(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 17 de noviembre de 1999)
(Nota: durante la huelga de la UNAM, en 1999, Humanidades dejó de publicarse;
de ahí el brinco -de marzo a noviembre- en la publicación de esta columna.)
No, no se trata del asunto de las cuotas en la unam. Creo que ese asunto ya ha sido discutido lo suficiente. Como dice un amigo -a quien pido disculpas por apropiarme de su frase-, en vez de preocuparnos tanto de si la educación que imparte la unam debiera ser o no gratuita, deberíamos preocuparnos de que fuera buena.
El conflicto del que quiero hablar es, otra vez, el que da título a esta columna: la polarización de los intelectuales en dos culturas, la “científica” y la “humanística”. Aunque no todos los intelectuales tengan que formar parte de alguno de estos bandos, una gran cantidad de científicos “duros” (físicos, químicos, biólogos, astrónomos), por un lado, y de científicos sociales y humanistas que estudian a la ciencia (filósofos, historiadores y, sobre todo, sociólogos de la ciencia), por el otro, han venido atacado y defendiendo posiciones cada vez más opuestas e incompatibles respecto a lo que es la ciencia, su validez, su confiabilidad, sus métodos y el apoyo que debe recibir de la sociedad.
Esta guerra -que, en cierta medida, siempre había existido, pero que desde hace mucho no se manifestaba con la violencia actual- se ha recrudecido desde hace unos años, debido a lo que se conoce como el “asunto Sokal”.
Todo comenzó cuando en 1994 Alan Sokal, físico estadounidense de la Universidad de Nueva York, decidió, en forma por demás soberbia, someter a prueba el rigor de una conocida publicación del área de las ciencias sociales llamada Social Text, la cual, para mayor agravio, tenía una marcada tendencia hacia el posmodernismo (whatever that means). Para lograrlo, redactó un artículo esencialmente vacío, pero en el que utilizaba abundantemente la terminología posmodernista y “argumentaba” imitando el estilo de otros artículos de la revista, haciendo afirmaciones en las que atacaba a la ciencia como una mera “construcción social”.
El falso artículo de Sokal fue aceptado -con ciertas reservas- y publicado, y acto seguido el autor proclamó a los cuatro vientos no sólo que había “comprobado” lo inadecuado de los criterios editoriales de la revista (no pareció considerar la posibilidad de un error o -como afirmaron los editores- un relajamiento de las normas de aceptación en su caso en particular, por tratarse de un artículo proveniente del “otro lado” del campo).
A partir de ahí se desató un debate que continúa hasta este momento. Científicos como el físico Stephen Weinberg, representante del punto de vista más radical de la supremacía de las ciencias “duras” sobre las disciplinas sociales y humanísticas, han tomado partido a favor de Sokal (un artículo de Weinberg fue publicado en la extinta Vuelta, septiembre de 1996). Varios sociólogos de la ciencia y demás representantes del ala humanística del conflicto, por su parte, se han dedicado a hablar con gran vehemencia de los “engaños”, “mitos” o “falacias” de la ciencia.
Es (o debería ser) fácil notar puede notar que ambos lados tienen cierto grado de razón. Pero lo más importante es que ambos lados están cometiendo errores serios que sólo pueden tener resultados nocivos. La polarización creciente del tema está llevando a los científicos duros (quienes dan la apariencia de no tener la más mínima formación en filosofía, historia y sociología de la ciencia) casi al extremo de afirmar que todo estudio sobre la ciencia es, de hecho, un ataque a la ciencia, pues se cuestiona su objetividad absoluta y la certeza de sus resultados, llegando incluso al “pecado” de relativizar la imagen científica de la naturaleza.
Tengo la impresión de que son precisamente los científicos duros quienes están llegando a los peores extremos en este debate (aunque tal vez esto sea sólo efecto de que estoy más cerca de ese lado). Lo lamentable es que el daño que esta polarización está causando a la ciencia, a los estudios sobre la ciencia (se está incluso cuestionando la conveniencia de seguir apoyándolos) y, especialmente, a la imagen pública de la ciencia, es muy real y muy grave.
Es cierto que los enemigos de la ciencia; los verdaderos enemigos de la ciencia, es decir, seudocientíficos, charlatanes y supuestos místicos más interesados en el dinero que en la salvación de almas han aprovechado los ataques extremos a la ciencia para reforzar sus afirmaciones de que todo -de la cacería de ovnis al uso de imanes para curar el cáncer- es tan válido como la ciencia.
Pero no hay que caer en el error de, ante estos ataques, y tratando de defender a la ciencia, equivocarse de enemigo y atacar a los estudiosos sociales-humanísticos de la ciencia, quienes sólo quieren entenderla y, si es posible, mejorarla, aún al precio de cuestionar sus aspectos dudosos (que los tiene). El periodista Mario Méndez Acosta, por ejemplo, conocido por sus columnas dedicadas a combatir la seudociencia, publicó hace poco en la revista ipn ciencia, arte: cultura un artículo titulado “La trampa de Kuhn”, en la que descalifica de manera injustificada su famoso libro La estructura de las revoluciones científicas (comentado ya en este espacio), una de las referencias esenciales en la comprensión de la ciencia contemporánea.
Esperemos que este debate pueda cambiar de rumbo y, en vez de agrandar el abismo entre las dos culturas, pueda llegar a enriquecer a ambos bandos para que, abandonando las descalificaciones que sólo sirven para poner en entredicho la confiabilidad de quienes las hacen, se dediquen a conocer las aportaciones de sus opositores para darse cuenta de que, en el fondo, ambos bandos luchan con los mismos objetivos: entender el mundo que nos rodea y ampliar las posibilidades que tiene el ser humano de tener una existencia satisfactoria.
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