(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en julio de 1997)
Recientemente fui a ver El mundo perdido, nueva película de Stephen Spielberg. En primer lugar me decepcioné al no encontrar nada nuevo ni especialmente interesante (lo cual, en cambio, sí hallé en Parque Jurásico). Pero luego, al ver a un tiranosaurio recorrer, cual King Kong posmoderno, las calles de una ciudad costera gringa (nunca vi las series de Godzilla, así que esa comparación no vino a mi mente espontáneamente) no pude menos que admirarme de cómo los mitos cinematográficos regresan cada cierto tiempo.
Más tarde reflexioné que en ambas películas, así como en las novelas del excelente Michael Crichton que les dieron origen, el fantasma más notorio no es el del simio gigantesco que se enamora de una muchacha guapa, sino la de la pesadilla producto de la ambición del científico loco: Frankenstein.
Y así es: el símbolo del monstruo que, perdido el control y deseoso de venganza ante una vida desgraciada y solitaria que él no pidió vivir se vuelve contra su creador es una de las más recurrentes en el cine de ciencia ficción. Y también en mucha de la literatura en la que la ciencia participa como personaje importante (y ni hablar de los programas de televisión y las historietas, donde la figura del “científico loco” es ya no sólo un estereotipo, sino prácticamente un personaje regular).
Dejemos de lado la vocación alarmista de Crichton, que en casi todas sus novelas pretende, siempre con gran maestría, dar la alarma contra alguna nueva amenaza, científica o no, ya sea el avance de la ingeniería genética (Parque Jurásico), la posible contaminación con organismos del espacio exterior (La amenaza de Andrómeda) o el creciente poderío de las empresas japonesas (Sol naciente). Tampoco mencionemos las muchas facetas con que desde finales del siglo pasado y hasta la actualidad se ha abordado el tema, de los animales cruelmente modificados en La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells a la computadora hal de Odisea 2001, de Arthur C. Clarke. En cada caso, la ciencia siempre es vista como una amenaza no sólo potencial, sino casi segura.
Lo notorio (y triste) es que los avances científicos siguen, después de cuatro siglos de ciencia y casi dos de revolución industrial, luego de casi medio siglo de genética molecular y computadoras, en una época en que a cada paso y toda circunstancia nos encontramos con productos de la ciencia que facilitan y enriquecen nuestra vida, luego de todo esto, digo, seguimos viendo a la ciencia y sus productos con temor e inquietud.
Y no es necesario ir muy lejos buscando pruebas: recordemos la larga moratoria que se impuso a los experimentos de ingeniería genética en los setenta, ante el temor de que de los laboratorios comenzaran a salir una serie de monstruos microscópicos que destruyeran a la humanidad que los creó. Recordemos el escándalo en los ochenta a raíz del nacimiento de la primera niña de probeta. Y veamos actualmente la alarma en torno a la factibilidad técnica de clonar seres humanos, y el horror que sentimos ante (y aquí estamos de nuevo ante el viejo temor a Frankenstein) la simple posibilidad de que una creación nuestra, una computadora, pueda vencer a un gran maestro de ajedrez, supuestamente una de las mentes humanas más poderosas.
¿Qué es lo que nos orilla a preocuparnos, a ver con horror o al menos con gran desazón e inquietud la posibilidad de crear, por fin, una máquina que supere a nuestra herramienta más preciada, la mente humana? La respuesta puede ser múltiple: inseguridad; desconocimiento, temor a lo nuevo, ignorancia.
En realidad nada debería hacernos sentir más felices y satisfechos. Tal vez la energía atómica, el manejo de genes y la clonación puedan presentar riesgos; tal vez problemas como la contaminación química, la desforestación y el calentamiento global sean consecuencias directas o indirectas (aunque ciertamente no exclusivas) de la ciencia y la tecnología. Pero las computadoras, lejos de representar una amenaza, constituyen uno de los logros técnicos más útiles en la historia de la humanidad.
El contar con artefactos que puedan manejar información, datos, con todo el poder y versatilidad que poseen las modernas computadoras, capaces de simular y modelar prácticamente cualquier cosa que pueda representarse simbólica o matemáticamente, literalmente nos abre nuevos mundos. Estoy seguro de que internet, la realidad virtual y la telepresencia son sólo el principio. Probablemente pronto (quizá en unas décadas, o incluso menos) contaremos con sistemas que podamos llamar, sin la menor duda, “inteligentes”.
Y veremos que son buenos y útiles, si los usamos con esa intención. De nada sirve buscar excusas como que “las computadoras aún no vencen a la intuición femenina”, como dijo con involuntario humor una investigadora de la unam: en esta ocasión no hay que temer al monstruo de Frankenstein, sino estar orgullosos de nuestra creación y buscar ponernos a su altura, para darle el mejor uso posible.
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