por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 30 de septiembre de 1998)
La quincena pasada hablábamos de la posibilidad de la vida en Marte y las dificultades para distinguir la existencia de vida microscópica en otros mundos, sobre todo si no podemos ir a explorarlos en persona. La necesidad de distinguir lo vivo de lo no vivo nos enfrenta a tener que definir con más precisión qué es la vida. El intento que hizo Jacques Monod en su libro El azar y la necesidad, comentado aquí brevemente, no resultó totalmente satisfactorio, pues se centraba en un aspecto abstracto como la “teleonomía”: propiedad que tienen los sistemas vivos de estar -aparentemente- diseñados con un propósito.
Pero hay una forma más sencilla de distinguir si un planeta es un candidato a albergar vida, basándonos únicamente en las leyes de la física y la química, sin tener que buscar propiedades filosóficas.
El científico que propuso este enfoque cuestión es James Lovelock, un rebelde químico inglés que trabaja como “inventor independiente”. Pero, desgraciadamente, su interacción con el mundo de las humanidades estuvo a punto de causar que sus ideas fueran relegadas y olvidadas por los científicos “serios”.
Su primer éxito fue un invento llamado “detector de captura de electrones”, aditamento que refinaba la técnica de análisis químico conocida como cromatografía de gases. Permitía la detección de cantidades infinitesimales de sustancias, por ejemplo ddt y otros contaminantes.
Con el dinero que ganó con este invento, pudo montar un laboratorio privado, al estilo de los inventores de siglos anteriores. Cuando la nasa comenzó a planear el envío de sondas para explorar Marte, en los sesenta, Lovelock fue invitado a participar en la planeación de los experimentos para detectar si había vida ahí.
Vida y equilibrios químicos
La gran idea que Lovelock tuvo fue que, en vez de buscar directamente seres vivos (los cuales, como hemos visto, son difíciles de distinguir), sería más sencillo detectar los cambios que ocasionan en su ambiente. En particular, Lovelock propuso analizar los cambios que típicamente efectúan en la atmósfera.
En efecto, los organismos han alterado la composición de la atmósfera de nuestro planeta, alterando el equilibrio químico que tendería a establecerse si no hubiera vida. Todo el oxígeno que respiramos, por ejemplo, estaría combinado con otros elementos formando óxidos si no fuera por la actividad de los seres vivos que realizan fotosíntesis y liberan este gas (plantas y bacterias fotosintéticas). Es decir, la presencia de oxígeno libre, gas reactivo que normalmente tendería a combinarse para formar compuestos más estables, resulta un indicio confiable de la presencia de vida en un planeta.
Desde luego, los seres vivos ejercen muchas otras influencias en la atmósfera, no sólo químicas, sino incluso climáticas. Se ha postulado que, incluso, la temperatura del planeta puede ser “controlada” hasta cierto punto por los organismos que lo habitan. Un ejemplo sencillo es que si, por ejemplo, una extensión desértica fuera cubierta de árboles, la cantidad de luz solar que refleja disminuiría, con lo que habría un aumento de temperatura.
Lovelock extendió los alcances de su hipótesis hasta proponer que gran parte de la regulación del clima y los equilibrios atmosféricos y en general, de la biósfera de la tierra, son consecuencia de la acción de seres vivos.
Los peligros de la literatura
Pero ocurre que antes de dar a conocer sus ideas, Lovelock quiso dar a su hipótesis un nombre atractivo. Por sugerencia de su vecino, el escritor William Golding (autor de El señor de las moscas y ganador del premio Nobel de literatura), decidió llamarla “hipótesis Gaia” (por el nombre de la diosa griega de la tierra, aunque en español se conoce más correctamente como Gea).
Lo triste es que, debido a las fuertes resonancias literarias y religiosas de este nombre, junto con las implicaciones de la teoría misma, la hipótesis de Gaia fue tergiversada por diversas sectas y grupos seudocientíficos y religiosos y convertida en uno más de los elementos de la filosofía “new age”, tan de moda en estos últimos años del milenio.
Esto ha hecho que muchos científicos se resistan simplemente a considerar la hipótesis y tomarla en cuenta como ciencia seria: su reputación como una idea milenarista y esotérica ha dificultado que esta interesante teoría sea estudiada más a fondo.
¿Cuál es la moraleja? Tal vez que, al relacionar la ciencia y el resto de la cultura, hay que tener en cuenta el poder de ésta última para, incluso, empañar el poder del pensamiento científico.
Mientras tanto, las ideas de Lovelock seguirán guiando la búsqueda de vida en otros planetas. Estemos pendientes.
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