10 de junio de 1998

Apología del divulgador de la ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 10 de junio de 1998)


Quienes nos dedicamos a la divulgación de la ciencia tenemos claras algunas cosas. Una es que la ciencia es atractiva, interesante e intelectualmente estimulante. Es placentera. Por eso nos gusta: nos gusta conocerla y compartirla.

Otra de las cosas que tenemos claras es que la ciencia es útil e importante para la sociedad. Muchos avances tecnológicos, médicos y de otros tipos se han producido como consecuencias directas de avances científicos. Para tener una industria sana y -exagerando un poco- una economía creciente, es necesario tener ciencia, tanto básica como aplicada. Y para tener ciencia hay que tener científicos. Y para tener científicos, la gente tiene que saber que la ciencia es atractiva, interesante e intelectualmente estimulante. Y que es útil e importante para la sociedad. Todo esto es precisamente el papel de los divulgadores de la ciencia: comunicar a la sociedad el placer y la importancia de la ciencia.

Pero -y esta es una tercera cosa que los divulgadores sabemos, aunque algunas veces no queramos reconocerlo- es que no es por eso por lo que nos gusta compartir la ciencia: lo hacemos por que es asombrosa, placentera, interesante y apasionante.

Por otro lado, la ciencia constituye un sistema de conocimientos que es coherente, racional, lógico: cualquiera puede llegar a entender por qué los científicos hacen las afirmaciones que hacen, pues éstas se deducen -deben poder deducirse- lógicamente de las premisas. Cuando un científico dice que ha hallado una explicación para un fenómeno, no se trata de que le haya puesto un nombre, o la haya inventado. No: si de verdad se trata de un investigador científico, tendrá que haberse informado sobre las ideas, teorías y experimentos que se han hecho en relación con el fenómeno de que se trate, y la explicación que presente tendrá que estar sustentada en experimentos y ser coherente -es decir, no contradecir- las teorías aceptadas al respecto. (También podría suceder que el investigador en cuestión planteara una manera totalmente nueva de interpretar la realidad: que desatara una revolución científica, pero esa, como dice el dicho, es otra historia.) Compárese esto con, por ejemplo (y sin afán de ofender a nadie), cuando en el catecismo se nos dice que dios es tres personas en una, y que esto se tiene que creer aunque no se pueda entender, porque es dogma.

Esta cualidad que tiene la ciencia de ser racional y lógica -de ser entendible- hace que también sea una de las aventuras intelectuales más placenteras que un ser humano puede emprender. No necesariamente haciendo ciencia: basta con conocerla, estudiarla, descubrirla, interpretarla, disfrutarla. Por eso muchos de los que nos dedicamos a la divulgación de la ciencia tenemos también la secreta convicción de que es una pena -casi diría un pecado- que tanta gente pierda su tiempo estudiando y haciendo caso de creencias y supersticiones tan burdas como la astrología, la búsqueda de ovnis tripulados por extraterrestres, las buenas y malas “vibras” provenientes de cristales de cuarzo, y muchas otras. Nos gustaría lograr transmitir nuestro sentimiento de que la ciencia es mucho más gratificante e interesante que eso, y que no es justo que personas dotadas de una inteligencia que es producto de millones de años de evolución por selección natural la malgasten -y malgasten su vida- esperando señales de los astros o de una baraja.

Pero hasta ahora he estado hablando de “ciencia” y “científicos” como si todos estuviéramos de acuerdo en qué significan estas palabras. Y no siempre está tan claro. El diccionario de la Real Academia, por ejemplo, nos dice que ciencia es “el conocimiento cierto de las cosas, sus principios y causas”, pero también el “saber, erudición... habilidad, maestría en el conocimiento de cualquier cosa”. O sea que la pretensión de los científicos modernos de que “ciencia” sólo puede ser lo que ellos hacen (la física, la química y la biología) no está para nada justificada. Originalmente, ciencia quería decir “saber”. (Por cierto, aquí cabría preguntar: ¿la ciencia es lo mismo que la información científica? ¿O es que la ciencia es la actividad que realizan los científicos? ¿Es la ideología que comparten? ¿Qué entendemos realmente por “ciencia”?)

Cuando los científicos naturales se apropian de la palabra están haciendo lo mismo que los súbditos del tío Sam cuando se apoderan del toponímico “americano” para usarlo sólo como sinónimo de “nacido en los eua”. Con trabajos le dan la graciosa concesión a la historia, la antropología, la sociología, la economía, la arqueología y no sé cuántas otras de aspirar a ser “ciencias sociales”. Como si necesitaran el calificativo de “ciencias” para ser respetables. Como si “humanidadesno fuera un término igual de prestigioso y mucho más adecuado.

Un científico, por su lado es -siempre según la academia- “el que se dedica a una o más ciencias”. Pero, ¿es lo mismo un científico que un investigador científico? ¿Puede alguien que tenga formación científica y trabaje utilizando la información científica, aunque no la produzca, aspirar a llamarse “científico”? No, según los autoproclamados dueños de la ciencia. Sí, si nos atenemos a una definición amplia, como la del diccionario.

De modo que quienes nos dedicamos a la divulgación de la ciencia, que la amamos porque conocemos su interés, su utilidad y su belleza, que queremos compartirla y ayudar a que se extienda, crezca y se desarrolle, podemos con todo derecho aspirar a llamarnos científicos. Al igual que quienes la enseñan. No “investigadores científicos”, pero sí “trabajadores de la ciencia”. En particular, prefiero el término que en México hemos venido utilizando, y que me parece mejor que el “vulgarizador” de los franceses o el “popularizador” de los gringos: divulgadores de la ciencia o, por qué no, divulgadores científicos.


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