Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 22 de agosto de 2001)
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 22 de agosto de 2001)
Para RBB, con más cariño del que se imagina
Hace unas semanas sostuve, a través del correo electrónico (me confieso adicto a estos inventos de la modernidad) un debate con uno de mis primos, joven culto dedicado a las letras hispanas, sobre la teoría de la evolución por selección natural, que como sabemos fue formulada por Charles Darwin y publicada en su famoso libro El origen de las especies en 1959. A pesar de que la versión de Darwin ha sido refinada y complementada desde entonces, incorporando los avances de la genética, la biología de poblaciones y de la biología molecular, el mecanismo esencial que propuso (la selección natural) ha probado ser suficiente para explicar los diversos aspectos y modalidades de la evolución en el mundo biológico. Hoy en día, el darwinismo sigue siendo suficiente para entender la evolución y el surgimiento de nuevas especies.
Por eso me sorprendí cuando, en medio de una discusión sobre la evolución del lenguaje, mi primo comentó, con tono irónico, lo siguiente: “Pobre... ¿sigues teniendo fe en el malabarismo lógico de Don Carlitos?”. Debo confesar que me escandalizó ver a una de las más grandes y poderosas ideas en la historia de la ciencia –la “peligrosa idea de Darwin” que, según Daniel Dennett, puede extenderse mucho más allá de los límites de la biología para llevarla a los campos del estudio de la mente, de la cultura y hasta de la moral– reducida al nivel de “malabarismo lógico”.
Rascando un poco descubrí que lo que mi primo tenía, seguramente, era una concepción incompleta y ligeramente tergiversada de lo que significa no sólo el darwinismo, sino la ciencia en general. Según él, hay quienes “dicen que la CIENCIA es, (...)conocimiento cierto y verdadero y objetivo y no sé qué otra maravilla más allá de la interpretación con base en un modelo arbitrariamente seleccionado”. En otras palabras, mi querido pariente ha sido presa de una infección ideológica (memética, en los términos de Richard Dawkins) cada vez más común en estos tiempos: la concepción posmodernista de que la ciencia es sólo un conjunto de creencias arbitrarias, sin mayor base que cualquier otro sistema de ideas como las religiones o los cultos esotéricos.
La idea (¡errónea!) de que la ciencia pretende tener la verdad absoluta y objetiva acerca de la totalidad del universo es muy común, gracias a lo mal que se enseña la ciencia en las escuelas, e incluso es sostenida -¡oh, vergüenza! - por numerosos investigadores científicos, a quienes no les vendrían nada mal algunos cursos de historia y filosofía de la ciencia (¡pero moderna, más allá de Mario Bunge y su librito La ciencia, su método y su filosofía, por favor!).
En realidad, el conocimiento científico actualmente aceptado como válido dista mucho de ser definitivo, pues está en constante cambio (ya Karl Popper, precursor de las modernas visiones -¡darwinistas!- de la epistemología, afirmaba que la ciencia avanza formulando conjeturas y tratando a continuación de refutarlas). Pero no sólo eso: el saber científico es también relativo, pues depende de la cultura en la que está inmerso y necesariamente refleja los prejuicios y las creencias de la sociedad en la que surge.
Y sin embargo, no por ello puede saltarse a la conclusión de que entonces el conocimiento científico es inválido y la ciencia es sólo un sistema de creación de mitos que resulta cómodo o útil creer. Por su propia esencia, la ciencia y los científicos tienen un compromiso fundamental con la realidad: el de tratar de acercarse a ella de la manera más honesta posible, tratando de entenderla con base en observaciones y experimentos, sometiendo a prueba las hipótesis y desechando las que no puedan explicar las evidencias. La ciencia tiene en su interior mecanismos autocorrectivos que permiten que el conocimiento que produce se vaya refinando y depurando, y aun cuando su método esté sujeto a todas las fallas de los seres humanos que los ejercen (errores, trampas, prejuicios, sectarismos y hasta fraudes), eso no impide que se trate de la manera más efectiva con la que cuenta la humanidad para acercarse a entender el funcionamiento del mundo natural.
La ciencia funciona, y la prueba es que el conocimiento que produce puede aplicarse en forma práctica. Las teorías que explican dichos éxitos, y que nos permiten formarnos una visión del mundo en que vivimos que lo hace no sólo comprensible, sino manipulable y por tanto mejorable, pueden estar equivocadas, pero son honestas en tratar de explicar los fenómenos de manera coherente con la evidencia experimental.
En otras palabras, si las teorías científicas muchas veces resultan estar erradas y son sustituidas por otras, si el conocimiento científico es incompleto y lo acepta, si a veces los científicos, al enfrentarse a creyentes en los ovnis o las “curaciones cuánticas” tienen que decir “no sé” (circunstancia que es aprovechada por los émulos de Jaime Mausán para descalificar a la ciencia, pues ellos en cambio sí son poseedores de “la verdad”), todo ello es debido a que la ciencia no puede darse el lujo de dejar de tratar honestamente de acercarse a la realidad. De otro modo no sólo perdería todo sentido, sino que dejaría de funcionar y se convertiría, entonces sí, en sólo otro mecanismo generador de mitos cómodos pero inútiles.
El descontento y el rechazo que muchas veces causan las ideas científicas pueden explicarse por varias causas. Una de ellas es la percepción de que la ciencia ha traído numerosos males a la humanidad (bombas atómicas, contaminación, calentamiento global, desforestación). Esta visión, desgraciadamente, ignora los mucho más numerosos beneficios que hemos recibido gracias al conocimiento científico que tenemos de la naturaleza.
Otra causa de rechazo a la ciencia es la arrogancia con la que muchas veces se presenta, por lo que es percibida con justa razón como deshumanizante, cuando en realidad nos podría permitir conocernos mejor y en ese grado ser humanística.
Finalmente, las revelaciones de la ciencia muchas veces no coinciden con nuestras expectativas, lo cual nos puede hacer sentir incómodos y desorientados. Hoy la ciencia ha mostrado que el hombre no es el centro del universo; que es sólo uno más entre los animales; que la vida es sólo un complejo proceso químico; que no hay una alma o esencia humana más allá de los sutiles mecanismos cerebrales.
Pero quienes apreciamos la ciencia sabemos que las visiones que nos presenta (nótese que no digo “verdades”, palabra que carece de sentido en este contexto) no sólo pueden enriquecer nuestra visión del mundo, sino conocernos profundamente y permitirnos acceder a experiencias vitales tan enriquecedoras como las que nos proporcionan las artes, las humanidades o las relaciones humanas. En el fondo, la ciencia, la literatura española o una relación amorosa nos dan en cierto modo lo mismo: una experiencia vital que nos produce satisfacción y nos hace ser más de lo que somos. Vale la pena arriesgarse a conocerlas, aunque a veces cueste un poco de trabajo, e incluso aunque a veces duela.
1 comentario:
Publicar un comentario