(Publicado en Humanidades, periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM)
14 de mayo de 1997
Hace poco un querido amigo me preguntó con gesto preocupado, después de leer algunos de mis escritos, si “acaso tenía yo algún tipo de cruzada personal contra de la objetividad de la ciencia”.
Su pregunta me resultó comprensible, pues habíamos estado discutiendo acerca de las diversas ciencias y sus métodos para acercarse a la realidad, y tratábamos de aclarar en qué se distinguen de otras disciplinas como las religiones, las pseudociencias y las “filosofías” tipo new age y similares. Yo había expresado opiniones que se alejan del canon anticuado y positivista que se enseña a los alumnos de primer semestre de las carreras científicas (por ejemplo en los libros de Carlos Bunge), lo cual provocó la inquietud de mi interlocutor.
Pero yo también me sentí inquieto, pues mi amigo, químico como yo, se sintió obligado a preguntarme si creía en la existencia de una realidad objetiva “ahí afuera” de nuestras conciencias. Aclaro que me apresuré a responder afirmativamente. ¿Qué caso tendría seguir preocupándonos de cualquier cosa, mucho menos hacer ciencia, si no fuera así?
Con esto, mi amigo no sólo se tranquilizó, sino que comenzó a leer un estupendo libro de introducción a la filosofía de la ciencia (¿Qué es esa cosa llamada ciencia? de Alan F. Chalmers, Siglo XXI, México, 1984). Me pregunto, sin embargo, cuánto tiempo más pasará sin que los científicos (en general) se preocupen por conocer aunque sea un poco sobre esta apasionante área, vital para cualquiera que se interese en la ciencia, ya no digamos que viva de (o para) ella.
¿Por qué decimos que el conocimiento científico es más cierto, más seguro o al menos más útil que el adquirido por otras vías? ¿Cómo puede justificarse su validez o “verdad”? Éste es el problema central de la filosofía de la ciencia. A primera vista se antoja decir que la investigación científica, al basarse en observaciones desprejuiciadas (“objetivas”) y experimentos rigurosos, complementados con un inflexible método inductivo (generalizando a partir observaciones individuales para llegar a reglas generales), simplemente descubre las leyes de la naturaleza. En esto, como leí recientemente en la solapa de algún libro, los científicos siempre han pretendido distinguirse de los practicantes de otras disciplinas: “el conocimiento científico”, dicen, “no se construye, sino que se descubre”. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
Yo descubrí el interesante librito de Chalmers hace más de diez años (gracias a que Ruy Pérez Tamayo lo mencionó durante un ciclo de conferencias). Aunque jamás osaría considerarme ni remotamente cercano a ser un especialista en el tema (¡hay doctores en filosofía de la ciencia!), me duele pensar que prácticamente ninguno de los investigadores científicos que conozco saben o se interesan siquiera por aprender algo al respecto.
Y no me extraña: muchas de las ideas que se encuentran al entrar en este campo son inquietantes (al menos para quienes tenemos una formación en las “ciencias naturales”; los científicos sociales, historiadores y sociólogos parecen hallar un placer casi morboso en discutir acerca de los problemas que tiene la ciencia para demostrar su objetividad).
Se topa uno con demostraciones de la imposibilidad de tener un acceso directo a la realidad (siempre se interpondrán nuestros sentidos) y aún de confiar plenamente en el método inductivo (que algo suceda muchas veces no es prueba lógica de que sucederá siempre).
También se descubre que las tentativas por rellenar estas lagunas (como el falsacionismo de Karl Popper) son sólo intentos fallidos, y se llega a las concepciones relativistas-históricas de Thomas Kuhn: lo que establece la verdad o falsedad de una teoría es únicamente el consenso de la comunidad científica. Su libro La estructura de las revoluciones científicas (Breviarios del Fondo de Cultura Económica, México, 1971) será para mí siempre un clásico. Por desgracia, y para vergüenza suya, parece que Kuhn negó siempre ser un relativista, resistiéndose a ver que la palabra no necesariamente debe tener connotaciones negativas (¡ups!, quizá proyecté demasiado obviamente dónde están mis simpatías...)
Las ideas “anarquistas” y radicales de Paul Feyerabend están quizá mucho más allá del límite como para inquietar realmente a un investigador científico, pero resulta sorprendente el simple hecho de que se pueda argumentar en forma sólida y coherente que en ciencia “todo vale” y que el conocimiento científico es tan válido como la lectura de las líneas de la mano.
En un libro posterior (La ciencia y cómo se elabora, Siglo XXI, Madrid, 1990), Chalmers trató de suavizar el tinte relativista muchos creyeron ver a su primer libro... con muy poco éxito. De hecho, en mi opinión su segundo intento no hizo sino restar fuerza al primero. Aun así, es comprensible que ni científicos ni filósofos de la ciencia quieran proporcionar armas que los partidarios de la pseudociencia y aún la anticiencia puedan usar en contra uno de los productos más acabados del intelecto humano.
Hay una distancia insalvable entre decir que la ciencia no es totalmente objetiva y que el conocimiento científico consiste en modelos sujetos a revisión y adaptación continua, y afirmar que “si algo parece real, es real” o que “nosotros creamos nuestra propia realidad”. La realidad no se amolda a nuestras creencias ni deseos, aunque nuestras interpretaciones y modelos de ella sí puedan hacerlo. Lo indudable es que la ciencia funciona: ahí tenemos a la tecnología, la medicina y tantas otras áreas de su aplicación para probarlo. Evitar que la ciencia se convierta en un dogma no es estar en su contra, sino desear conocerla mejor. ¡Si tan sólo los científicos lo supieran..!
1 comentario:
Leyendo tu artículo he visualizado casi todos los libros que tuve que leer en la asignatura de Metodología de las Ciencias Sociales, en realidad un curso acerca de Historiografía de la Filosofía de la Ciencia. Interesantes opiniones que me han hecho reflexionar y recordar. Gracias.
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