(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en agosto de 1998)
La discusión de moda últimamente es, sin duda, y quizá por encima de la del fobaproa, lo de Chiapas y la designación del nuevo embajador gringo, la que se ha dado sobre el aborto. La única diferencia -y la razón por la que elegí hablar hoy de ese tema- es que sobre el aborto, a diferencia de las otras cuestiones, la ciencia sí tiene algo que decir.
Hagamos un breve recuento de la situación. Todo el problema comenzó cuando algún tipo de célula, que durante millones de años se había venido reproduciendo por bipartición, decidió cambiar de método y colaborar con otra de la misma especie para, mezclando sus genes, lograr una mayor diversidad genética. El resultado fue no sólo una mayor versatilidad en las respuestas que sus descendientes pudieron ofrecer a los retos del ambiente (lo que el filósofo Karl Popper llamaba los “problemas” que el ambiente plantea a los seres vivos), sino que la evolución del nuevo organismo “sexual” podía ser más rápida.
Así es: el sexo, lejos de ser una fuente de pecado diseñada especialmente para hacer sufrir a las almas débiles y poner a prueba a los aspirantes a santidad, es la forma que tiene la naturaleza para acelerar la evolución de los seres vivos (si insiste usted en ser antropocentrista, ponga aquí “la madre naturaleza”). Incluso quienes pensábamos que el objetivo del sexo era producir placer nos vemos forzados a aceptar que todas esas sensaciones maravillosas no son sino accesorios de lujo con los que la naturaleza nos manipula -como corresponde a toda madre que se respete- por nuestro propio bien. En este caso, para garantizar que nuestros egoístas genes sobrevivan y sigan transmitiéndose de generación en generación.
A partir de la aparición del sexo, los órganos, instintos y demás infraestructura biológica necesaria para garantizar la reproducción de los individuos continuaron evolucionando. En algún momento a lo largo de nuestra rama del frondoso árbol evolutivo, aparecieron comportamientos y formas de relación asociados al sexo. De ahí a la aparición del amor y el deseo, así como de tabúes, mitos y prohibiciones no hay un gran trecho. Queda el misterio de cómo algo que originalmente servía para garantizar la supervivencia de las especies puede llegar a convertirse en una gran fuente de angustia, represiones e infelicidad para tantas personas (en parte gracias al catolicismo, religión para la que, por algún motivo, todo lo relacionado con el sexo es aborrecible).
Bueno: una vez existiendo el sexo y el ser humano, algunas veces ocurre que una mujer queda embarazada sin desearlo. ¿Qué hacer? Tal vez es demasiado joven y tiene planes que se frustrarían si tiene al bebé; tal vez el padre ha desaparecido, dejándola sola con “su” problema. Tal vez no tiene dinero, y sabe que si nace, su hijo sufrirá hambre y tal vez muera. Tal vez fue violada y el odio que siente hacia su agresor le impide relacionarse con el nuevo ser que se desarrolla en su interior. En todos estos casos, el aborto es una alternativa que nuestra mujer considerará, independientemente de lo que le hayan enseñado y de lo que opine la moral cristiana.
¿Cuáles son las razones para oponerse a que esta mujer aborte? En dos excelentes artículos publicados en la revista Ciencias, en un número dedicado al aborto (no. 27, julio de 1992) el embriólogo Horacio Merchant, del Instituto de Investigaciones Biomédicas, hace algunas afirmaciones al respecto. En primer lugar, la posición antiabortista considera que la vida del “nuevo ser” comienza a partir de la fecundación, es decir, cuando el espermatozoide se une al óvulo para formar el cigoto.
La elección de esta etapa, sin embargo, es bastante arbitraria: embriológicamente no puede considerarse que un óvulo fecundado sea un ser humano. En todo caso, habría que esperar a la aparición de algunas de las características que lo definen como tal -particularmente la maduración del sistema nervioso central- antes de otorgarle derechos. (Recordemos que muchas veces, en los debates sobre el aborto, se considera que los derechos del embrión o feto, “inocente y libre de pecado”, son incluso más importantes que los de la madre, a quien se considera, de forma implícita, “culpable” de su estado. Una de las características de la intolerancia, a diferencia del pensamiento democrático, es que tiende a culpar a los individuos de las desgracias que les suceden.)
¿Cuándo un ser comienza a ser humano? ¿En el momento en que comienza a vivir? Tanto el espermatozoide como el óvulo están vivos desde antes de la fecundación, y pueden potencialmente dar origen a un ser humano. De hecho, en ciertas condiciones el óvulo puede por sí mismo dar origen a un ser completo sin ayuda del espermatozoide, fenómeno conocido como partenogénesis. En palabras de Merchant, “cabe preguntarse que, si el óvulo posee individualidad y toda la capacidad para desarrollarse como un nuevo individuo, ¿a partir de qué etapa es válido impedir que se desarrolle?”. Tomando en cuenta esto, no sólo toda forma de anticoncepción, sino la menstruación misma -un proceso totalmente natural- podría considerarse “inmoral”, al matar una célula que potencialmente podría convertirse en un ser humano. Resulta, digamos, difícil defender esta posición.
¿Podríamos entonces considerar que el nuevo individuo comienza a existir cuando adquiere conciencia? Esto sucede en una etapa bastante avanzada del embarazo, si no es que después del nacimiento. Nadie aceptaría un aborto en etapas tan avanzadas (además de que es peligroso).
¿Podría tomarse como parteaguas el momento en que madura el sistema nervioso ¾sitio donde se asentará la conciencia? Esto sucede aproximadamente a las diez u once semanas de la gestación, cuando se forman las sinapsis -uniones- entre las células nerviosas del embrión (pues antes de ello no puede hablarse realmente de sistema nervioso). Pero, otra vez, el embarazo está ya avanzado.
Como se ve, el problema es complejo. Lo que parece quedar claro es que tomar el momento de la fecundación como el inicio de la vida de un nuevo individuo no se justifica.
Nótese que hasta aquí no ha habido necesidad de hablar del “alma”, el “espíritu” ni nada que se le parezca. Esto es porque la ciencia no necesita de esos conceptos. Por feo que suene, la ciencia es una disciplina materialista. Esto quiere decir que sólo se ocupa del universo físico, aquel al que podemos tener acceso por medio de los sentidos. Presuponer, como lo hace la moral católica, que un cigoto fecundado debe gozar de la dignidad de ser humano, al menos en potencia, es una posición difícil de sostener. En particular porque se apoya en la suposición (creencia) en la existencia de un alma que habita el “cuerpo” (difícilmente puede llamársele así a un óvulo fecundado, pero en fin…) a partir del momento de la fecundación. ¿Qué pasa con los que no somos católicos y no creemos en dios ni en la existencia de un alma? ¿Debe la ley (y la vida de las mujeres que se ven orilladas a abortar) depender de una creencia religiosa?
A partir de la valiente propuesta del secretario de salud, Juan Ramón de la Fuente, y de la reacción en contra promovida por la derecha católica, en especial por el grupo provida (¿prosida?), varios académicos e intelectuales, junto con el Grupo de Información en Reproducción Elegida (gire) se han dado a la tarea de promover y apoyar el debate sobre la legalización del aborto. En mi opinión, es una discusión necesaria y urgente. Aunque es difícil que el voto de la mayoría de la población apoye el cambio, se habrá al menos iniciado la discusión y la concientización, con lo que en unos años, si la labor continúa, podrá contarse con suficiente a poyo para modificar la ley. Lo invito a usted, amable lector, lectora, a participar informándose y formando su propia opinión.
(Por cierto, hablando de la revista Ciencias -excelente publicación trimestral de la facultad del mismo nombre-, le recomiendo ampliamente el número de julio de 1992, mencionado anteriormente. En él hallará, además de los artículos sobre el aborto, otro excelente dedicado a la divulgación de la ciencia y una traducción de la “modesta propuesta” de Jonathan Swift, en la que me inspiré para mi colaboración del número pasado de humanidades.)
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