28 de junio de 2000

El futuro de la computación

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 28 de junio de 2000)

No hay duda de que vivimos la era de la computación. Los avances en este campo no sólo han sido más acelerados que en ninguna otra área del desarrollo humano, sino que se trata de un cambio cualitativo. Por primera vez, el hombre tiene a su disposición una herramienta que puede competir –tal vez, para evitar amarillismos, sería mejor decir que “está a la altura”– de su cerebro.

La computadora no es sólo una máquina. Con la programación adecuada, una computadora puede convertirse en cualquier máquina que necesitemos, con la única limitación de que sólo puede trabajar con información.

Dije limitación, pero debería corregir: por ser, al igual que el cerebro, una máquina que procesa información, la computadora puede en principio simular cualquier cosa (máquina, proceso, situación). Esto hace que en un sentido pueda convertirse, así sea en un sentido virtual, en cualquier cosa (una fábrica, una tormenta, un ser vivo, una sociedad, una epidemia, un motor... ¡incluso puede simularse una computadora dentro de otra!)

Teniendo en cuenta los avances que nos han llevado de ingenios como el monstruoso eniac, que llenaba un cuarto en los primeros tiempos de la computación, a las primeras computadoras personales en los ochentas, y a las maravillas modernas que tienen un poder de procesamiento equiparable con el de las supercomputadoras de hace sólo unos años, ¿qué podemos esperar en el futuro inmediato?

Normalmente, cuando se abordan estas cuestiones se habla mucho de la creciente miniaturización y el incremento paralelo en rapidez y poder de cómputo. La nanotecnología y la fabricación de circuitos formados por moléculas ofrecen la tentadora posibilidad de llevar a la computación a sus límites físicos en cuanto a pequeñez, aunque una computadora “molecular” tendría el problema de verse afectada por efectos cuánticos que normalmente son despreciables, pero que a escalas tan pequeñas pueden afectar considerablemente la operación.

Al rescate llega la llamada “computación cuántica”, que si entiendo bien promete máquinas que podrán efectuar miles de operaciones en paralelo, al distribuir el proceso en niveles simultáneos de esa realidad misteriosa en la que habitan las partículas subatómicas (procedimientos que, debo confesar, me resultan incomprensibles).

Sin embargo, más que estos avances digamos cuantitativos (más grande, más potente, más rápido), me atraen las los futuros cambios cualitativos que probablemente sufrirán –que ya están sufriendo– las computadoras tal como las conocemos.

Las primeras máquinas personales dependían de un sistema operativo y programas almacenados en discos flexibles, que eran leídos al encender el aparato y almacenados en la memoria ram. (otros programas aún más básicos están almacenados en chips o circuitos integrados que forman parte de la máquina misma, pero la capacidad de almacenamiento de éstos es limitada.)

Posteriormente se vio que era práctico que cada computadora contara con un disco duro en el que los programas necesarios estuvieran disponibles en forma directa y rápida. El crecimiento de la cantidad de información que pueden almacenarse en los discos duros ha crecido vertiginosamente, pasando de unos cuantos megabytes a gigabytes y más allá.

Los discos compactos proporcionaron durante un tiempo un medio ideal para almacenar programas y –con el advenimiento del cd en el que se puede “escribir”– datos. Pero éstos normalmente eran transferidos al disco duro. Otros medios de almacenamiento –cintas, cartuchos zip, jazz, etcétera– han cumplido funciones similares para el respaldo y transporte de información.

Al mismo tiempo, los programas comerciales –procesadores de palabras, hojas de cálculo, gestores de bases de datos– han ido creciendo y volviéndose más y más complejos. Tanto, que hoy son conocidos como paquetes o suites, y constan de una cantidad impresionante de programas principales, formados a su vez por numerosos módulos que trabajan en conjunto.

La llegada de internet ha comenzado a cambiar nuevamente el panorama. Hoy gran cantidad de programas y hasta sistemas operativos pueden obtenerse o actualizarse “bajando” componentes directamente de la red. Si uno requiere una función para la cual el programa no está preparado, éste tomará lo que necesite del sitio adecuado en internet y se irá “armando” a sí mismo, creciendo según las necesidades del usuario.

Pero no sólo eso: hoy comienza a ser habitual que uno no sólo tenga su “página” o “sitio” en la red, sino que almacene ahí sus datos e información. Incluso hay ya programas –por ejemplo, antivirus– que uno no necesita instalar en su disco duro, porque radican en el sitio del fabricante en internet. El almacenamiento en un disco duro posiblemente sea pronto sustituido en su totalidad por una simple conexión a la red (aunque en realidad, la información seguirá estando almacenada en un disco duro: el de un servidor, es decir una máquina de gran capacidad conectada a la red y a la que a su vez están conectadas nuestras computadoras). Para que esto sea posible se requerirá que dichas conexiones sean más rápidas, confiables y baratas que ahora, de modo que uno pueda estar conectado permanentemente.

Quizá pronto desaparezca la distinción entre computadora e internet: tendremos máquinas simples, sin disco duro, y todo el almacenamiento, e incluso gran parte del procesamiento de datos, se llevará a cabo en servidores de la red. Se regresará así, aunque en otro nivel, a la misma concepción con que comenzaron muchos sistemas de cómputo: una serie de terminales conectadas a un gran procesador central. Aunque esta vez será una red innumerable de computadoras conectadas a la red mundial.

14 de junio de 2000

Difusión cultural de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 14 de junio de 2000)

¿Se puede hacer divulgación científica si uno no soporta a los niños, no le interesan las noticias científicas y no pretende enseñar nada?

Es frecuente que los solteros de más de treinta que no tenemos hijos enfrentemos un problema: qué hacer cuando la conversación, en un grupo de amigos, deriva –caso frecuente y casi inevitable– al tema de la crianza, virtudes y cuidado de los respectivos vástagos.

Enfrentado con esta situación, se me ocurren varias posibilidades. 1) Levantarse violentamente de la mesa y abandonar la habitación dando un portazo, opción claramente poco viable (a menos que quiera un quedar excluido del grupo de amigos). 2) Vetar el tema, otra alternativa poco prometedora e injustamente impositiva. 3) Resignarse a estar callado y escuchar a los presentes disertar interminablemente sobre un tema en el que uno no tiene el menor interés hasta que se les acabe la cuerda. Recurso que, desde luego, tampoco me parece aceptable.

No tengo la solución a este dilema (me enfrento a otro equivalente cuando la conversación, normalmente en un grupo de puros hombres, gira hacia otro de mis temas aborrecidos: el futbol). Pero la situación es semejante a la que enfrentamos los divulgadores de la ciencia que no queremos hacerle la competencia los maestros de escuela, ni nos interesa entretener infantes, ni nacimos con vocación de periodistas.

El primer caso se encarna en la llamada “enseñanza no formal” de la ciencia, que hasta donde alcanzo a entender es una especie de escuela fuera de la escuela, donde se pretende que los alumnos aprendan los conceptos científicos que sus maestros –o las lagunas en los programas de estudio, o la falta de tiempo– no les permitieron asimilar.

El problema es que precisamente una de las características esenciales de la divulgación científica, incluso una de sus mayores virtudes, es ser una actividad que busca acercar al público a la ciencia como algo que se hace por gusto, no como obligación. Y es sabido que para aprender algo, máxime si se trata de conceptos relativamente complejos o abstractos como los que pueden hallarse en la ciencia, es necesario hacer un cierto esfuerzo intelectual y de atención. En una escuela se cuentan con las condiciones para exigir a los alumnos esta dedicación, pero difícilmente puede lograrse esto cuando, por ejemplo, se visita un museo, se lee una revista o se observa un programa de televisión. Todo esto me hace pensar que probablemente la pretensión de “enseñar” ciencia sea una meta fútil para el divulgador científico.

La ciencia como mero entretenimiento infantil es otro objetivo que no resulta excesivamente prometedor para el divulgador de la ciencia. La diferencia entre una auténtica labor de divulgación –que implica necesariamente poner la ciencia al alcance de un público que no está en contacto directo con ella ni con sus lenguajes especializados– y un enfoque meramente recreativo es más o menos la que puede hallarse entre un centro de ciencia como el Exploratorium de San Francisco –o, en nuestras latitudes, un museo como Universum, por ejemplo– y un parque temático de diversiones como Epcot Center. Quizá el entretenimiento habría que dejárselo a los profesionales; por otro lado, no puedo evitar sentir que presentar la ciencia como mero entretenimiento es devaluarla un poco (opinión que, desde luego, es estrictamente personal).

El periodismo científico, por su lado, es una labor que admite muchas variantes, pero que esencialmente se caracteriza por enfocarse en lo novedoso. Se podría decir que para que algo sea periodismo tiene que se noticia: novedad. Otras características frecuentes en el trabajo periodístico son la premura con la que tiene que trabajarse y la necesidad imperiosa de contar con fuentes autorizadas y confiables, cuya información debe regularmente confirmarse, normalmente recurriendo a otras fuentes. Muchos divulgadores de la ciencia, sin embargo, nos interesamos por tratar temas que no son ni novedosos ni necesariamente importantes, aunque sí muy interesantes. El público, por su parte, necesita, para desarrollar una cultura científica, contar con antecedentes y un panorama que le permita desarrollar una perspectiva en la que las últimas noticias científicas puedan ser interpretadas y cobrar sentido, labor que no siempre logran hacer los periodistas científicos, ya sea por falta de espacio, de tiempo o hasta de interés.

Bien; y entonces, ¿a qué quiere dedicarse este hipotético divulgador científico al que describo triplemente amenazado por Escila, Caribdis y su hermana desconocida?

Simplemente a difundir, divulgar, compartir algo que a él mismo (o ella) le causa placer, le interesa y le permite llevar una vida más rica y útil: la ciencia. entendida no sólo como conocimiento, sino también como método y como forma de enfrentar la realidad.

Esta visión de la ciencia es muy similar a la que adoptan los artistas y quienes se dedican a labores de difusión cultural cuando organizan conciertos, sesiones de lectura de poesía, espectáculos de danza, recorridos arquitectónicos o exposiciones de cuadros o esculturas. No se trata de enseñar, ni de dar noticias, ni tampoco simplemente de entretener o divertir (para ello está la feria, la tv o el cine). Se trata de poner al alcance del público una parte de la cultura con la que normalmente no tiene contacto por iniciativa propia, pero que creemos que vale la pena compartir.

Así como vale la pena, a pesar del poco público que pueda apreciarlo, apoyar a un grupo que interpreta música antigua con instrumentos originales de la época, es válido defender una visión cultural de la divulgación científica que no la conciba como algo obligatorio, necesario y ni siquiera útil, sino simplemente como algo interesante, hermoso y enriquecedor. Como el arte, la ciencia no tendría por qué justificar su valor. Finalmente, junto con el arte, la ciencia es uno de los logros más elevados de la especie humana, ¿no es así?