(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 5 de mayo de 2004)
El estudio del comportamiento humano es quizá una de las áreas más controvertidas en las ciencias biológicas. El debate entre lo que es producto de la cultura y lo que tiene una base biológica o genética ha durado cientos de años, y sigue siendo tema de debate e investigación. El comportamiento sexual del ser humano ha sido uno de los temas más favorecidos por este tipo de investigaciones.
Hace unos años, por ejemplo, varios investigadores, entre los que se encontraban Dean Hammer y Simon LeVay, investigaron acerca de las causas biológicas de la homosexualidad, el primero encontrando genes relacionados con este comportamiento, y el segundo estudiando las diferencias en ciertas estructuras de los cerebros de hombres homo y heterosexuales. Estos resultados parecían apoyar la idea de que las preferencias sexuales son algo determinado biológicamente, y no tanto un rasgo cultural aprendido (o incluso elegido por decisión personal). Desde luego, las protestas de quienes consideraban que este enfoque era reduccionista y absurdo no se hicieron esperar.
Pero la tecnología avanza, y los métodos para estudiar el funcionamiento cerebral permiten hoy hacer experimentos en humanos que antes hubieran sido inconcebibles (no por peligrosos o poco éticos, sino literalmente porque a nadie se le hubiera ocurrido que pudieran llevarse a cabo –excepto quizá a los escritores de ciencia ficción).
Recientemente, un reporte difundido por la agencia Reuters indica que investigadores de la universidad de Harvard han estudiado la respuesta cerebral de hombres heterosexuales ante las caras de individuos de uno y otro sexo considerados atractivos. Los resultados son por demás interesantes, y abren vías para numerosas investigaciones posteriores, así como para la especulación e incluso las visiones fantacientíficas.
Para el estudio, publicado en la revista Neuron, los científicos utilizaron una de las nuevas técnicas para obtener imágenes del interior del cuerpo vivo, todas ellas basadas en el fenómeno de resonancia magnética nuclear (RMN), descubierto en 1946. Las técnicas de RMN aprovechan la propiedad que tienen ciertos átomos –en particular el de hidrógeno– de absorber radiación electromagnética –ondas de radio– y emitirlas de nuevo con cambos en su fase o su frecuencia. Como las moléculas que forman la materia viva contienen abundante hidrógeno, y como la absorción y emisión de radiación varía según el tipo de tejido, es posible, utilizando computadoras, formar imágenes nítidas del interior del cuerpo vivo. Inicialmente estas imágenes estaban limitadas a una especie de “rebanadas” bidimensionales, pero posteriormente se ha avanzado hasta obtener imágenes volumétricas e incluso “videos” en los que puede apreciarse el movimiento o el flujo de sangre que ocurre en el interior de un cuerpo –o un cerebro– vivos.
En particular, la técnica particular utilizada en el estudio al que me refiero se denomina MRI, o visualización por resonancia magnética (magnetic resonance imaging). El experimento consistió en 3 fases: en la primera, varios varones heterosexuales jóvenes observaron en una pantalla fotos de rostros de hombres y mujeres, y las clasificaron en “atractivas” o “normales”. Las caras ya habían sido clasificadas previamente mediante un estudio de opinión. Se encontró que las opiniones de los sujetos del experimento coincidían con la clasificación previa: tanto caras femeninas como masculinas podían ser reconocidas como atractivas o “promedio” por los sujetos.
En la segunda fase, utilizando otro grupo de varones con las mismas características, los sujetos podían controlar mediante un botón el tiempo durante el que el rostro aparecía en la pantalla: se notó que tendían a ver por más rato los rostros femeninos atractivos, mientras que hacían desaparecer rápidamente todos los demás.
Finalmente, en la tercera etapa –la más interesante–, un tercer grupo de jóvenes observó las fotos mientras que los científicos observaban el interior de sus cerebros utilizando MRI. En particular, se estudiaron ciertos centros cerebrales (conocidos como “centros del placer”, entre ellos el llamado nucleus accumbens) cuya actividad ha sido relacionada con objetos placenteros (o como dicen los especialistas, “gratificantes”), por ejemplo, con la comida, las drogas o el dinero.
El resultado fue claro: sólo las fotos de mujeres atractivas activaban los “centros del placer”; las fotos de hombres, aun si eran considerados atractivos, no producían la activación de estas zonas cerebrales, e incluso produjeron “lo que puede considerarse como una respuesta de aversión”, en palabras de Hans Breiter, autor principal del estudio.
La finalidad del estudio era separar la apreciación estética de rostros bellos de la atracción hacia ellos (cuestión que ha sido debatida, según comentan los propios autores, desde hace largo tiempo en el campo de la estética –Kant se preguntaba si la percepción de la belleza podía separarse del deseo). El tema es apasionante, y tiene ramificaciones que abarcan de lo biológico (las bases evolutivas de la apreciación de la belleza) hasta lo social (la posible discriminación laboral hacia personas “promedio” para favorecer a la gente guapa).
Sin embargo, la metodología y las características del los sujetos resultan muy sugerentes más allá el campo de las bases neurológicas del juicio estético.
Por un lado, y regresando al tema con que inicia este texto, el experimento obvio que uno pensaría es realizar la misma prueba con individuos homo y bisexuales (así como mujeres con diversas orientaciones sexuales). Aunque el sentido común predice que los “centros de placer” de los cerebros de homosexuales sólo reaccionarían ante rostros atractivos del mismo sexo, y los de bisexuales ante los de cualquier sexo, sería muy interesante comprobar si en efecto sucede así. (Las elaboraciones sofisticadas como una “máquina para detectar homosexuales” me parecen demasiado fantasiosas –por inútiles–, pero sería interesante encontrar también si las reacciones cerebrales coinciden siempre con lo que se afirma a nivel consciente, por ejemplo en personas que no aceptan la atracción que sienten por su mismo sexo.)
Sin embargo, hay que tener cuidado. El boletín de Reuters cita a Nancy Etcoff, una de las coautoras del estudio, comentando que los resultados sugieren que “la percepción humana de la belleza puede ser innata”. Me parece que la afirmación es muy arriesgada: no hay que confundir el encontrar una estructura cerebral que se correlaciona con un fenómeno mental, con el erróneo concepto de que dicha estructura es el fenómeno. El hallar que un gen o una estructura cerebral sean indispensables y participan en un fenómeno de la conciencia no quiere decir que dicho fenómeno no sea mental, sino físico: por el contrario, sería absurdo pensar que pudiera haber fenómenos mentales que no tuvieran un sustrato en el cerebro.
Al final, lo que quizá este tipo de experimentos logren es enfrentarnos a la visión dualista que todavía muchas veces tenemos cuando nos enfrentamos al estudio de lo mental.
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