27 de junio de 2001

Tres libros a favor del ambiente

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 27 de junio de 2001)


Entre las muchas vías que se pueden elegir para divulgar la ciencia –para ponerla al alcance del público no especializado– una de las más interesantes es el uso de la literatura.

La escritura de cuentos y novelas “de ciencia” ha sido explorada de diversas maneras, y con resultados de lo más diverso, especialmente porque como se trata de un área en que la literatura se confunde con la divulgación, los productos tienen destinos de lo más inesperado. A veces una obra que se escribió sin el menor interés por transmitir conceptos científicos al lector funciona admirablemente para este fin, llegando incluso a ser utilizada como material didáctico en cursos escolares. Así, algunas obras, por ejemplo de ciencia ficción, que se escribieron sólo con fines literarios, han permitido que generaciones de jóvenes –y adultos– comprendan principios básicos de la física, la química o la biología. En otras raras ocasiones, una obra que pretendía educar acaba siendo reconocida más por su valor literario que por ser especialmente buena para transmitir ideas (aunque lo normal es que las dos cosas vayan juntas).

De cualquier modo, la escritura de libros de divulgación dirigidos a los jóvenes que puedan servir para comunicar conceptos, actitudes y valores relacionados con la ciencia ha sido una estrategia bastante exitosa en nuestro país. Como prueba están los casi 200 títulos de la colección “La ciencia para todos” (antes “La ciencia desde México”), publicada por el Fondo de Cultura Económica. A pesar del muy desigual nivel y calidad de sus textos, y de que no siempre cumplen su función estrictamente divulgativa, pues llegan a semejar libros de texto, existen en esta colección muchas obras admirables (y algunas que, paradójicamente, llegan a ser utilizadas en cursos de posgrado).

Existen otras colecciones que, aunque constan de un número mucho menos de títulos y no cuentan con los amplios recursos propagandísticos que el FCE tiene a su disposición (entre los que destaca el exitosísimo concurso anual que se organiza para que los estudiantes de secundaria y prepa escriban ensayos y reseñas sobre sus títulos, una idea genial), ofrecen textos de gran calidad y originalidad. “Viajeros del conocimiento”, de Pangea Editores, y “Viaje al centro de la ciencia”; de ADN Editores y CONACULTA son las más destacadas.

Pero existe otro esfuerzo, menos conocido, que hoy quisiera destacar. Se trata de la Colección básica del medio ambiente, coeditada por la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT) y la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT). En la Casa Universitaria del Libro –recinto que, por cierto, merece todo tipo de felicitaciones por la importante y excelente labor que realiza, no sólo en la presentación de libros, sino en la impartición de cursos que han sido decisivos en la formación de una nueva generación de editores, correctores y escritores en nuestro país– se presentaron recientemente tres nuevos libros de esta colección, que completa así diez títulos, todos ellos dedicados a la promoción y divulgación del conocimiento del ambiente y el cuidado del mismo.

El suelo: ese deconocido, de Elizabeth Solleiro Rebolledo, nos habla de la ecología del suelo. A través de un ameno relato acerca de varios adolescentes el libro nos explica las principales características del suelo, su origen y destino, su degradación y conservación. “El suelo es como la piel de la tierra, la parte superficial de la corteza terrestre que permite sostener la vida vegetal y animal. Si no se conoce no se puede decidir qué sembrar o cómo sembrar, sin que se deteriore o pierda”, dice la autora. Y en efecto, es curioso cómo el conocimiento que uno generalmente tiene del suelo que pisa es prácticamente nulo. Cuando se descubren las maravillas que hay bajo nuestros pies es cuando se aprecia el valor de este interesante librito.

Por su parte, Aguas con el agua, de Ernesto Márquez Nerey, se enfoca a promover la “cultura del agua”, recurso que como sabemos es vital para cualquier sociedad, y que aunque es abundante en nuestro país, está muy mal distribuido, además de mal utilizado, contaminado y desperdiciado. Un grupo de estudiantes que deciden organizar un pequeño congreso sobre el agua descubren lo esencial acerca de este recurso en México, su papel en la civilización y en la salud, y las maneras de conservarla, y de paso permiten que el lector se apasione y se informe sobre este refrescante tema.

Finalmente, Campamento Biofilia, de Alejandra Alvarado Zink, el número 10 de la colección, aborda el popular tema de la biodiversidad, esta vez mediante un fresco relato acerca de la visita de un grupo juvenil a un campamento en el que traban contacto con la diversidad biológica de nuestro país, con sus diversas caras, las amenazas que enfrenta y la manera de eludirlas para conservar este importante patrimonio.

Hasta hora, los primeros siete libros de la Colección básica del medio ambiente han tenido muy buena aceptación en el medio escolar, y a decir de estudiantes y profesores cumplen bien su objetivo de divulgar los conceptos básicos del cuidado del ambiente. Es seguro que estos tres nuevos títulos tendrán también éxito. De este modo, la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica cumple admirablemente con su objetivo.

Es de agradecer que en un país tan grande y diverso como el nuestro, pero en el que la ciencia es –¡todavía!– tan poco apreciada, exista una sociedad tan empeñosa como la SOMEDICYT (a la que me honra pertenecer), que a lo largo de más de diez años ha realizado labores de divulgación de la ciencia y ha promovido la formación y profesionalización de los divulgadores, especialmente a través de su congreso anual. La Colección básica del medio ambiente es una muestra de que, aún con pocos recursos, pueden lograrse resultados ampliamente recomendables

Nota final: los tres títulos, junto con el resto de la colección, están disponibles en las oficinas de la SOMEDICYT, en planta baja de La casita de la ciencia, frente al museo Universum, en el circuito cultural de ciudad Universitaria, o al teléfono 56-22-1-73-30, en días hábiles por las mañanas.

13 de junio de 2001

Accidentes y condicionamiento

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 13 de junio de 2001)


Escribo este texto con algo de dificultad, pues tengo que usar un collarín ortopédico debido a un accidente de tránsito: un conductor -que evidentemente desconocía la propiedad de impenetrabilidad que presentan los cuerpos sólidos- pensó que podía acelerar sin esperar a que el auto que estaba delante lo hiciera. Desgraciadamente, el de adelante era yo.

Pero mi tema no este leve accidente, sino un hecho curioso que surgió a raíz de él: cuando tuve necesidad de pasar nuevamente por el lugar preciso en donde sucedió el choque, sentí una gran aversión.

Un amigo se burló de mí cuando le comenté mi nerviosismo: “y luego andas tú hablando de pensamiento mágico y cosas así”, dijo, riéndose, cuando le dije que me daba miedo volver a pasar por el mismo sitio. Yo me sentí apenado, claro, pues él tenía razón: ¿por qué habría yo de temer que se repitiera un accidente sólo por pasar de nuevo por ahí?

Más tarde -tratando de justificarme, lo confieso- reflexioné que quizá no se trataba sólo de supersticiones mías: quizá, me dije, se trate de algo semejante al condicionamiento pavloviano. El fisiólogo ruso Iván Petrovich Pavlov (1849-1936) demostró en 1889 que, si se sometía a perros a un estímulo dado –por ejemplo, darles de comer– simultáneamente con un estímulo condicionante –como el sonido de una campana–, podía establecerse un vínculo entre este sonido, de modo que alguna respuesta fisiológica que normalmente sólo se presentaba ante el primer estímulo –por ejemplo, la salivación en presencia de comida se presentara ahora ante el segundo estimulo. Así, Pavlov logró que los perros produjeran saliva en abundancia con sólo escuchar la campana, sin necesidad de que hubiera comida cerca: una respuesta condicionada.

Posteriormente se confirmó que este tipo de “aprendizaje” primitivo y mecánico que es el condicionamiento pavloviano es vital para muchos animales y desde luego de nosotros, los humanos. Es fácil, por ejemplo, que uno asocie un determinado sonido u olor con ciertas circunstancias particularmente desagradables –una enfermedad, un accidente, un evento doloroso. Es clásico el caso de alguien que se intoxica consumiendo algún alimento en particular –digamos, camarones– y a partir de la fuerte diarrea acompañada de vómitos, cólicos, etc. que suele presentarse en estos casos, desarrolle una fuerte e “irracional” aversión a estos mariscos.

Volviendo a mi accidente y al temor a que se repitiera, se me ocurre que quizá soy una simple víctima más del mecanismo descubierto por el ruso de los perros: quedé marcado por el evento traumático y ahora no podré pasar por el lugar del accidente sin temer un nuevo percance.

Pero independientemente de lo descabellada que pueda ser mi idea, resulta interesante pensar en lo que hay detrás del mecanismo pavloviano. ¿Por qué resulta útil para los seres vivos ser capaces de ser condicionados de una manera tan mecánica por estímulos del medio?

Una respuesta simple es que así se garantiza que no se repetirá una conducta que puede resultar peligrosa o dañina: si una vez se come algo que resulta tóxico, el condicionamiento de aversión evita que el animal vuelva a consumir ese alimento. Y lo mismo respecto a otras cosas o conductas que puedan amenazar la supervivencia del organismo. Es lógico pensar que una especie que presente este mecanismo de protección puede sobrevivir mejor que otra que no lo tenga; el mecanismo pavloviano adquiere así sentido evolutivo. Aunque no se conozcan con detalle los mecanismos moleculares o genéticos que controlan el condicionamiento, los detalles fisiológicos y cerebrales que lo hacen posible se han estudiado bastante (de hecho, los neurofisiólogos utilizan este tipo de condicionamientos de aversión como una útil herramienta de investigación para explorar los mecanismos cerebrales y psicológicos de animales de laboratorio).

Pero hay otro nivel en el que el condicionamiento pavloviano resulta apasionante: cuando se lo considera como una forma de inducción. Como se sabe, la ciencia se basa en la observación y la experimentación de algún fenómeno de la naturaleza para llegar, luego de reunir algún número de datos, a una generalización (teoría o ley). Sin embargo, este proceso de inducción (el paso de un número limitado de observaciones a una ley general que se supone válida en todos los casos) no es fácil de justificar filosóficamente.

Sin embargo, actualmente algunos filósofos han comenzado a desarrollar una rama de la filosofía conocida como epistemología evolucionista, en la que buscan conectar la reflexión acerca de cómo conocemos el mundo, sobre todo por medio de la ciencia, con el conocimiento que se tiene acerca de la evolución de los seres vivos. Dentro de esta perspectiva, podría sostenerse la hipótesis de que un mecanismo como el condicionameitno pavloviando es una forma uy primitiva de inducción: a partir de sólo una experiencia negativa, el organismo “aprende” a evitar experiencias similares. Es como si con hacer sólo una medición, como pesar una piña, un científico decidiera que todas las piñas pesan un kilo.

De cualquier modo, es interesante pensar que procesos intelectuales como la deducción puedan tener bases biológicas... Parafraseando a Marcelino Cereijido, del cinvestav del ipn, ¿acabará la filosofía siendo una rama de la biología?

Posdata: ya volví a pasar por el lugar del accidente, y no pasó nada.