por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 25 de noviembre de 1998)
Charles Robert Darwin, naturalista inglés nacido en 1809 y muerto en 1882, es uno de los personajes más estudiados en la historia de la ciencia. Su obra cumbre, Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, publicada en 1859, revolucionó la entonces naciente ciencia de la biología. Los mil 250 ejemplares que se imprimieron se agotaron el primer día. La cantidad de biografías, estudios y análisis de su obra suman tal cantidad que se habla de la “industria Darwin”, pues una gran cantidad de investigadores, escritores y editores literalmente viven de la fama de este notable personaje.
A partir de la publicación de su libro, y hasta la mitad del siglo xx, la teoría de Darwin fue cuestionada, atacada, modificada y complementada. Actualmente contamos con una versión mejorada, conocida como “teoría sintética de la evolución”. “Sintética” en el sentido de que es una síntesis, pues incorpora los modernos conocimientos sobre genética molecular y dinámica de poblaciones a la idea darwiniana básica: que aquellos organismos cuyas características les permiten adaptarse mejor al medio sobreviven más y por tanto dejan más descendencia. Esto va modificando poco a poco la composición de las poblaciones y finalmente se manifiesta en la evolución de las especies.
Todavía hay quien cuestiona esta “teoría”. También hay quien cree que la tierra es plana. Pero más interesante es saber que hay quienes, seducidos por el poder y belleza del mecanismo de la selección natural, han buscado la manera de aplicarla en sus respectivas áreas de trabajo.
Un ejemplo es la química darwiniana, también conocida como química combinatoria. Esta área, de reciente desarrollo, permite la fabricación de miles o cientos de miles de variantes de una misma molécula. Esto es especialmente útil cuando se busca mejorar o “afinar” los efectos de un fármaco. En vez de los costosísimos y lentos procedimientos de la química tradicional, la química darwiniana permite realizar reacciones en serie que producen conjuntos ordenados de moléculas que varían sólo en algunos átomos. Una vez obtenidas, se prueba la actividad biológica de cada una, y se detectan las más prometedoras. De este modo, el proceso de desarrollo de nuevos fármacos puede acelerarse y abaratarse en forma impresionante.
Los médicos no podían quedarse atrás de los químicos, y actualmente la medicina darwinista comienza a ser un área prometedora. Se basa en el estudio de las enfermedades desde un punto de vista evolutivo. Las infecciones, por ejemplo, son vistas como una competencia entre dos especies, cada una de las cuales desarrolla armas y defensas contra la otra. Otras enfermedades son producto de las fallas en el diseño de nuestros cuerpos. Debido al proceso de selección natural, una vez que la evolución ha escogido un camino, es difícil que vuelva atrás, aun cuando sus productos tengan algunos errores que se manifiesten posteriormente.
Otro tipo de afecciones son debidas al cambio que la civilización ha producido en las condiciones que rodean a la especie humana: surgimos en las sabanas africanas, y la dieta actual, alta en grasas y carbohidratos, (y causa de muchas enfermedades) es muy distinta a la que nuestros antepasados mantuvieron durante millones de años. Nuestra especie simplemente no ha tenido tiempo de adaptarse a estas nuevas condiciones. Se espera que la medicina darwiniana produzca nuevos enfoques y conocimientos que ayuden a evitar o remediar muchos de los malestares de nuestra especie.
Finalmente, incluso los filósofos han apreciado la idea de Darwin y actualmente se oye hablar de epistemologías darwinistas, pues parece ser que la ciencia misma, quién fuera a pensarlo, funciona de manera análoga a la evolución de las especies.
Karl Popper, pionero de esta escuela, lo expresó diciendo que la ciencia avanza a base de “conjeturas y refutaciones”. Los científicos postulan explicaciones variadas en forma azarosa, tentativa, experimental, y posteriormente intentan confrontar dichas ideas con la realidad. De este modo, seleccionan sólo las ideas que mejor se adaptan al mundo que se pretende explicar. Como en todo proceso darwinista, el azar, en forma de la inventiva de los científicos, y la necesidad, expresada como el rigor en la confrontación de las teorías con los fenómenos, produce conocimiento que no es caprichoso ni arbitrario, sino que está bien “adaptado” a su medio, es decir, a los cerebros que pretenden hallar sentido en el mundo que los rodea.
Como se ve, la gran idea de Darwin es un virus que continúa seduciendo a una gran cantidad de cerebros.
Puede encontrarse un interesante artículo sobre química combinatoria en Scientific American, abril de 1997, y uno sobre medicina darwiniana en el número de noviembre de 1998. El libro Epistemología evolucionista, de Sergio Martínez y León Olivé (Instituto de Investigaciones Filosóficas, unam, 1997) es un excelente resumen de la aplicación del darwinismo a la filosofía de la ciencia. Ahora que si quiere usted explorar todo el poder y las inmensas perspectivas del pensamiento darwiniano, entonces (y considere esto, querido lector o lectora, como un regalo de navidad) no puedo recomendarle que lea nada mejor que el libro Darwin’s dangerous idea (Simon and Schuster, 1995), del filósofo Daniel C. Dennett. ¡Hasta el año próximo!
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