¿Cómo ves?, museos como Universum y el de la Luz, e infinidad de exposiciones, conferencias, actividades, libros y folletos (amén de la formación de un buen número de divulgadores profesionales).

Y sin embargo, entre el grueso de la comunidad científica sigue privando un gran desconocimiento acerca de la naturaleza, e importancia de la divulgación científica como disciplina profesional.

Mucho camino se ha recorrido, hay que reconocerlo, desde los tiempos en que era necesario enfrentar la desconfianza y a veces la abierta hostilidad de los investigadores científicos cuando se enfrentaban a un periodista o divulgador científico. Tales actitudes estaban, hasta cierto punto, justificadas por la improvisación y falta de profesionalismo de los comunicadores, que muchas veces tergiversaban –no intencionalmente, desde luego, sino por falta de preparación– la información proporcionada por el investigador.

Hoy lo común es que, cuando uno busca acercarse a un especialista, encuentre a una persona amable y dispuesta a colaborar, pues a lo largo de los años el trabajo de los comunicadores de la ciencia ha logrado ganar la confianza de la comunidad de investigadores. En general, parece que éstos han adquirido conciencia de que no basta con hacer buena investigación, sino que hay que fomentar la apreciación de la ciencia y la cultura científica entre la población.

Pero, ¿quién lo debe hacer? Desde hace tiempo se reconoce que hace falta profesionalizar la formación de divulgadores. Para ello se han hecho varios esfuerzos, entre los que quiero destacar la creación del Diplomado en Divulgación de la Ciencia, de la DGDC, que actualmente está por empezar su octavo ciclo. Se tienen planes de crear también una Maestría en Divulgación de la Ciencia.

Y es precisamente ahora que han vuelto a poner de manifiesto algunos de los prejuicios (en el sentido de juicios previos, hechos antes de contar con la información necesaria, no de discriminación) que tienen los investigadores científicos en relación con la divulgación de la ciencia.

Hay investigadores que están naturalmente dotados no sólo para hacer su labor, sino también para divulgar. Escriben excelentes artículos y libros, o dan conferencias y participan programas de radio y TV. Sin embargo, son una minoría. Existen muchos otros científicos que no cuentan con las habilidades para comunicar sus conocimientos al público en forma comprensible y atractiva.

Y estrictamente hablando, no tendrían por qué.

La ciencia ha desarrollado un lenguaje superespecializado como una más de las herramientas que le permiten funcionar eficientemente, y el abismo que se ha creado entre quienes son capaces, digamos, de leer un artículo publicado en una revista de investigación científica y el público que puede leer un periódico es inmenso. Porque básicamente cualquier ciudadano cuenta con la información previa –el contexto– que le permite comprender una nota periodística (qué es México, quién es Fox, qué significan siglas como PRI, EUA, DF...). En cambio, sólo los especialistas saben qué es un condensado de Bose-Einstein, o qué significan las iniciales fMRI.

Para poner la información científica al alcance del no especialista, se necesta una labor de recreación (algunos dicen “traducción”, que bien entendida tiene que ser necesariamente una recreación). Los recursos con que cuenta el divulgador –explicaciones, comparaciones, metáforas, símiles, acompañados desde luego del buen manejo de los diversos medios de comunicación, en especial el escrito– permiten dar el contexto faltante, de modo que el conocimiento científico pueda tener sentido para el público.

Los investigadores científicos son formados para realizar otro tipo de labor: la investigación. No reciben durante sus estudios herramientas para divulgar sus conocimientos. Si a esto agregamos que en los sistemas de evaluación y estímulos no se les reconocen las labores de divulgación que lleven a cabo –aunque esta última situación parece estar comenzando a cambiar–, es perfectamente entendible que sólo unos cuantos investigadores especialmente dotados e interesados realicen regularmente estas tareas.

La conclusión que en general se ha considerado razonable es que se deben formar divulgadores profesionales, cuya ocupación específica sea precisamente esa labor de ser un puente entre el mundo de la investigación científica y el los ciudadanos comunes que, sin ser especialistas, tienen necesidades informativas y culturales en relación con la ciencia.

Sin embargo, recientemente he oído opiniones –de primera y segunda mano– de investigadores que, a pesar de reconocer la importancia de la divulgación científica, a la hora de la hora revelan que les parece una labor secundaria, de escaso interés y –lo más preocupante–, definitvamente un problema trivial: algo que cualquier científico puede hacer fácilmente. Sobre las rodillas, digamos. (Una notoria excepción son los pocos investigadores destacados que defienden a capa y espada la importancia de la divulgación profesional: entre ellos Marcelino Cereijido, del CINVESTAV-IPN, por ejemplo, quien ha afirmado que si tuviera que elegir entre la supervivencia de investigadores y divulgadores, escogería lo segundo.)

De modo que, por lo que puedo ver, sigue habiendo necesidad de convencer a muchos investigadores de que hacer divulgación no sólo es un bonito juego que a algunos nos gusta hacer en nuestros ratos libres. Constituye una necesidad nacional que puede beneficiar notoriamente al sistema científico, y es una labor que sólo puede llevarse a cabo al nivel profesional que se necesita si se cuenta con profesionales preparados específicamente, a los que se les pague por realizarla. Hacia allá se encaminan los esfuerzos de divulgadores en todo el país.


21 de noviembre de 2001

Mente y belleza

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de mayo de 2004)
Para Enrique, por tantas explicaciones.

El estudio del comportamiento humano es quizá una de las áreas más controvertidas en las ciencias biológicas. El debate entre lo que es producto de la cultura y lo que tiene una base biológica o genética ha durado cientos de años, y sigue siendo tema de debate e investigación. El comportamiento sexual del ser humano ha sido uno de los temas más favorecidos por este tipo de investigaciones.

Hace unos años, por ejemplo, varios investigadores, entre los que se encontraban Dean Hammer y Simon LeVay, investigaron acerca de las causas biológicas de la homosexualidad, el primero encontrando genes relacionados con este comportamiento, y el segundo estudiando las diferencias en ciertas estructuras de los cerebros de hombres homo y heterosexuales. Estos resultados parecían apoyar la idea de que las preferencias sexuales son algo determinado biológicamente, y no tanto un rasgo cultural aprendido (o incluso elegido por decisión personal). Desde luego, las protestas de quienes consideraban que este enfoque era reduccionista y absurdo no se hicieron esperar.

Pero la tecnología avanza, y los métodos para estudiar el funcionamiento cerebral permiten hoy hacer experimentos en humanos que antes hubieran sido inconcebibles (no por peligrosos o poco éticos, sino literalmente porque a nadie se le hubiera ocurrido que pudieran llevarse a cabo –excepto quizá a los escritores de ciencia ficción).

Recientemente, un reporte difundido por la agencia Reuters indica que investigadores de la universidad de Harvard han estudiado la respuesta cerebral de hombres heterosexuales ante las caras de individuos de uno y otro sexo considerados atractivos. Los resultados son por demás interesantes, y abren vías para numerosas investigaciones posteriores, así como para la especulación e incluso las visiones fantacientíficas.

Para el estudio, publicado en la revista Neuron, los científicos utilizaron una de las nuevas técnicas para obtener imágenes del interior del cuerpo vivo, todas ellas basadas en el fenómeno de resonancia magnética nuclear (RMN), descubierto en 1946. Las técnicas de RMN aprovechan la propiedad que tienen ciertos átomos –en particular el de hidrógeno– de absorber radiación electromagnética –ondas de radio– y emitirlas de nuevo con cambos en su fase o su frecuencia. Como las moléculas que forman la materia viva contienen abundante hidrógeno, y como la absorción y emisión de radiación varía según el tipo de tejido, es posible, utilizando computadoras, formar imágenes nítidas del interior del cuerpo vivo. Inicialmente estas imágenes estaban limitadas a una especie de “rebanadas” bidimensionales, pero posteriormente se ha avanzado hasta obtener imágenes volumétricas e incluso “videos” en los que puede apreciarse el movimiento o el flujo de sangre que ocurre en el interior de un cuerpo –o un cerebro– vivos.

En particular, la técnica particular utilizada en el estudio al que me refiero se denomina MRI, o visualización por resonancia magnética (magnetic resonance imaging). El experimento consistió en 3 fases: en la primera, varios varones heterosexuales jóvenes observaron en una pantalla fotos de rostros de hombres y mujeres, y las clasificaron en “atractivas” o “normales”. Las caras ya habían sido clasificadas previamente mediante un estudio de opinión. Se encontró que las opiniones de los sujetos del experimento coincidían con la clasificación previa: tanto caras femeninas como masculinas podían ser reconocidas como atractivas o “promedio” por los sujetos.

En la segunda fase, utilizando otro grupo de varones con las mismas características, los sujetos podían controlar mediante un botón el tiempo durante el que el rostro aparecía en la pantalla: se notó que tendían a ver por más rato los rostros femeninos atractivos, mientras que hacían desaparecer rápidamente todos los demás.

Finalmente, en la tercera etapa –la más interesante–, un tercer grupo de jóvenes observó las fotos mientras que los científicos observaban el interior de sus cerebros utilizando MRI. En particular, se estudiaron ciertos centros cerebrales (conocidos como “centros del placer”, entre ellos el llamado nucleus accumbens) cuya actividad ha sido relacionada con objetos placenteros (o como dicen los especialistas, “gratificantes”), por ejemplo, con la comida, las drogas o el dinero.

El resultado fue claro: sólo las fotos de mujeres atractivas activaban los “centros del placer”; las fotos de hombres, aun si eran considerados atractivos, no producían la activación de estas zonas cerebrales, e incluso produjeron “lo que puede considerarse como una respuesta de aversión”, en palabras de Hans Breiter, autor principal del estudio.

La finalidad del estudio era separar la apreciación estética de rostros bellos de la atracción hacia ellos (cuestión que ha sido debatida, según comentan los propios autores, desde hace largo tiempo en el campo de la estética –Kant se preguntaba si la percepción de la belleza podía separarse del deseo). El tema es apasionante, y tiene ramificaciones que abarcan de lo biológico (las bases evolutivas de la apreciación de la belleza) hasta lo social (la posible discriminación laboral hacia personas “promedio” para favorecer a la gente guapa).

Sin embargo, la metodología y las características del los sujetos resultan muy sugerentes más allá el campo de las bases neurológicas del juicio estético.

Por un lado, y regresando al tema con que inicia este texto, el experimento obvio que uno pensaría es realizar la misma prueba con individuos homo y bisexuales (así como mujeres con diversas orientaciones sexuales). Aunque el sentido común predice que los “centros de placer” de los cerebros de homosexuales sólo reaccionarían ante rostros atractivos del mismo sexo, y los de bisexuales ante los de cualquier sexo, sería muy interesante comprobar si en efecto sucede así. (Las elaboraciones sofisticadas como una “máquina para detectar homosexuales” me parecen demasiado fantasiosas –por inútiles–, pero sería interesante encontrar también si las reacciones cerebrales coinciden siempre con lo que se afirma a nivel consciente, por ejemplo en personas que no aceptan la atracción que sienten por su mismo sexo.)

Sin embargo, hay que tener cuidado. El boletín de Reuters cita a Nancy Etcoff, una de las coautoras del estudio, comentando que los resultados sugieren que “la percepción humana de la belleza puede ser innata”. Me parece que la afirmación es muy arriesgada: no hay que confundir el encontrar una estructura cerebral que se correlaciona con un fenómeno mental, con el erróneo concepto de que dicha estructura es el fenómeno. El hallar que un gen o una estructura cerebral sean indispensables y participan en un fenómeno de la conciencia no quiere decir que dicho fenómeno no sea mental, sino físico: por el contrario, sería absurdo pensar que pudiera haber fenómenos mentales que no tuvieran un sustrato en el cerebro.

Al final, lo que quizá este tipo de experimentos logren es enfrentarnos a la visión dualista que todavía muchas veces tenemos cuando nos enfrentamos al estudio de lo mental.

7 de noviembre de 2001

Los premios Nobel 2001

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 7 de noviembre de 2001)

Cada año, en el mes de octubre, se anuncian los ganadores de los premios Nobel, esa especie de óscares del mundo de la ciencia, la literatura y la economía. En esta ocasión los premios científicos (fisiología o medicina, física y química) recayeron en tres tríos de investigadores, principalmente estadounidenses, cuyos logros abarcan interesantes campos de frontera.

William Knowles, Ryoji Noyori y Barry Sharpless (japonés el segundo y estadounidenses los otros dos) fueron elegidos para recibir el premio Nobel de química, “por su trabajo en reacciones de hidrogenación y oxidación catalizadas quiralmente”. Por su parte, Eric Cornell, Wolfgang Ketterle y Carl Weiman (el segundo alemán naturalizado estadounidense, y los otros estadounidenses por nacimiento) recibirán el premio de física “por obtener condensación de Bose-Einstein en gases diluidos de átomos alcalinos, y por los primeros estudios fundamentales de las propiedades de los condensados”. Finalmente, Leland Hartwell, Timothy Hunt y Paul Nurse (estadounidense el primero e ingleses los otros) ganaron el premio de fisiología o medicina por ser descubridores de “reguladores clave del ciclo celular”.

Como siempre, hace falta algunas explicaciones para entender precisamente el significado de estos logros.

Vemos primero el premio de química: destacan dos palabras: “catálisis” y “quiralmente”. La primera no es tan desconocida: la catálisis es un fenómeno químico que consiste en que una reacción química es acelerada (o, en ocasiones, retardada) por la participación de una sustancia (el catalizador) que no es consumida en la reacción: el catalizador modifica la velocidad de la reacción. Las enzimas, proteínas que controlan las reacciones químicas que ocurren dentro de las células vivas, son quizá los catalizadores mejor conocidos.

Respecto a la segunda palabra, la quiralidad es una propiedad de las moléculas que pueden existir en dos formas, una “izquierda” y otra “derecha”. En la química de todos los días, especialmente la inorgánica, no es frecuente encontrar este tipo de sustancias, pero en la química orgánica, y especialmente en la bioquímica, son de lo más común. Los aminoácidos que forman nuestras proteínas, o los azúcares que pueden utilizar nuestras células, por ejemplo, sólo son útiles en una de sus dos formas posibles. Los fármacos normalmente también sólo tienen efecto en una de sus dos presentaciones, y la opuesta puede incluso resultar dañina. El problema es que para los químicos resulta extremadamente difícil fabricar sólo una de las dos formas: normalmente se obtiene una mezcla en partes iguales.

El trabajo premiado con el Nobel de química consiste en la obtención de catalizadores que permiten llevar a cabo reacciones en las que se produce sólo una de las dos formas de una molécula en particular. Esto se logra gracias a que dichos catalizadores son en sí mismos quirales (es decir, son “izquierdos” o “derechos”). Los catalizadores desarrollados por Knowles y Noyori permiten realizar reacciones de hidrogenación (también conocidas como de reducción), mientras que los que obtuvo Sharpless catalizan reacciones de oxidación. De este modo, será posible obtener con gran eficiencia y pureza compuestos que seguramente resultarán vitales para la industria farmacéutica: actualmente ya se ha obtenido mediante estos métodos la L-dopa, útil en el tratamiento del mal de Parkinson.

El premio Nobel de física, por su parte, es resultado de los trabajos de un físico hindú de apellido Bose, quien escribió a Einstein en 1924 para comunicarle algunos cálculos que había realizado sobre las propiedades de los fotones. Einstein extendió los cálculos de Bose para aplicarlos a átomos, y predijo que si ciertos tipos de átomos se enfriaran podrían sufrir una especie de cambio de estado en el que pasarían a ocupar todos un mismo nivel de energía. Comparando esta transición a lo que ocurre cuando un gas se condensa para formar un líquido, se le llamó “condensación de Bose-Einstein”. Cornell y Weiman lograron en 1995 confirmar este predicción y obtener un condensado Bose-Einstein al enfriar unos dos mil átomos de rubidio a dos milmillonésimas de grado por encima del cero absoluto (un logro tecnológico verdaderamente notable). Ketterle, por parte, realizó experimentos similares, pero usando átomos de sodio, y además en mayor número, lo que permitió estudiarlos más detenidamente.

Los átomos que forman un condensado Bose-Einstein se comportan de manera particular, pues además de estar en un mismo nivel de energía, en cierto modo se superponen unos con otros. Los físicos afirman que su comportamiento es similar a los de los fotones en un rayo láser (en el que la vibración de los fotones está perfectamente sincronizada, a diferencia de lo que sucede con los desordenados fotones de la luz común). Gracias a esto, los condensados Bose-Einstein han sido ya utilizados para estudiar las propiedades de la luz, lográndose disminuir su velocidad e incluso detenerla. Se espera que estos desarrollos tengan aplicación en los campos de la nanotecnología (tecnología a escala microscópica).

Finalmente, el premio de fisiología o medicina se otorga a estudios que revelan el mecanismo que controla uno de los fenómenos más centrales de la vida: el ciclo celular. Las células son la unidad fundamental de los seres vivos, y por tanto nacen, crecen, se reproducen y... bueno, como las células se reproducen dividiéndose para formar dos células nuevas, estrictamente no mueren. Y precisamente el ciclo celular consiste en la secuencia en que una célula nueva crece, luego comienza a duplicar su material genético (ADN) en preparación para la división, luego continúa creciendo mientras confirma que todo esté en orden y finalmente, se divide. Cada nueva célula lleva consigo una de las copias del ADN completo.

Los trabajos de Hartwell en los sesenta permitieron estudiar el ciclo celular, identificando los genes que lo controlan, en particular el gen que da inicio al proceso. Hartwell también descubrió que las células revisan que la duplicación del ADN haya sido realizada sin errores antes de proceder a la siguiente fase del ciclo celular.

Hunt, por su parte, descubrió que las proteínas llamadas ciclinas, que se forman y se destruyen secuencialmente a lo largo del ciclo celular, son las encargadas de controlar sus distintas fases. Y Nurse descubrió posteriormente que ciertas enzimas, activadas por las ciclinas, modifican a otras proteínas para a su vez activarlas o desactivarlas.

De este modo, los trabajos de estos investigadores han permitido desentrañar gran parte del mecanismo general por el que los genes, fabricando proteínas que a su vez controlan la actividad de otras proteínas y genes, regulan el crecimiento ordenado de las células. Sus descubrimientos han tenido gran importancia para el estudio del cáncer, que consiste fundamentalmente en un crecimiento desordenado y dañino de células.

Como se ve, los tres premios abren nuevas áreas de desarrollo para sus respectivas ciencias. Muy apropiado para un premio que este año cumple un siglo de distinguir lo más destacado en el campo de la ciencia.

17 de octubre de 2001

Genes y lenguaje

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 17 de octubre de 2001)

Hace unos días se dio a conocer, en la revista Nature, una noticia científica de gran interés: el descubrimiento del primer gen directa e indiscutiblemente relacionado con el lenguaje.

Claro que la novedad fue rápidamente opacada por el anuncio de los ganadores de los premios Nobel de este año, que siempre acaparan los reflectores del mundo científico. Sin embargo, vale la pena comentar el descubrimiento, pues se relaciona con problemas que llegan a tocar la esencia del ser humano.

El gen en cuestión es, como todos los genes, un fragmento de ADN (ácido desoxirribonucleico) localizado, hoy se sabe, en el cromosoma 7 del ser humano, y recibe el curioso nombre de FOXP2. (No, querido, lector o lectora, no me lo estoy inventando. Si algún lector quiere lucir su ingenio e inventar algún chiste político con la sigla, por favor no me lo envíe.) Fue localizado gracias a un estudio a largo plazo realizado en una numerosa familia en la que se presenta con gran frecuencia una profunda alteración de la capacidad de hablar, que incluye dificultades para coordinar los movimientos de sus labios y lengua, así como para formar palabras y formar frases gramaticalmente correctas.

Debido a la forma típica en que se heredaba la enfermedad dentro de la familia, los genetistas que las estudiaban supieron que la alteración era causada por un solo gen. Esta circunstancia resultó especialmente atractiva, pues era la oportunidad de analizar la influencia de un gen individual –en vez de un conjunto complejo de genes, interactuando unos con otros– en un comportamiento humano complejo como es el habla.

Estudiando la forma en como la enfermedad se heredaba entre los miembros de la familia, los investigadores pudieron ir localizando al gen responsable en forma cada vez más precisa. Finalmente, gracias a la aparición de un nuevo sujeto, ajeno a la familia estudiada, y a la información publicada por el proyecto del genoma humano, pudieron “acorralar” al gen y detectar su ubicación precisa.

Y precisamente es ahí donde empieza la parte controvertida del asunto, porque la discusión sobre si el lenguaje es una construcción cultural o si, por el contrario, es una consecuencia de nuestra constitución biológica se ha mantenido durante décadas.

Quizá ya haya usted reconocido el tema: se trata nuevamente de la vieja discusión entre natura y cultura: biología contra educación (casi casi podríamos decir “cuerpo versus alma”). Y sí, podría ser sorprendente que las cosas no hayan avanzado más allá de esta dicotomía maniquea, pero la realidad es que hay evidencias claras de que existe un componente biológico (y por tanto, genético) importante en el habla humana. Por otro lado, hay estudiosos que piensan que no tiene sentido tratar de “reducir” algo tan claramente cultural, tan típicamente humano como el lenguaje, a simple biología y genes. Incluso puede ser un ejemplo más de la ciencia deshumanizante.

Analicemos un poco la cuestión. En cierto modo, se puede decir que el habla, el lenguaje, es la base de la comunicación y hasta de la conciencia humana. Es por ello que suena peligroso pensar que eso que nos hace humanos pudiera ser simplemente el producto de uno o unos genes. Y en efecto, tal reduccionismo suena desmesurado y absurdo.

Pero tampoco la posición radicalmente opuesta suena sensata: ¿cómo podría el ser humano haber adquirido, a lo largo de la historia de su evolución, la capacidad del lenguaje, si no es gracias a que contaba primero con las estructuras biológicas –cerebrales, con un desarrollo controlado por los genes correspondientes– con las que pudiera implementarse esta capacidad? Pensar de otra manera –que el lenguaje es una capacidad puramente “mental”, o “cultural”, separada tajantemente de la biología, sería recurrir a un dualismo que si bien era convincente –o casi– en la época de Descartes, hoy resulta insostenible.

¿Y qué es lo que hace el gen FOXP2, a todo esto? Como todos los genes, contiene las instrucciones para fabricar una proteína. Se trata, sin embargo, de una proteína especial, pues controla a su vez la activación o inactivación de otros genes (adhiriéndose a otros tramos de ADN y permitiendo que la información que contienen sea leída o no). Tomando en cuenta lo notorio de sus efectos, es probable que FOXP2 sea un gen que influye en la base del desarrollo del complejo aparato neural y fisiológico que hace posible el habla. Probablemente, piensan los expertos, haya otros genes cuyas alteraciones afecten aspectos menos generales del lenguaje: que, por ejemplo, dificulten la construcción de palabras, o el uso de ciertas reglas de gramática.

De cualquier modo, no se trata de pensar que un fenómeno tan fascinante como el lenguaje –que da origen al mundo de lo humano y de la cultura– pueda ser explicado como el resultado directo de un gen o unos genes. Los propios autores la investigación son cautelosos al reportar sus hallazgos: “Nuestros hallazgos sugieren que FOXP2 está involucrado en el proceso de desarrollo que culmina con el habla y el lenguaje”.

Uno de los genetistas entrevistados por Nature expresa la complejidad genética del ser humano mediante un símil interesante: “encontrar un gen es como encontrar una pieza de un auto. Se ve útil, como si fuera parte de un mecanismo más grande. Pero no sabemos qué hace, con qué otras piezas interactúa, o cómo es el vehículo completo.”

De lo que sí podemos estar seguros, es de que este descubrimiento abrirá la puerta a nuevos desarrollos. Y aunque no es probable que se encuentren genes para, por ejemplo, hablar otro idioma o con acento argentino, sí comenzaremos a entender mejor cómo surge en nuestro cerebro esa maravillosa capacidad que es el lenguaje, puente que une el mundo físico con el universo cultural.

3 de octubre de 2001

Divulgación e improvisación

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 3 de octubre de 2001)

En la Gaceta UNAM del pasado 17 de septiembre aparece una convocatoria para un “Concurso de guión de series radiofónicas de divulgación científica”, dirigida a “estudiantes, investigadores, profesores y divulgadores de la ciencia de la UNAM”.

Me congratulo de ver el interés de Radio UNAM por la divulgación de la ciencia: por un momento parecía que la consideraba dispensable, pues como se recordará (Humanidades 217), recientemente la nueva dirección de la emisora decidió –unilateral y súbitamente– cancelar los programas de la barra de ciencia que se habían transmitido con buen éxito durante años para hacer espacio a un nuevo programa noticioso conducido por Ricardo Rocha.

El hecho despertó numerosas protestas. Tantas, que el director de la estación, Fernando Escalante, ofreció abrir un nuevo espacio para estos programas, siempre y cuando se presentaran nuevos proyectos (dando a entender así que los proyectos originales no eran satisfactorios, suposición que habría que comprobar).

Ahora, la convocatoria publicada es muestra de que, además de los espacios que Escalante tan sensatamente se ha ofrecido respetar para los programas de la antigua barra de ciencia, Radio UNAM desea explorar nuevas vías.

No obstante, hay que comentar que la idea del concurso, aun cuando es muy buena, tiene la desventaja de abrir las puertas a uno de los males que han plagado gran parte de la divulgación científica que se hace en nuestro país: la improvisación.

La importancia de la divulgación científica se reconoce cada vez más ampliamente. A diferencia de lo que sucedía hace unos años -cuando el simple hecho de realizar labores de divulgación podía significar que un investigador fuera despreciado y hasta sancionado por sus colegas, por dedicarse a una labor “poco seria”- hoy se reconoce que el conocimiento científico debe ponerse al alcance de la población general.

Evidencia de ello es el auge de los museos y centros de ciencias, de revistas, colecciones de libros y programas de radio que actualmente pueden disfrutarse en el panorama mexicano.

Desgraciadamente, todavía no se ha logrado el reconocimiento paralelo de la importancia que tiene la labor de los divulgadores profesionales de la ciencia.

Durante años los divulgadores nos hemos enfrentado con el arraigado prejuicio de que nuestra ocupación es algo que puede improvisarse sobre las rodillas, que no requiere una formación previa. Es frecuente encontrar esta idea entre los investigadores científicos (aunque aclaro, no en todos). Después de todo, ¿quién mejor preparado que ellos para comunicar al público los conceptos científicos que construyen y con los que diariamente trabajan?

Y sin embargo, la amarga realidad es que son raros -salvo contadas y muy honorables excepciones en las que una habilidad innata suple la carencia de una formación especializada- los casos en los que un investigador puede desempeñar esta labor de forma efectiva. Sobre todo si se trata de hacerlo en forma constante. La divulgación científica no consiste simplemente en “traducir” la ciencia a un lenguaje sencillo y cotidiano; se trata de una labor de recreación que requiere no sólo de una buena comprensión de los conceptos sino de una cultura científica amplia y un manejo profesional de los recursos del lenguaje y la comunicación, además del criterio necesario para adecuar el mensaje al público receptor y la creatividad para hacerlo de forma novedosa e interesante. Es por ello que, idealmente, debe ser realizada por divulgadores profesionales.

La divulgación científica y la formación de divulgadores han sido una preocupación constante de la UNAM, materializada en la creación del Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia, que después se convertiría en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia y finalmente en la actual Dirección General de Divulgación de la Ciencia, DGDC. A lo largo de su existencia, dicha dependencia ha lanzado diversos e importantes proyectos de divulgación en diversos medios. Asimismo, la formación de divulgadores profesionales ha avanzado de la preparación de personal por aprendizaje práctico, primero, y posteriormente con cursos especializados, hasta el actual Diplomado en Divulgación de la Ciencia y, en un futuro próximo, una Maestría en Divulgación de la Ciencia, actualmente en preparación.

A lo largo de toda esta trayectoria, y con base en la experiencia y la reflexión sobre el tema, ha quedado claro que la divulgación científica es una tarea que puede ser realizada óptimamente sólo cuando el personal dedicado a ello cuenta con una preparación especializada.

Volviendo al concurso convocado por Radio UNAM, en mi opinión personal muestra que todavía se sigue prefiriendo improvisar labores de divulgación que encomendarlas a expertos que cuenten con la formación y la experiencia necesarias.

Pensar que estudiantes, investigadores o profesores sin experiencia ni formación en divulgación puedan generar una propuesta profesional de divulgación resulta, cuando menos, muy optimista. Habrá que esperar los resultados, claro, pero si esa es la vía, ¿por qué no se abrió un concurso equivalente para generar un nuevo espacio noticioso, en vez de recurrir a un profesional reconocido como Ricardo Rocha? Después de todo, como argumenta Florence Toussaint en una nota reciente publicada en Proceso (2 de septiembre), “no deja de ser una afrenta a la comunidad universitaria –con dos escuelas y una facultad en donde se enseña periodismo– que su propia emisora no sea capaz de producir un noticiario innovador, profundo”.

En un texto publicado en Humanidades (no. 217), el director de Radio UNAM aboga por que la divulgación científica se presente “a través de radionovela, biografía, episodio dramatizado o cualquier otro formato que motive al radioescucha para seguirnos sintonizando y logre entusiasmar a nuevos radioescuchas”. Pero quien conozca un poco respecto a la divulgación en radio sabrá que precisamente los géneros dramatizados presentan dificultades especiales para realizar esta labor, en virtud de la densidad de información que tiene que comunicarse para lograr un mensaje que tenga sentido y el poco tiempo con el que se cuenta en radio para lograrlo: las dramatizaciones reducen todavía más ese tiempo.

Sería muy deseable que, junto con el afán por, en palabras de Escalante, “replantearnos esquemas que motiven a quienes nos sintonizan a seguir valorando el trabajo académico, científico y cultural de la UNAM”, se valorara la experiencia acumulada por los profesionales que durante años han producido y conducido programas de divulgación científica en Radio UNAM, para que, junto con los nuevos planteamientos, esta labor pueda enriquecerse no sólo con base en ideas preconcebidas, sino en el sólido conocimiento y experiencia de los profesionales.


19 de septiembre de 2001

¿Adiós a la ciencia en Radio UNAM?

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 19 de septiembre de 2001)

Una de las premisas centrales de la divulgación científica que se hace en nuestro país –y el pretexto de esta columna– es que la ciencia es cultura. Por eso, cuando la ciencia logra conquistar espacio en algún medio cultural, superando división artificial entre ciencias y humanidades (las “dos culturas” de C. P. Snow), hay que festejar el acontecimiento. Nuestro periódico Humanidades es uno de estos espacios. Otro lo ha sido, hasta ahora, la radiodifusora universitaria, nuestra querida Radio UNAM.

Durante un largo tiempo, la programación de la emisora ha incluido programas dedicados a la difusión de la cultura científica. Como se trata de una estación esencialmente cultural –no comercial, hay que recordarlo– esta labor se inserta perfectamente en sus labores de difusión cultural. Al igual que las otras dos funciones sustantivas de la universidad -la enseñanza y la investigación- la difusión es una labor importantísima para la sociedad, y justifica plenamente la inversión que ésta hace para mantenerla funcionando.

Hasta hace unas semanas, Radio UNAM contaba con una barra diaria de programas de ciencia que, con distintas trayectorias, cubrieron en forma muy exitosa las necesidades de un público bien definido. Esto se debe, en gran parte, a que los programas eran producidos y conducidos por divulgadores profesionales de la ciencia que contaban con la preparación y la experiencia necesaria, algo que no es tan común encontrar en los medios masivos de comunicación.

Entre estos programas destacaron los siguientes: En la ciencia, un espacio breve que se había transmitido ininterrumpidamente desde 1982, y A la luz de la ciencia, con duración de una hora, ambos producidos por la Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC) de la UNAM y conducidos por Rolando Ísita y su equipo de colaboradores; Por pura curiosidad, a cargo de Juan Manuel Valero, producido por la Coordinación de la Investigación Científica, la Facultad de Química y la DGDC; y finalmente La respuesta está en la ciencia, de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT).

Estos programas se transmitían en la barra de 2 a 3 de la tarde en días hábiles, y todos contaron con un público que supo responder con interés y fidelidad al trabajo profesional realizado por sus responsables.

Desgraciadamente, como parte de una reorganización de la programación total de la estación, la barra de ciencia fue sustituida un nuevo programa de tipo noticioso, conducido por Ricardo Rocha.

Es claro el beneficio que un comunicador tan famoso le puede aportar a una estación, que, quizá, no tiene ya la cantidad de radioescuchas que solía tener. Lo que no entiendo es qué puede ganar Rocha: supongo (espero) que no dinero, tomando en cuenta la grave crisis económica que enfrenta la UNAM. El director de la estación, Fernando Escalante, declaró al periódico Reforma (Cultura, 30 de agosto del 2001) que la entrada de Rocha “no impactará en el presupuesto”, pues “es una coproducción y por ello compartimos gastos y utilidades”.

Lo malo es que, para hacer lugar al nuevo programa, se haya decidido prescindir de la barra de ciencia. Desde luego, hubo una reacción inmediata del personal involucrado, ante lo cual la directiva de la estación invitó, según Reforma, a “elaborar un nuevo proyecto radiofónico a la brevedad, para que podamos continuar con la divulgación de la ciencia”.

Esto no debería ser necesario: los proyectos de los programas mencionados han probado ser buenos. Al parecer se trataba de un prejuicio –en el sentido de juicio previo, antes de ver la evidencia– de los directivos de Radio UNAM. En la nota de Reforma, Fernando Escalante dijo: “La estructura de Radio UNAM no ha cambiado en los últimos 20 años. Lo que pretendemos ahora es hacerla más atractiva. Que los conductores no se dediquen a platicar durante dos horas con sus invitados, sino que exploren todas las opciones de producción que da la radio”.

Uno podría preguntarse, ¿por qué una estación exitosa, dentro de su ramo, que es el cultural, tendría que cambiar? Como dicen los gringos, “si no está descompuesto, no lo arregles”. El programa indiscutiblemente más exitoso de la radio en la capital, el de Gutiérrez Vivó en Radio Red, al igual que muchos de formato similar, consisten, esencialmente, en un señor sentado frente a un micrófono, dando sus opiniones y entrevistando gente. Esa fórmula funciona y gusta al público, si está bien hecha (es decir, si conductores, temas e invitados son buenos e interesantes: pienso en Miguel Ángel Granados Chapa y su Plaza Pública, uno de los grandes éxitos de Radio UNAM, o el maravilloso programa de Jaime Litvak). Recordemos también el inmenso éxito de los programas de Ikram Antaki, a pesar de que más bien parecían conferencias.

Lo más irónico es que el nuevo programa de Rocha, anunciado con bombo y platillo en los medios de comunicación, consiste en... un señor sentado frente a un micrófono entrevistando a invitados. Y recibiendo reportes de enviados especiales, reporteros, etcétera... En fin, al parecer, se planea invitar a los participantes en los programas de la barra de ciencia a colaborar con el programa de Rocha.

En una carta publicada en el semanario Proceso (19 de agosto de 2001), un grupo de personas, supongo que trabajadores de Radio UNAM, afirman que la estación “fue pionera en los programas de opinión que hoy están de moda en la radio comercial”, lo cual es muy cierto. También protestan porque afirmar que “Radio UNAM se encuentra estancada desde los años setenta (...) es falso y una falta de respeto para muchos universitarios que han dedicado a la emisora su mejor esfuerzo”. Estoy totalmente de acuerdo: en particular, las instituciones y personas que han producido los programas de la barra de ciencia a lo largo de todos estos años (he tenido el honor se ser invitado a todos ellos alguna vez) han hecho una labor que no puede descartarse de un plumazo.

Espero que la oferta de conservar estos espacios, aun cuando sea en otro horario, se cumplan sin escudarse en una supuesta necesidad de “renovar los proyectos”. De otro modo, los radioescuchas perderíamos una de las mejores oportunidades que teníamos de conocer el panorama dela ciencia. Y eso sería una tragedia.


22 de agosto de 2001

El disgusto por la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 22 de agosto de 2001)

Para RBB, con más cariño del que se imagina

Hace unas semanas sostuve, a través del correo electrónico (me confieso adicto a estos inventos de la modernidad) un debate con uno de mis primos, joven culto dedicado a las letras hispanas, sobre la teoría de la evolución por selección natural, que como sabemos fue formulada por Charles Darwin y publicada en su famoso libro El origen de las especies en 1959. A pesar de que la versión de Darwin ha sido refinada y complementada desde entonces, incorporando los avances de la genética, la biología de poblaciones y de la biología molecular, el mecanismo esencial que propuso (la selección natural) ha probado ser suficiente para explicar los diversos aspectos y modalidades de la evolución en el mundo biológico. Hoy en día, el darwinismo sigue siendo suficiente para entender la evolución y el surgimiento de nuevas especies.
Por eso me sorprendí cuando, en medio de una discusión sobre la evolución del lenguaje, mi primo comentó, con tono irónico, lo siguiente: “Pobre... ¿sigues teniendo fe en el malabarismo lógico de Don Carlitos?”. Debo confesar que me escandalizó ver a una de las más grandes y poderosas ideas en la historia de la ciencia –la “peligrosa idea de Darwin” que, según Daniel Dennett, puede extenderse mucho más allá de los límites de la biología para llevarla a los campos del estudio de la mente, de la cultura y hasta de la moral– reducida al nivel de “malabarismo lógico”.
Rascando un poco descubrí que lo que mi primo tenía, seguramente, era una concepción incompleta y ligeramente tergiversada de lo que significa no sólo el darwinismo, sino la ciencia en general. Según él, hay quienes “dicen que la CIENCIA es, (...)conocimiento cierto y verdadero y objetivo y no sé qué otra maravilla más allá de la interpretación con base en un modelo arbitrariamente seleccionado”. En otras palabras, mi querido pariente ha sido presa de una infección ideológica (memética, en los términos de Richard Dawkins) cada vez más común en estos tiempos: la concepción posmodernista de que la ciencia es sólo un conjunto de creencias arbitrarias, sin mayor base que cualquier otro sistema de ideas como las religiones o los cultos esotéricos.
La idea (¡errónea!) de que la ciencia pretende tener la verdad absoluta y objetiva acerca de la totalidad del universo es muy común, gracias a lo mal que se enseña la ciencia en las escuelas, e incluso es sostenida -¡oh, vergüenza! - por numerosos investigadores científicos, a quienes no les vendrían nada mal algunos cursos de historia y filosofía de la ciencia (¡pero moderna, más allá de Mario Bunge y su librito La ciencia, su método y su filosofía, por favor!).
En realidad, el conocimiento científico actualmente aceptado como válido dista mucho de ser definitivo, pues está en constante cambio (ya Karl Popper, precursor de las modernas visiones -¡darwinistas!- de la epistemología, afirmaba que la ciencia avanza formulando conjeturas y tratando a continuación de refutarlas). Pero no sólo eso: el saber científico es también relativo, pues depende de la cultura en la que está inmerso y necesariamente refleja los prejuicios y las creencias de la sociedad en la que surge.
Y sin embargo, no por ello puede saltarse a la conclusión de que entonces el conocimiento científico es inválido y la ciencia es sólo un sistema de creación de mitos que resulta cómodo o útil creer. Por su propia esencia, la ciencia y los científicos tienen un compromiso fundamental con la realidad: el de tratar de acercarse a ella de la manera más honesta posible, tratando de entenderla con base en observaciones y experimentos, sometiendo a prueba las hipótesis y desechando las que no puedan explicar las evidencias. La ciencia tiene en su interior mecanismos autocorrectivos que permiten que el conocimiento que produce se vaya refinando y depurando, y aun cuando su método esté sujeto a todas las fallas de los seres humanos que los ejercen (errores, trampas, prejuicios, sectarismos y hasta fraudes), eso no impide que se trate de la manera más efectiva con la que cuenta la humanidad para acercarse a entender el funcionamiento del mundo natural.
La ciencia funciona, y la prueba es que el conocimiento que produce puede aplicarse en forma práctica. Las teorías que explican dichos éxitos, y que nos permiten formarnos una visión del mundo en que vivimos que lo hace no sólo comprensible, sino manipulable y por tanto mejorable, pueden estar equivocadas, pero son honestas en tratar de explicar los fenómenos de manera coherente con la evidencia experimental.
En otras palabras, si las teorías científicas muchas veces resultan estar erradas y son sustituidas por otras, si el conocimiento científico es incompleto y lo acepta, si a veces los científicos, al enfrentarse a creyentes en los ovnis o las “curaciones cuánticas” tienen que decir “no sé” (circunstancia que es aprovechada por los émulos de Jaime Mausán para descalificar a la ciencia, pues ellos en cambio sí son poseedores de “la verdad”), todo ello es debido a que la ciencia no puede darse el lujo de dejar de tratar honestamente de acercarse a la realidad. De otro modo no sólo perdería todo sentido, sino que dejaría de funcionar y se convertiría, entonces sí, en sólo otro mecanismo generador de mitos cómodos pero inútiles.
El descontento y el rechazo que muchas veces causan las ideas científicas pueden explicarse por varias causas. Una de ellas es la percepción de que la ciencia ha traído numerosos males a la humanidad (bombas atómicas, contaminación, calentamiento global, desforestación). Esta visión, desgraciadamente, ignora los mucho más numerosos beneficios que hemos recibido gracias al conocimiento científico que tenemos de la naturaleza.
Otra causa de rechazo a la ciencia es la arrogancia con la que muchas veces se presenta, por lo que es percibida con justa razón como deshumanizante, cuando en realidad nos podría permitir conocernos mejor y en ese grado ser humanística.
Finalmente, las revelaciones de la ciencia muchas veces no coinciden con nuestras expectativas, lo cual nos puede hacer sentir incómodos y desorientados. Hoy la ciencia ha mostrado que el hombre no es el centro del universo; que es sólo uno más entre los animales; que la vida es sólo un complejo proceso químico; que no hay una alma o esencia humana más allá de los sutiles mecanismos cerebrales.
Pero quienes apreciamos la ciencia sabemos que las visiones que nos presenta (nótese que no digo “verdades”, palabra que carece de sentido en este contexto) no sólo pueden enriquecer nuestra visión del mundo, sino conocernos profundamente y permitirnos acceder a experiencias vitales tan enriquecedoras como las que nos proporcionan las artes, las humanidades o las relaciones humanas. En el fondo, la ciencia, la literatura española o una relación amorosa nos dan en cierto modo lo mismo: una experiencia vital que nos produce satisfacción y nos hace ser más de lo que somos. Vale la pena arriesgarse a conocerlas, aunque a veces cueste un poco de trabajo, e incluso aunque a veces duela.

27 de junio de 2001

Tres libros a favor del ambiente

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 27 de junio de 2001)


Entre las muchas vías que se pueden elegir para divulgar la ciencia –para ponerla al alcance del público no especializado– una de las más interesantes es el uso de la literatura.

La escritura de cuentos y novelas “de ciencia” ha sido explorada de diversas maneras, y con resultados de lo más diverso, especialmente porque como se trata de un área en que la literatura se confunde con la divulgación, los productos tienen destinos de lo más inesperado. A veces una obra que se escribió sin el menor interés por transmitir conceptos científicos al lector funciona admirablemente para este fin, llegando incluso a ser utilizada como material didáctico en cursos escolares. Así, algunas obras, por ejemplo de ciencia ficción, que se escribieron sólo con fines literarios, han permitido que generaciones de jóvenes –y adultos– comprendan principios básicos de la física, la química o la biología. En otras raras ocasiones, una obra que pretendía educar acaba siendo reconocida más por su valor literario que por ser especialmente buena para transmitir ideas (aunque lo normal es que las dos cosas vayan juntas).

De cualquier modo, la escritura de libros de divulgación dirigidos a los jóvenes que puedan servir para comunicar conceptos, actitudes y valores relacionados con la ciencia ha sido una estrategia bastante exitosa en nuestro país. Como prueba están los casi 200 títulos de la colección “La ciencia para todos” (antes “La ciencia desde México”), publicada por el Fondo de Cultura Económica. A pesar del muy desigual nivel y calidad de sus textos, y de que no siempre cumplen su función estrictamente divulgativa, pues llegan a semejar libros de texto, existen en esta colección muchas obras admirables (y algunas que, paradójicamente, llegan a ser utilizadas en cursos de posgrado).

Existen otras colecciones que, aunque constan de un número mucho menos de títulos y no cuentan con los amplios recursos propagandísticos que el FCE tiene a su disposición (entre los que destaca el exitosísimo concurso anual que se organiza para que los estudiantes de secundaria y prepa escriban ensayos y reseñas sobre sus títulos, una idea genial), ofrecen textos de gran calidad y originalidad. “Viajeros del conocimiento”, de Pangea Editores, y “Viaje al centro de la ciencia”; de ADN Editores y CONACULTA son las más destacadas.

Pero existe otro esfuerzo, menos conocido, que hoy quisiera destacar. Se trata de la Colección básica del medio ambiente, coeditada por la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT) y la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT). En la Casa Universitaria del Libro –recinto que, por cierto, merece todo tipo de felicitaciones por la importante y excelente labor que realiza, no sólo en la presentación de libros, sino en la impartición de cursos que han sido decisivos en la formación de una nueva generación de editores, correctores y escritores en nuestro país– se presentaron recientemente tres nuevos libros de esta colección, que completa así diez títulos, todos ellos dedicados a la promoción y divulgación del conocimiento del ambiente y el cuidado del mismo.

El suelo: ese deconocido, de Elizabeth Solleiro Rebolledo, nos habla de la ecología del suelo. A través de un ameno relato acerca de varios adolescentes el libro nos explica las principales características del suelo, su origen y destino, su degradación y conservación. “El suelo es como la piel de la tierra, la parte superficial de la corteza terrestre que permite sostener la vida vegetal y animal. Si no se conoce no se puede decidir qué sembrar o cómo sembrar, sin que se deteriore o pierda”, dice la autora. Y en efecto, es curioso cómo el conocimiento que uno generalmente tiene del suelo que pisa es prácticamente nulo. Cuando se descubren las maravillas que hay bajo nuestros pies es cuando se aprecia el valor de este interesante librito.

Por su parte, Aguas con el agua, de Ernesto Márquez Nerey, se enfoca a promover la “cultura del agua”, recurso que como sabemos es vital para cualquier sociedad, y que aunque es abundante en nuestro país, está muy mal distribuido, además de mal utilizado, contaminado y desperdiciado. Un grupo de estudiantes que deciden organizar un pequeño congreso sobre el agua descubren lo esencial acerca de este recurso en México, su papel en la civilización y en la salud, y las maneras de conservarla, y de paso permiten que el lector se apasione y se informe sobre este refrescante tema.

Finalmente, Campamento Biofilia, de Alejandra Alvarado Zink, el número 10 de la colección, aborda el popular tema de la biodiversidad, esta vez mediante un fresco relato acerca de la visita de un grupo juvenil a un campamento en el que traban contacto con la diversidad biológica de nuestro país, con sus diversas caras, las amenazas que enfrenta y la manera de eludirlas para conservar este importante patrimonio.

Hasta hora, los primeros siete libros de la Colección básica del medio ambiente han tenido muy buena aceptación en el medio escolar, y a decir de estudiantes y profesores cumplen bien su objetivo de divulgar los conceptos básicos del cuidado del ambiente. Es seguro que estos tres nuevos títulos tendrán también éxito. De este modo, la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica cumple admirablemente con su objetivo.

Es de agradecer que en un país tan grande y diverso como el nuestro, pero en el que la ciencia es –¡todavía!– tan poco apreciada, exista una sociedad tan empeñosa como la SOMEDICYT (a la que me honra pertenecer), que a lo largo de más de diez años ha realizado labores de divulgación de la ciencia y ha promovido la formación y profesionalización de los divulgadores, especialmente a través de su congreso anual. La Colección básica del medio ambiente es una muestra de que, aún con pocos recursos, pueden lograrse resultados ampliamente recomendables

Nota final: los tres títulos, junto con el resto de la colección, están disponibles en las oficinas de la SOMEDICYT, en planta baja de La casita de la ciencia, frente al museo Universum, en el circuito cultural de ciudad Universitaria, o al teléfono 56-22-1-73-30, en días hábiles por las mañanas.

13 de junio de 2001

Accidentes y condicionamiento

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 13 de junio de 2001)


Escribo este texto con algo de dificultad, pues tengo que usar un collarín ortopédico debido a un accidente de tránsito: un conductor -que evidentemente desconocía la propiedad de impenetrabilidad que presentan los cuerpos sólidos- pensó que podía acelerar sin esperar a que el auto que estaba delante lo hiciera. Desgraciadamente, el de adelante era yo.

Pero mi tema no este leve accidente, sino un hecho curioso que surgió a raíz de él: cuando tuve necesidad de pasar nuevamente por el lugar preciso en donde sucedió el choque, sentí una gran aversión.

Un amigo se burló de mí cuando le comenté mi nerviosismo: “y luego andas tú hablando de pensamiento mágico y cosas así”, dijo, riéndose, cuando le dije que me daba miedo volver a pasar por el mismo sitio. Yo me sentí apenado, claro, pues él tenía razón: ¿por qué habría yo de temer que se repitiera un accidente sólo por pasar de nuevo por ahí?

Más tarde -tratando de justificarme, lo confieso- reflexioné que quizá no se trataba sólo de supersticiones mías: quizá, me dije, se trate de algo semejante al condicionamiento pavloviano. El fisiólogo ruso Iván Petrovich Pavlov (1849-1936) demostró en 1889 que, si se sometía a perros a un estímulo dado –por ejemplo, darles de comer– simultáneamente con un estímulo condicionante –como el sonido de una campana–, podía establecerse un vínculo entre este sonido, de modo que alguna respuesta fisiológica que normalmente sólo se presentaba ante el primer estímulo –por ejemplo, la salivación en presencia de comida se presentara ahora ante el segundo estimulo. Así, Pavlov logró que los perros produjeran saliva en abundancia con sólo escuchar la campana, sin necesidad de que hubiera comida cerca: una respuesta condicionada.

Posteriormente se confirmó que este tipo de “aprendizaje” primitivo y mecánico que es el condicionamiento pavloviano es vital para muchos animales y desde luego de nosotros, los humanos. Es fácil, por ejemplo, que uno asocie un determinado sonido u olor con ciertas circunstancias particularmente desagradables –una enfermedad, un accidente, un evento doloroso. Es clásico el caso de alguien que se intoxica consumiendo algún alimento en particular –digamos, camarones– y a partir de la fuerte diarrea acompañada de vómitos, cólicos, etc. que suele presentarse en estos casos, desarrolle una fuerte e “irracional” aversión a estos mariscos.

Volviendo a mi accidente y al temor a que se repitiera, se me ocurre que quizá soy una simple víctima más del mecanismo descubierto por el ruso de los perros: quedé marcado por el evento traumático y ahora no podré pasar por el lugar del accidente sin temer un nuevo percance.

Pero independientemente de lo descabellada que pueda ser mi idea, resulta interesante pensar en lo que hay detrás del mecanismo pavloviano. ¿Por qué resulta útil para los seres vivos ser capaces de ser condicionados de una manera tan mecánica por estímulos del medio?

Una respuesta simple es que así se garantiza que no se repetirá una conducta que puede resultar peligrosa o dañina: si una vez se come algo que resulta tóxico, el condicionamiento de aversión evita que el animal vuelva a consumir ese alimento. Y lo mismo respecto a otras cosas o conductas que puedan amenazar la supervivencia del organismo. Es lógico pensar que una especie que presente este mecanismo de protección puede sobrevivir mejor que otra que no lo tenga; el mecanismo pavloviano adquiere así sentido evolutivo. Aunque no se conozcan con detalle los mecanismos moleculares o genéticos que controlan el condicionamiento, los detalles fisiológicos y cerebrales que lo hacen posible se han estudiado bastante (de hecho, los neurofisiólogos utilizan este tipo de condicionamientos de aversión como una útil herramienta de investigación para explorar los mecanismos cerebrales y psicológicos de animales de laboratorio).

Pero hay otro nivel en el que el condicionamiento pavloviano resulta apasionante: cuando se lo considera como una forma de inducción. Como se sabe, la ciencia se basa en la observación y la experimentación de algún fenómeno de la naturaleza para llegar, luego de reunir algún número de datos, a una generalización (teoría o ley). Sin embargo, este proceso de inducción (el paso de un número limitado de observaciones a una ley general que se supone válida en todos los casos) no es fácil de justificar filosóficamente.

Sin embargo, actualmente algunos filósofos han comenzado a desarrollar una rama de la filosofía conocida como epistemología evolucionista, en la que buscan conectar la reflexión acerca de cómo conocemos el mundo, sobre todo por medio de la ciencia, con el conocimiento que se tiene acerca de la evolución de los seres vivos. Dentro de esta perspectiva, podría sostenerse la hipótesis de que un mecanismo como el condicionameitno pavloviando es una forma uy primitiva de inducción: a partir de sólo una experiencia negativa, el organismo “aprende” a evitar experiencias similares. Es como si con hacer sólo una medición, como pesar una piña, un científico decidiera que todas las piñas pesan un kilo.

De cualquier modo, es interesante pensar que procesos intelectuales como la deducción puedan tener bases biológicas... Parafraseando a Marcelino Cereijido, del cinvestav del ipn, ¿acabará la filosofía siendo una rama de la biología?

Posdata: ya volví a pasar por el lugar del accidente, y no pasó nada.

30 de mayo de 2001

Mitocondrias y periodismo científico

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 30 de mayo de 2001)

En memoria de la doctora Aurora Brunner Liebshard

En las pasadas semanas han aparecido en los diarios dos noticias científicas que me dan pie para hablar de los problemas y las dificultades que pueden presentarse en el ejercicio de una de las especialidades más demandantes del periodismo: el periodismo científico.

La primera noticia, difundida ampliamente en los medios de todo el mundo el sábado 5 de mayo, anunciaba con grandes titulares –dirigidos, seguramente, a despertar un interés igualmente grande– que un científico estadounidense, el doctor Jacques Cohen, había logrado crear los primeros bebés genéticamente modificados (como botón de muestra, el titular del diario español El país rezaba “Nacen en Estados Unidos 15 bebés con genes de su padre y de dos mujeres”, mientras que en el sitio de noticias científicas de Yahoo, en la red, el encabezado era “Nacen los primeros bebés genéticamente alterados”... como se ve, el periódico impreso parece ser ligeramente más riguroso que los sitios en la red).

Desde luego, la noticia resultó en un gran escándalo: la posibilidad de que se hubiera creado a 15 bebés cuyos genes hubieran sido modificados suena aterradora, pues uno de los límites más claros –y en los que prácticamente todo el mundo está de acuerdo– para la manipulación genética es el no manipular la llamada “línea germinal” humana, es decir, no realizar modificaciones en seres humanos que puedan ser transmitidas a la descendencia e introducirse así en el patrimonio genético de la especie.

Pero lo más curioso sucedió al día siguiente: a pesar de ser domingo, el lector de, por ejemplo, La jornada, pudo encontrarse con una especie de desmentido de la información anterior: “Niega científico de Estados Unidos haber creado bebés genéticamente modificados”, anunciaba la nota publicada en este diario. A su vez, Yahoo publicó el lunes siguiente una nueva versión de la misma nota publicada el sábado, pero con una cabeza que enfatizaba un ángulo muy diferente del asunto: “Tratamiento contra la infertilidad deja a niños con ADN extra”.

Aclaremos de qué se trataba el asunto. Nuestras células contienen, entre los muchos organelos microscópicos que realizan distintas funciones vitales, unas minúsculas pero complejas estructuras llamadas mitocondrias. Estos organelos, que frecuentemente son comparadas con “centrales energéticas” celulares, cumplen la importante función de oxidar los azúcares de los que se alimenta la célula para obtener energía utilizable. Las mitocondrias, a diferencia de la mayoría de los organelos celulares, tienen la característica de poseer su propia información genética, almacenada en moléculas de ADN (ácido desoxirribonucleico). Esta información genética es independiente de los genes contenidos en el núcleo de la célula, y permiten que las mitocondrias, si bien no son capaces de vivir independientemente, sí puedan gozar de una cierta autonomía (en forma quizá parecida a nuestra querida universidad, que es autónoma aunque no puede vivir sin el subsidio que le da el gobierno).

Para terminar esta breve explicación, añadiré que las mitocondrias –y su información genética– se transmiten de padres a hijos de una manera especial: a diferencia de lo que ocurre con los genes nucleares, de los cuales recibimos la mitad de nuestra madre y la mitad de nuestro padre, nuestros genes mitocondriales se transmiten únicamente por la vía materna (la explicación es que cuando el espermatozoide fecunda al óvulo, sólo penetra en él la cabeza, que contiene el núcleo, pero el cuerpo ni la cola, que contienen las mitocondrias paternas, de modo que el bebé tiene sólo mitocondrias –y ADN mitocondrial– proveniente de la madre. Esta característica ha permitido estudiar la antigüedad de los genes de las mitocondrias y remontarnos hasta la famosa “eva mitocondrial”, así como estudiar las migraciones de grupos humanos en la prehistoria.

Bueno: pues lo que hizo el doctor Cohen, del Instituto de Medicina Reproductiva y Ciencia del Centro Médico de San Barnabas, en Nueva Jersey, y que motivó los escandalosos encabezados a los que nos referimos al principio, fue inyectar citoplasma tomado de óvulos de mujeres fértiles incluyendo sus mitocondrias en óvulos completos de mujeres infértiles, y posteriormente fecundar los óvulos así tratados para producir bebés. El proceso se llevó a cabo como una forma de remediar la esterilidad de mujeres que no podían producir óvulos fértiles debido a defectos o carencias en su ADN mitocondrial: al mezclar sus mitocondrias con las de una mujer fértil, los óvulos se volvían capaces de ser fecundados.

¿Se trató entonces todo el escándalo de una exageración de los medios de comunicación? No exactamente: efectivamente, los bebés obtenidos efectivamente contienen ADN mitocondrial de dos mujeres distintas, y en ese sentido puede decirse que han sido “alterados genéticamente”. Por otro lado, el ADN mitocondrial forma sólo una parte minúscula del patrimonio genético de un ser humano, además de que los genes mitocondriales de los bebés son “naturales”, es decir, no han sido alterados artificialmente. Lo único que hizo el procedimiento fue producir una nueva mezcla de genes que ya se encontraban en la naturaleza.

Más bien podría hablarse de un manejo tendencioso de la información, que se presentó inicialmente como un alarmante caso de manipulación genética y sólo después del reclamo de los científicos involucrados se corrigió para verla como un curioso efecto secundario de un tratamiento contra la infertilidad. Tampoco queda claro de quién fue la culpa, pues se argumenta que la información, publicada en la revista Human reproduction, fue tergiversada ya desde un editorial incluido en la propia publicación científica.

En fin, todo quedó en un escándalo fallido y varios desmentidos publicados en todo el mundo. El incidente muestra cómo sigue existiendo un extendido prejuicio contra todo lo que signifique manipulación genética –con la carga de irracionalidad e ignorancia que todo prejuicio conlleva. Sin que esto signifique, claro, que deba aceptarse irreflexivamente algo tan delicado como la manipulación del patrimonio genético humano. Pero quizá el saldo final sea bueno, pues ha dado pie para que el gran público conozca lo que es el ADN mitocondrial y para que los divulgadores de la ciencia podamos escribir artículos como éste, en los que podemos hablar acerca de las curiosidades de la herencia

16 de mayo de 2001

Tito, Tito, Capotito

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 16 de mayo de 2001)


“Tito, Tito, capotito, sube al cielo y pega un grito. ¿Qué es?” Así rezaba una adivinanza muy popular, cuya respuesta era invariablemente “el cohete”. El grito, por supuesto, era la colorida explosión que normalmente acompaña a los petardos empleados en ferias y festejos.

Afortunadamente, el cohete en el que viajó Dennis Tito, millonario californiano que tuvo el dinero y la voluntad suficiente para convertirse en el primer “turista espacial”, no sufrió ningún tipo de explosión. Eso sí, seguramente este Tito sí habrá pegado varios gritos, pero de júbilo (“fue como estar en el paraíso”, dijo a su regreso). Y no es para menos, pues logró cumplir un sueño que había acariciado largamente y que muchos otros seguramente querrían compartir (como lo atestiguan las decenas de aspirantes que supuestamente ya se apuntaron en la lista para hacer un viaje a la Estación Espacial Internacional). Originalmente su excusión estaba planeada para visitar la estación MIR, pero como ésta había excedido su vida útil y tuvo que ser destruida, la estancia de Tito se cambió al proyecto internacional.

Al parecer, el viaje de Tito costó la friolera de 20 millones de dólares –lo que pone al turismo espacial un poco fuera del presupuesto de la mayoría de nosotros–, y fue realizado no a bordo de una nave estadounidense –como hubiera sido lógico esperar–, sino de un cohete Soyuz ruso. De hecho, la NASA se opuso a que los rusos enviaran al millonario al espacio, e incluso amenazaron con prohibir su ingreso a la parte estadounidense de la estación espacial. Destacó la ligeramente cínica crítica de John Glenn, el septuagenario astronauta y ex senador gringo, quien afirmó que el viaje de Tito era un uso incorrecto para la estación, que se supone debe usarse para fines de investigación. Recordemos que hace unos años Glenn logró volver al espacio a los 77 años de edad, viaje que muchos consideraron como un capricho que logró cumplir gracias a su puesto en el senado.

De cualquier modo, el viaje de Tito lo pone a uno a pensar en muchas cosas. En primer lugar, lo más obvio: la posibilidad de realizar viajes turísticos al espacio, a la luna, algún día quizá a Marte... ¿qué tan realista será esta idea, antes sólo posible en la ciencia ficción?

Y más allá de las posibilidades e implicaciones del turismo espacial, ¿qué nos dice el viaje de Tito acerca de la utilidad que tiene seguir desarrollando la ciencia y la tecnología que permiten los viajes al espacio?

Un argumento que se oye frecuentemente a favor de estas inversiones es el que cuestiona la validez, e incluso la ética, de gastar grandes cantidades de dinero en proyectos como mandar hombres a la luna o explorar otros planetas con sondas que cuestan cifras de 6 ceros en dólares, mientras por otro lado millones de seres humanos viven en la extrema pobreza o mueren de hambre aquí en la tierra.

Hay varias respuestas posibles a este cuestionamiento: uno es la importancia de explorar otros mundos, no sólo por el conocimiento mismo que se obtiene, sino por la tecnología que se desarrolla colateralmente a esta empresa. Muchas de las comodidades de que gozamos en la vida moderna –los privilegiados que podemos gozar de ellas, no olvidemos que una gran fracción de la población del planeta no cuenta ni siquiera con servicios básicos como agua corriente, electricidad o teléfono- son producto de las investigaciones tecnológicas que se hicieron en la década de los 60 para poder llegar a la luna. Todavía hoy seguimos recibiendo avances técnicos como nuevos materiales, alimentos, tecnología computacional y de comunicaciones que directa o indirectamente son derivadas de la investigación espacial.

Y sin embargo, no puede negarse que el viaje de Dennis Tito no parece haber aportado ningún beneficio importante para la humanidad -ni siquiera para un parte de ella. Lo único que parece haber demostrado es que, si uno tiene el dinero suficiente, puede hoy cumplirse caprichos tan extraños como hacer turismo en una estación espacial.

Ante esta realidad, la visión cínica que afirma que la ciencia y la tecnología son manifestaciones de un sistema capitalista que sólo busca la dominación y el enriquecimiento de unos cuantos, bajo el pretexto de la búsqueda del conocimiento. Cuesta trabajo no caer en este tipo de pensamiento. Consideremos, como un intento de antídoto, los riesgos de pensar así. ¿qué pasaría si proliferara la visión de la ciencia como un “gasto”, una empresa que no es costeable para una sociedad que enfrenta retos mucho más urgentes?

La consecuencia inmediata sería el empobrecimiento y quizá la desaparición del sistema científico, lo cual a su vez nos privaría de una de las fuerzas sociales que han resultado más influyentes en el rumbo de la humanidad en los pasados siglos. El peligro de perder de vista los amplios y múltiples beneficios que la investigación científica y tecnológica –en todas sus manifestaciones- nos proporcionan, deslumbrados tan sólo por el mal ejemplo de Tito y su capricho espacial es que nos ocupemos sólo de lo urgente, olvidando lo importante: que enfoquemos nuestros recursos sólo a los problemas del momento, y olvidemos el desarrollo que debemos mantener para el futuro.

Después de todo, no hay que olvidar que la ciencia y la tecnología sirven para muchas, muchas más cosas que para poner una sonrisa en el rostro de un millonario californiando de edad madura que siempre soñó con viajar al espacio.

2 de mayo de 2001

Amistad, evolución y mente

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 2 de mayo de 2001)


Las explicaciones darwinianas parecen estar de moda últimamente. Mucho más allá del ámbito de la simple biología –donde no es sorprendente que el abuelo Darwin siga siendo la figura más influyente de todo el panteón de esa ciencia; después de todo, como ya lo dijera Sewall Wright, “nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”– el pensamiento darwinista ha comenzado a tener influencia en campos tan disímbolos como la química farmacéutica, la computación, la psicología, los estudios culturales y de comunicación, y hasta la filosofía.

En un libro recientemente publicado (La máquina de los memes, Grijalbo, 2001), la psicóloga Susan Blackmore trata de resumir y sistematizar una de estas nuevas derivaciones de lo que el biólogo Richard Dawkins llama “darwinismo universal”: la teoría de los memes (singular mem), ideas, conceptos, o cualquier tipo de fragmentos de información mental que pueden ser transmitidos de cerebro en cerebro y que compiten entre sí en forma semejante a como lo hacen los genes en los organismos vivos.

La idea básica es relativamente simple: los genes, por su propia naturaleza de “replicadores” o “replicones” (unidades de información genética capaces de reproducirse, o “replicarse”, en el lenguaje de los biólogos moleculares) son entidades que evoluciónan. El mecanismo es algo así: dada una variedad de posibles secuencias genéticas –genes–, aquellas que puedan reproducirse en mayor número y con mayor fidelidad comenzarán a predominar en una población dada, por sobre otros genes menos eficientes para replicarse. De este modo, el simple hecho de copiarse con eficiencia hace que un gen sea “exitoso”. Las posibles ventajas o desventajas que confiera al organismo que lo porta se convierten así no en causas, sino en efectos de la eficiencia reproductiva del gen. Esta es, a grandes rasgos, la teoría del “gen egoísta”, planteada hace años por el propio Dawkins.

La idea de los memes, planteada también por este influyente especialista en comportamiento animal, es sólo una extensión del mismo concepto: ¿no existirán otro tipo de entidades capaces de reproducirse, cambiar y evolucionar en forma semejante a como lo hacen los genes? Claro que sí: las ideas.

Un ejemplo sencillo son las modas: a partir de una idea original que alguien tiene, una moda como, por ejemplo, el usar tatuajes o aretes en el ombligo, se va “contagiando” de cerebro en cerebro –muchas veces ayudada por factores como su utilidad, belleza o significado como señal de pertenencia a una comunidad. A lo largo del proceso, la moda va cambiando y transformándose lentamente: evoluciona, y puede llegar a universalizarse (o casi), o a extinguirse. Igualmente puede competir con otras modas “rivales”, llegando a dominar una en ciertas poblaciones y otra en grupos distintos (piénsese en el abismo que separa la moda de los “darks” de la de los “skatos”, por ejemplo).

Los chistes son otro ejemplo de memes: una historia comienza siendo contada por su autor, y va siendo repetida –dependiendo de lo contagiosa que resulte, además de su efectividad para provocar la risa, entre otros factores– y en el proceso puede modificarse, cambiar e irse perfeccionando o deteriorando. Nuevamente, evoluciona.

La utilidad de la idea de los memes es que pone a fenómenos psicológicos, sociológicos y culturales sobre una base biológica, conectando así mundos que alguna vez parecieron separado por un abismo. Blakmore muestra, por ejemplo, cómo el pensamiento memético nos permite abordar cuestiones como la de por qué los seres humanos no podemos dejar de pensar continuamente.

Si suponemos que los memes –ideas– que permanezcan más constantemente en la conciencia de un individuo tienen mayores probabilidades de ser comunicados a otro individuo, puede esperarse que a lo largo del tiempo evolucionen memes perfectamente adapatados para hacer precisamente eso: estar dando vueltas una y otra vez en el cerebro que los aloja, esperando ser contagiados a otros cerebros. Naturalmente, este tipo de memes competirán unos con otros, con el resultado de que nuestros pobres cerebros acaban siendo colonizados constantemente, no porque los memes “pretendan” hacerlo, sino simplemente porque han sido seleccionados (en el sentido de “selección natural”) para ello.

Sin aceptamos esta propuesta, no es difícil brincar a otras explicaciones. Por ejemplo, acerca de la amistad. ¿Por qué existe la amistad? ¿Tiene alguna utilidad evolutiva –fomenta la reproducción de nuestros genes–, o podrá tener algo que ver con los memes?

Una de las características principales de toda amistad es que se la busca sobre todo para platicar: compartir ideas, información, experiencias. Dicho de otro modo, para permitir que los memes que habitan nuestra mente se reproduzcan en la de nuestro amigo o amiga. Las constantes pláticas entre camaradas se pueden ver así como grandes y fértiles campos en los que los memes brincan de un cerebro a otro, aumentando el número de copias que dejan en las mentes por las que han pasado, cumpliendo así su único propósito: reproducirse. En el proceso, desde luego, estos memes cambian poco a poco, a la manera del “teléfono descompuesto” (el juego memético por excelencia), y van así evolucionando.

Por supuesto, la amistad tiene también obvias conveniencias desde el punto de vista genético: un individuo que tenga muchos amigos probablemente sobrevivirá, al igual que sus hijos, y se reproducirá con más eficacia que una persona aislada y solitaria. Pero esto no es obstáculo para pensar que los memes que fomentan las amistades no hayan influido también para desarrollar esta característica –la de formar constantemente amistadas– en nuestra especie.

Tomando en cuenta las ideas anteriores, ¿podría uno atreverse a ir aún más allá, y tratar de proponer una explicación memética del amor? Quizá no es necesario –después de todo, este sentimiento probablemente pueda ser analizado en términos de ventajas genéticas–, y definitivamente es prematuro, pero sería un campo interesante para explorar.

18 de abril de 2001

Divulgación de la ciencia: fuera y dentro de la UNAM

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 18 de abril de 2001)

Recientemente ha corrido el rumor de que el CONACYT está muy interesado en promover la divulgación científica. Éstas son buenas noticias, pues de ser cierta, significarían que por fin se comienza a apreciar la importancia estratégica que esta actividad puede tener para promover el desarrollo del aparato científico y tecnológico nacional.

Pero antes de que esto comience a sonar como discurso oficial, veamos un poco a qué puede uno referirse cuando habla de divulgación de la ciencia. Se trata de una actividad proteica (palabra que quiere decir “multiforme”, aunque en esta época de ingeniería genética y proteínas por todas partes el significado se confunde un poco...) y por lo tanto difícil de definir. Hay quien habla de divulgación científica cuando piensa en un museo de ciencias, en una revista tipo ¿Cómo ves? o Muy interesante, o en una serie de conferencias sobre temas científicos. Otros consideran que sólo publicaciones de muy alto nivel, accesibles sólo para un público bien educado, como por ejemplo la revista Scientific american, pueden ser consideradas verdadera divulgación científica.

Por otro lado, existe la discusión acerca de si el periodismo científico es una disciplina independiente, o sólo una variedad especializada de la divulgación científica. Los pedagogos y profesores, por su parte, parecen pensar que el objetivo de la divulgación debe ser apoyar el proceso enseñanza-aprendizaje tanto dentro del salón (creándose entonces confusión entre lo que es propiamente el material didáctico y la divulgación científica) o fuera del aula (la llamada “educación no formal”).

De lo que casi nadie parece dudar es de la importancia de poner el conocimiento científico al alcance del público, de modo que pueda apreciarlo, comprenderlo y utilizarlo. Y aquí viene la paradoja, puesto que aunque todo mundo reconoce la importancia de la divulgación, poco se ha hecho para apoyarla y fortalecerla en forma seria.

La UNAM, afortunadamente, tiene una larga tradición al respecto, que se materializa en la creación del Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia, posteriormente transformado en Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC) y finalmente en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC). A través de los años esta dependencia universitaria ha llevado a cabo proyectos tan importantes como las revistas Naturaleza y ¿Cómo ves?, los museos de ciencias Universum y de la Luz, la producción de libros y videos diversos y la puesta en marcha de exposiciones, cursos, ciclos de conferencias, talleres, páginas de internet y boletines varios. Al mismo tiempo, el CUCC/DGDC se ha convertido en una de las instituciones más destacadas en la formación de personal dedicado a la divulgación científica a través tanto del aprendizaje directo como del Diplomado en Divulgación de la Ciencia, que se imparte anualmente y en la definición de proyectos que luego han servido de guía y marcado pautas a nivel nacional.

Y sin embargo, pareciera que actualmente a la divulgación científica no se le da, dentro de la estructura universitaria, la importancia que debiera tener. El translado del CUCC de la Coordinación de Difusión Cultural, donde estuvo originalmente, a la Coordinación de la Investigación Científica, significó enfrentarse a criterios ajenos a su esencia (la divulgación, aunque es parte de la actividad científica, no es investigación; se consagra a la comunicación del conocimiento científico al público no científico, no a crear nuevo conocimiento). Posteriormente, la transformación del CUCC en DGDC, llevada a cabo al inicio del rectorado de Francisco Barnés, significó la pérdida de su calidad de dependencia académica, para pasar a ser una entidad administrativa.

Adicionalmente, la difícil situación política, económica y académica por la que atraviesa la UNAM ha hecho que los recursos para la divulgación disminuyan, y la situación laboral del personal dedicado en forma profesional a la esta actividad dentro de la UNAM no parece estar mejorando, sino al contrario.

Finalmente, no parece claro que los funcionarios universitarios sean conscientes de la utilidad de poner la ciencia al alcance de las mayorías, y de formar y apoyar al personal dedicado profesionalmente a esta actividad. Sigue prevaleciendo, especialmente entre los investigadores científicos, la idea de que la divulgación es algo que puede hacerse sin mayor preparación, improvisadamente, sobre las rodillas.

Incluso la idea de que las actividades de divulgación pueden redundar en beneficio de la ciencia nacional aún no es fácilmente aceptada. Recuerdo una triste ocasión en que, hablando con un alto funcionario, expresé lo conveniente que sería que el CONACYT apoyara las actividades de divulgación, puesto que esto mejoraría la percepción que el público general tiene de la ciencia y por tanto redundaría en un mayor respaldo público y social para el gasto nacional en ciencia y tecnología. La obtusa respuesta del burócrata fue preguntarme si contaba con las cifras para sustentar tan peregrina afirmación.

Sin embargo, y a pesar de no contar con estos datos, hoy parece que el CONACYT ha decidido, por fin, poner manos a la obra y trabajar para que la sociedad que con sus recursos apoya el desarrollo científico y tecnológico nacional tenga una mejor percepción de la naturaleza e importancia de estas actividades. Y, esperamos, la apoye más decididamente. Ojalá que este esfuerzo pronto rinda frutos, en forma no sólo de programas y actividades de divulgación a nivel nacional, sino en el reconocimiento, dentro de los claustros universitarios, de la importancia y valor académico de esta actividad.