(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 2 de mayo de 2001)
Las explicaciones darwinianas parecen estar de moda últimamente. Mucho más allá del ámbito de la simple biología –donde no es sorprendente que el abuelo Darwin siga siendo la figura más influyente de todo el panteón de esa ciencia; después de todo, como ya lo dijera Sewall Wright, “nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”– el pensamiento darwinista ha comenzado a tener influencia en campos tan disímbolos como la química farmacéutica, la computación, la psicología, los estudios culturales y de comunicación, y hasta la filosofía.
En un libro recientemente publicado (La máquina de los memes, Grijalbo, 2001), la psicóloga Susan Blackmore trata de resumir y sistematizar una de estas nuevas derivaciones de lo que el biólogo Richard Dawkins llama “darwinismo universal”: la teoría de los memes (singular mem), ideas, conceptos, o cualquier tipo de fragmentos de información mental que pueden ser transmitidos de cerebro en cerebro y que compiten entre sí en forma semejante a como lo hacen los genes en los organismos vivos.
La idea básica es relativamente simple: los genes, por su propia naturaleza de “replicadores” o “replicones” (unidades de información genética capaces de reproducirse, o “replicarse”, en el lenguaje de los biólogos moleculares) son entidades que evoluciónan. El mecanismo es algo así: dada una variedad de posibles secuencias genéticas –genes–, aquellas que puedan reproducirse en mayor número y con mayor fidelidad comenzarán a predominar en una población dada, por sobre otros genes menos eficientes para replicarse. De este modo, el simple hecho de copiarse con eficiencia hace que un gen sea “exitoso”. Las posibles ventajas o desventajas que confiera al organismo que lo porta se convierten así no en causas, sino en efectos de la eficiencia reproductiva del gen. Esta es, a grandes rasgos, la teoría del “gen egoísta”, planteada hace años por el propio Dawkins.
La idea de los memes, planteada también por este influyente especialista en comportamiento animal, es sólo una extensión del mismo concepto: ¿no existirán otro tipo de entidades capaces de reproducirse, cambiar y evolucionar en forma semejante a como lo hacen los genes? Claro que sí: las ideas.
Un ejemplo sencillo son las modas: a partir de una idea original que alguien tiene, una moda como, por ejemplo, el usar tatuajes o aretes en el ombligo, se va “contagiando” de cerebro en cerebro –muchas veces ayudada por factores como su utilidad, belleza o significado como señal de pertenencia a una comunidad. A lo largo del proceso, la moda va cambiando y transformándose lentamente: evoluciona, y puede llegar a universalizarse (o casi), o a extinguirse. Igualmente puede competir con otras modas “rivales”, llegando a dominar una en ciertas poblaciones y otra en grupos distintos (piénsese en el abismo que separa la moda de los “darks” de la de los “skatos”, por ejemplo).
Los chistes son otro ejemplo de memes: una historia comienza siendo contada por su autor, y va siendo repetida –dependiendo de lo contagiosa que resulte, además de su efectividad para provocar la risa, entre otros factores– y en el proceso puede modificarse, cambiar e irse perfeccionando o deteriorando. Nuevamente, evoluciona.
La utilidad de la idea de los memes es que pone a fenómenos psicológicos, sociológicos y culturales sobre una base biológica, conectando así mundos que alguna vez parecieron separado por un abismo. Blakmore muestra, por ejemplo, cómo el pensamiento memético nos permite abordar cuestiones como la de por qué los seres humanos no podemos dejar de pensar continuamente.
Si suponemos que los memes –ideas– que permanezcan más constantemente en la conciencia de un individuo tienen mayores probabilidades de ser comunicados a otro individuo, puede esperarse que a lo largo del tiempo evolucionen memes perfectamente adapatados para hacer precisamente eso: estar dando vueltas una y otra vez en el cerebro que los aloja, esperando ser contagiados a otros cerebros. Naturalmente, este tipo de memes competirán unos con otros, con el resultado de que nuestros pobres cerebros acaban siendo colonizados constantemente, no porque los memes “pretendan” hacerlo, sino simplemente porque han sido seleccionados (en el sentido de “selección natural”) para ello.
Sin aceptamos esta propuesta, no es difícil brincar a otras explicaciones. Por ejemplo, acerca de la amistad. ¿Por qué existe la amistad? ¿Tiene alguna utilidad evolutiva –fomenta la reproducción de nuestros genes–, o podrá tener algo que ver con los memes?
Una de las características principales de toda amistad es que se la busca sobre todo para platicar: compartir ideas, información, experiencias. Dicho de otro modo, para permitir que los memes que habitan nuestra mente se reproduzcan en la de nuestro amigo o amiga. Las constantes pláticas entre camaradas se pueden ver así como grandes y fértiles campos en los que los memes brincan de un cerebro a otro, aumentando el número de copias que dejan en las mentes por las que han pasado, cumpliendo así su único propósito: reproducirse. En el proceso, desde luego, estos memes cambian poco a poco, a la manera del “teléfono descompuesto” (el juego memético por excelencia), y van así evolucionando.
Por supuesto, la amistad tiene también obvias conveniencias desde el punto de vista genético: un individuo que tenga muchos amigos probablemente sobrevivirá, al igual que sus hijos, y se reproducirá con más eficacia que una persona aislada y solitaria. Pero esto no es obstáculo para pensar que los memes que fomentan las amistades no hayan influido también para desarrollar esta característica –la de formar constantemente amistadas– en nuestra especie.
Tomando en cuenta las ideas anteriores, ¿podría uno atreverse a ir aún más allá, y tratar de proponer una explicación memética del amor? Quizá no es necesario –después de todo, este sentimiento probablemente pueda ser analizado en términos de ventajas genéticas–, y definitivamente es prematuro, pero sería un campo interesante para explorar.
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