(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 1ero de octubre de 1997)
Hace poco fui a ver Criaturas feroces, película protagonizada por Jamie Lee Curtis y los miembros del grupo inglés Monty Python. La comedia me gustó, aunque no resultó tan divertida como la excelente Los enredos de Wanda, que el mismo elenco había estelarizado hace como diez años. Además de varias situaciones muy jocosas, mostraba los problemas que los encargados de un zoológico pasaban para justificar la permanencia de las diversas especies de animales ante un “recorte” presupuestal.
El problema, en pocas palabras, era que el nuevo dueño tenía como regla que todas sus empresas debían producir ganancias de al menos un veinte por ciento. Como sus asesores habían decidido (bastante arbitrariamente) que lo que más atrae a la gente en un zoológico son las criaturas feroces que dan título a la cinta, la mejor estrategia era eliminar a todos los animales que no cayeran en dicha categoría.
Esta situación hizo que los zoólogos hicieran esfuerzos ridículos por presentar a los animales mansos como temibles bestias de las que había que cuidarse: la imagen de una nube de coatís descuartizando a un elefante o la advertencia de no acercarse mucho a una tortuga gigante que permaneció durante toda la película más inmóvil que el peñón de Gibraltar (“puede arrancarle una pierna”) fueron algunos de los recursos desesperados que emplearon.
Después de pensar un poco, inventaron una nueva estrategia: conseguir propaganda comercial que se pondría directamente en los animales o sus jaulas: el tigre se convirtió así en un anuncio andante de vodka (“absolutely fierce”). Hasta anuncios de cerveza mexicana se vieron por ahí.
Desde luego, me apresuro a aclarar que, aunque a algunos suspicaces la situación les pueda sonar parecida a la de alguna universidad, mi objeto al describir aquí los sufrimientos de los encargados del zoológico se relaciona más con la labor de divulgación de la ciencia.
Además de pensar que los creadores de la cinta fueron extremadamente hábiles al inventar un argumento que incluía los anuncios como parte integral de la trama (¡desde luego que cobraron por poner todos los anuncios que pusieron!), la película me hizo reflexionar sobre cómo algunos esfuerzos por llevar la ciencia al público general muchas veces caen (o acaban por caer) en lo comercial.
Pienso, por ejemplo, en algunos museos de ciencia: El Papalote, por ejemplo, acudió desde un principio a la iniciativa privada para obtener fondos, y mucho de lo que ahí se exhibe tiene a un lado el nombre de alguna empresa o marca comercial. En la unam, Universum se ha mantenido más bien al margen de este tipo de recursos, incluso al grado de que cuando ha intentado obtenerlos no lo ha logrado (aunque hay unas cuantas honrosas excepciones). Pero lo que quiero comentar no es si esto está bien o mal, sino señalar que, desde mi muy personal punto de vista, todo es válido si se hace bien.
Pero ahí está precisamente el problema: los personajes de la película, que tenían que inventar mentiras ridículas para justificar lo que ellos, como conocedores y amantes de los animales, sabían que estaba bien (es decir, un zoológico en el que se exhibieran todo tipo de animales por el interés que tienen como tales, desde un punto de vista de cultura biológica, y no con el criterio de espectáculo circense de presentar “criaturas feroces”). De igual manera, con frecuencia las circunstancias nos obligan a los divulgadores de la ciencia a exagerar los aspectos “comerciales” de la ciencia que pretendemos compartir con nuestro auditorio.
Es difícil encontrar el equilibrio entre presentar lo que los divulgadores (o los investigadores científicos que muchas veces toman las decisiones de lo que debe presentarse al público) piensan que hay que divulgar, y lo que el público quiere recibir. Lo primero puede implicar la difusión de productos aburridos o de interés muy limitado (una revista que compré ayer trae el apasionante artículo “Ficocoloides: importancia, obtención y usos”), y lo segundo puede significar rebajarse a presentar material al nivel de “Siempre en domingo”.
El tema da para mucho más, y eso sin mencionar los paralelos que podrían encontrarse en otros campos, como por ejemplo el de las prioridades en la asignación de recursos para la investigación científica. Me detendré aquí, sin embargo, no sin antes concluir que, probablemente, lo más correcto sería que los criterios con que se decidiera qué hay que divulgar, con qué fines, para qué público y de qué manera, debieran ser académicos, culturales, educativos o hasta estéticos (una querida maestra y amiga opinaría que “de preferencia, estéticos”, y no hallo motivo para contradecirla). Siempre que los criterios económicos o políticos (en el mal sentido de la palabra) sean los que limiten y dirijan el rumbo de la divulgación de la ciencia, esta actividad será básicamente secundaria y esencialmente inútil.
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