(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 19 de enero de 2000)
Quien pretende divulgar la ciencia, compartirla con el público general, se enfrenta a dos retos principales. El primero es hacerlo en forma amena, interesante, incluso estética. El segundo, que es al que me quiero referir aquí, es serle fiel al conocimiento científico: no distorsionarlo, abaratarlo ni falsearlo.
La tensión esencial
Desgraciadamente, ambos requerimientos son, en cierta forma, mutuamente contradictorios: mientras más ameno se trate de ser al realizar una obra de divulgación, más riesgo se corre de distorsionar el contenido científico que presente. E inversamente, cuanto más fiel se sea a la expresión original de un conocimiento científico, más probable es que el producto resulte críptico, aburrido e inaccesible para el lego.
Esta “tensión esencial” (parafraseando al filósofo de la ciencia Thomas Kuhn) es lo que hace que dedicarse a la divulgación científica no sea –por más que así lo crean algunos investigadores jactanciosos– una labor que pueda realizarse “al ái se va”, sobre las rodillas. Por el contrario: se requiere de la sensibilidad para dar con el tono justo, la expresión precisa, la cantidad idónea de información y contexto que permita al lector (en el caso de un escrito) acceder no sólo a la información, sino al conocimiento y, de preferencia, a esa “experiencia científica” (por analogía con la experiencia estética) que conocemos quienes gozamos de la ciencia.
Es cierto que existen algunos casos de individuos especialmente dotados en forma innata con la cualidad de ser excelentes divulgadores de la ciencia (algunos investigadores científicos tienen esta suerte, aunque son muy pocos). En caso de no pertenecer a esta minoría favorecida, el aspirante a divulgador científico tendrá que someterse a un largo aprendizaje y preparación para llegar a cumplir su cometido –poner la ciencia al alcance del público– en forma, al menos, adecuada. (Tal es el caso, sobra decirlo, de quien escribe.)
Las cadenas de la fidelidad
Hay ocasiones en que el segundo componente de esta tensión esencial llega a convertirse en una dificultad insuperable. En efecto, el requerimiento de fidelidad al conocimiento científico que se le exige al divulgador con frecuencia es excesivo y deja de ser garantía de calidad (de que no se “vulgarizará” a la ciencia) para convertirse en obstáculo en la labor de compartirla.
Desde luego, no se trata de defender el derecho del divulgador a decir mentiras o presentar información errónea, sino su necesidad de seleccionar, matizar y recrear la información de acuerdo con su criterio, con el fin de lograr una buena comunicación. Una anécdota personal quizá aclare el punto.
En una ocasión en que redacté un texto sobre las células del cuerpo humano, un especialista me señaló un grave error. “Todas nuestras células tienen un núcleo”, decía mi escrito. Pero existe una excepción: los glóbulos rojos de la sangre, o eritrocitos, carecen de este organelo. Mi crítico me exigía aclarar este punto, pues de otro modo estaba yo faltando al rigor científico y propagando una mentira. Sin embargo, luego de considerar la frase alternativa (“todas nuestras células –excepto los glóbulos rojos– tienen un núcleo”) decidí asumir la responsabilidad de dejar el texto en su forma original.
La razón inmediata de tal decisión fue que la explicación convertía una frase simple y directa, que ni siquiera era parte del meollo del escrito en cuestión (pues no se trataba de hablar de la sangre, los eritrocitos ni del núcleo celular), en una oración complicada que provoca más dudas de las que resuelve. ¿Cómo puede existir una célula que no tiene núcleo? ¿Cómo llegó a perderlo, si es que alguna vez lo tuvo? ¿Para qué sirve entonces el núcleo celular? ¿Hay células, en otros seres vivos, que también carezcan de núcleo, o es el eritrocito humano un caso único?
Aclarar estas dudas desviaría la intención original del escrito. Ignorarlas, dejaría al lector frustrado y deseoso de respuestas. Como se ve, la exigencia de explicar una excepción –el exceso de fidelidad científica– llevaba en este caso a perder mucho más de lo que se ganaba.
La independencia del divulgador
Pero había además otras razones, más profundas, detrás de mi decisión de sacrificar algo de fidelidad a cambio de claridad y amenidad. Durante mucho tiempo, los divulgadores científicos hemos estado sometidos a la supervisión de los expertos, los investigadores científicos. La concepción usual de divulgación incluía, en forma casi indispensable, la supervisión por parte de un especialista “para asegurar que no haya errores”.
Tal supervisión puede ser muy benéfica, en caso de que sea realmente necesaria. Es decir, en caso de que el divulgador no maneje la información con la familiaridad necesaria como para hablar del tema con seguridad. Pero esto no es lo deseable para un buen divulgador científico. Idealmente, el divulgador debería tener los conocimientos suficientes como para hablar de su tema con confianza, sin requerir de la supervisión del experto. Es un caso análogo al de un maestro: sin pretender que un profesor tenga el mismo nivel de conocimiento que un investigador experto en la materia, un maestro que requiriera la supervisión constante “para no cometer errores” sería considerado un mal maestro. Esto no quiere decir, claro, que el divulgador no pudiera beneficiarse, al igual que un maestro, de la colaboración con un investigador, ya sea como coautor o por medio de cursos de actualización.
Sin embargo, la situación usual –la subordinación del divulgador al experto– lleva a una posición incómoda: muchas veces, quien decide el tipo de divulgación que debe hacerse, sus objetivos e incluso los criterios para evaluarla, es no quien conoce los intereses y las necesidades del público y la mejor forma de satisfacerlas –es decir, el divulgador–, sino el experto científico (que es experto en su campo, no en divulgación).
¿Qué tanto se justifica esta situación? Seguiremos hablando de este asunto.
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