7 de marzo de 2001

2001: Odisea de ciencia ficción

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 7 de marzo de 2001)

Hace unos días fui a ver una película titulada Planeta rojo. Desgraciadamente, caí en el engaño de pensar que se trataba de una cinta de ciencia ficción, y sufrí una gran desilusión, pues el argumento, lleno de errores, huecos y trampas, puede ser calificado como cualquier cosa menos ficción científica. (La mercadotecnia que acompañó el estreno de la cinta, en cambio, fue un ejemplo de campaña bien orquestada para crear expectativa y conseguir una afluencia masiva de incautos espectadores).

Lo triste es comprobar que el público, tan malacostumbrado a aguantar sin queja cualquier atentado que los estudios hollywoodenses, las distribuidoras de cine o las cadenas de salas cinematográficas quieran ejercer en su contra, muestra también una ausencia de criterio tal que resulta incapaz de diferenciar una buena película perteneciente a este género de un bodrio del tipo de aquellas viejas películas japonesas con monstruos de plástico que luchaban contra hombres vestidos con trajes de licra. (Por cierto, me quedé con ganas de ver otro estreno reciente que recupera esta línea: Godzila 2000 contra el calamar extraterrestre. Sobra decir que si deseaba verla era por puro morbo.)

De cualquier modo, convendría distinguir la buena ciencia ficción de la mala. Ya hace tres años hablé en este espacio un poco del tema, por lo que sólo mencionaré algunas características que el producto genuino debe reunir.

En primer lugar, debe ser una obra de ficción que contenga elementos científicos, y que éstos que resulten centrales para la trama. Isaac Asimov solía plantear un escenario en el que todos los elementos eran congruentes con la ciencia conocida hasta el momento, añadiendo un solo elemento ficticio, para a partir de ahí construir un relato apasionante que siempre resultaba verosímil y coherente con el resto del conocimiento científico. Muchos autores de ciencia ficción proceden de modo similar, tratando de proyectar en su mente y en sus relatos, en congruencia con la ciencia conocida, un escenario futuro.

Es por esto que muchas veces se ha calificado a la ciencia ficción como “literatura de anticipación”, pues los mundos que plantea suelen ser posibles en el futuro real... aunque pocas veces lleguen a serlo en sus detalles. Son escasos los ejemplos como Julio Verne, quien en sus novelas predijo adelantos tecnológicos como el submarino, los viajes a la luna por medio de cohetes (aunque se trataba más bien de gigantescas balas disparadas por un monumental cañón tipo columbiad) y otros más.

Un caso que suele causar leve confusión es el gran maestro de la ciencia ficción Arthur C. Clarke -reconocido por la película y novela clásicas del género: 2001: Odisea espacial–, quien en 1945 propuso la posibilidad de colocar satélites en órbitas geoestacionarias, es decir, girando a la misma velocidad que la tierra. De este modo, los satélites parecerían estar inmóviles respecto al suelo debajo de ellos. Hoy la comunicación telefónica y por radio con todas partes del mundo es una parte indispensable de la vida moderna. Muchos consideran que éste es un ejemplo de predicciones de la ciencia ficción que pueden convertirse en realidad. El problema es que Clarke no planteó este desarrollo tecnológico en un escrito de ciencia ficción, sino en un artículo serio publicado en una revista técnica.

Un segundo elemento que requiere la buena (la verdadera) ciencia ficción es un respeto por el conocimiento científico. En otras palabras, excepto por el elemento fantástico que constituye el meollo de la historia, el argumento de ciencia ficción debe ser coherente con el conocimiento científico del momento. Esto explica por qué la ciencia ficción seria (buena) no tiene comparación con las historias fáciles tipo Guerra de las Galaxias o Planeta rojo, en las que se inventan en todo momento recursos como naves que viajan más rápido que la luz sin explicar cómo logran esta hazaña (hasta hoy considerada imposible según la teoría de la relatividad einsteniana), o peor, “fuerzas” sobrenaturales que confieren a los poseedores habilidades telepáticas, etcétera.

Pero basta de caracterizar a la ciencia ficción. Hablemos de su valor. Independientemente del valor literario, que muchas veces ha sido puesto en duda –yo aceptaría que puede tratarse de un género menor, pero uno que ha dado varias verdaderas obras maestras–, la ciencia ficción es un interesante puente que une el campo de lo científico con lo artístico. Es ciencia y es literatura.

Octavio Paz, humanista prototípico –aunque también humano, con todo lo que esto implica–, se interesaba por la ciencia, y trataba de leer algunos libros científicos para mantenerse informado de lo que pasaba en esa “otra” cultura que resulta cada vez más importante para comprender al mundo. En su libro La llama doble, dedicado a explorar los temas gemelos del erotismo y el amor, menciona dos anticipaciones del futuro humano. Una era 1984, de George Orwell, que planeaba una sociedad totalitaria y completamente controlada por medio de tecnología y métodos represivos que incluían la alteración del lenguaje y la realidad histórica con el fin de mantener el control absoluto del individuo por el estado. La segunda es “Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en la que la antiutopía era producto de la manipulación de óvulos fecundados, que permitía obtener clonas humanas de diversas categorías: en la punta de la pirámide social se hallaban los individuos alfa, cada uno producto de un óvulo fecundado sano e intacto. Después venían los beta, los gamma, y finalmente los épsilon, de los cuales se obtenía una docena por cada óvulo original, y que tenían capacidades severamente disminuidas por lo que eran usados como esclavos.

Durante toda la segunda mitad del siglo xx, la amenaza del comunismo mantuvo a los Estados Unidos y a sus aliados bajo el temor de la predicción de Orwell. Paz se asombraba de ver cómo, con la caída del bloque socialista y los desarrollos en el campo de la ingeniería genética, la amenaza orwelliana resultó infundada, y la que parece hacerse presente es el futuro temido por Huxley.

En fin, podría concluir aventurando que el poder anticipador de la ciencia ficción no es quizá tan importante como su valor literario y su papel como un puente entre las ciencias y las humanidades. Es una de las maneras en que puede lograrse que la sociedad se informe y se cuestione acerca del futuro al que pueden conducirnos los avances técnicos y científicos. Finalmente, la ciencia ficción es un medio para volvernos más conscientes acerca del poder que deposita en nosotros el conocimiento que produce la ciencia.

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