30 de mayo de 2001

Mitocondrias y periodismo científico

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 30 de mayo de 2001)

En memoria de la doctora Aurora Brunner Liebshard

En las pasadas semanas han aparecido en los diarios dos noticias científicas que me dan pie para hablar de los problemas y las dificultades que pueden presentarse en el ejercicio de una de las especialidades más demandantes del periodismo: el periodismo científico.

La primera noticia, difundida ampliamente en los medios de todo el mundo el sábado 5 de mayo, anunciaba con grandes titulares –dirigidos, seguramente, a despertar un interés igualmente grande– que un científico estadounidense, el doctor Jacques Cohen, había logrado crear los primeros bebés genéticamente modificados (como botón de muestra, el titular del diario español El país rezaba “Nacen en Estados Unidos 15 bebés con genes de su padre y de dos mujeres”, mientras que en el sitio de noticias científicas de Yahoo, en la red, el encabezado era “Nacen los primeros bebés genéticamente alterados”... como se ve, el periódico impreso parece ser ligeramente más riguroso que los sitios en la red).

Desde luego, la noticia resultó en un gran escándalo: la posibilidad de que se hubiera creado a 15 bebés cuyos genes hubieran sido modificados suena aterradora, pues uno de los límites más claros –y en los que prácticamente todo el mundo está de acuerdo– para la manipulación genética es el no manipular la llamada “línea germinal” humana, es decir, no realizar modificaciones en seres humanos que puedan ser transmitidas a la descendencia e introducirse así en el patrimonio genético de la especie.

Pero lo más curioso sucedió al día siguiente: a pesar de ser domingo, el lector de, por ejemplo, La jornada, pudo encontrarse con una especie de desmentido de la información anterior: “Niega científico de Estados Unidos haber creado bebés genéticamente modificados”, anunciaba la nota publicada en este diario. A su vez, Yahoo publicó el lunes siguiente una nueva versión de la misma nota publicada el sábado, pero con una cabeza que enfatizaba un ángulo muy diferente del asunto: “Tratamiento contra la infertilidad deja a niños con ADN extra”.

Aclaremos de qué se trataba el asunto. Nuestras células contienen, entre los muchos organelos microscópicos que realizan distintas funciones vitales, unas minúsculas pero complejas estructuras llamadas mitocondrias. Estos organelos, que frecuentemente son comparadas con “centrales energéticas” celulares, cumplen la importante función de oxidar los azúcares de los que se alimenta la célula para obtener energía utilizable. Las mitocondrias, a diferencia de la mayoría de los organelos celulares, tienen la característica de poseer su propia información genética, almacenada en moléculas de ADN (ácido desoxirribonucleico). Esta información genética es independiente de los genes contenidos en el núcleo de la célula, y permiten que las mitocondrias, si bien no son capaces de vivir independientemente, sí puedan gozar de una cierta autonomía (en forma quizá parecida a nuestra querida universidad, que es autónoma aunque no puede vivir sin el subsidio que le da el gobierno).

Para terminar esta breve explicación, añadiré que las mitocondrias –y su información genética– se transmiten de padres a hijos de una manera especial: a diferencia de lo que ocurre con los genes nucleares, de los cuales recibimos la mitad de nuestra madre y la mitad de nuestro padre, nuestros genes mitocondriales se transmiten únicamente por la vía materna (la explicación es que cuando el espermatozoide fecunda al óvulo, sólo penetra en él la cabeza, que contiene el núcleo, pero el cuerpo ni la cola, que contienen las mitocondrias paternas, de modo que el bebé tiene sólo mitocondrias –y ADN mitocondrial– proveniente de la madre. Esta característica ha permitido estudiar la antigüedad de los genes de las mitocondrias y remontarnos hasta la famosa “eva mitocondrial”, así como estudiar las migraciones de grupos humanos en la prehistoria.

Bueno: pues lo que hizo el doctor Cohen, del Instituto de Medicina Reproductiva y Ciencia del Centro Médico de San Barnabas, en Nueva Jersey, y que motivó los escandalosos encabezados a los que nos referimos al principio, fue inyectar citoplasma tomado de óvulos de mujeres fértiles incluyendo sus mitocondrias en óvulos completos de mujeres infértiles, y posteriormente fecundar los óvulos así tratados para producir bebés. El proceso se llevó a cabo como una forma de remediar la esterilidad de mujeres que no podían producir óvulos fértiles debido a defectos o carencias en su ADN mitocondrial: al mezclar sus mitocondrias con las de una mujer fértil, los óvulos se volvían capaces de ser fecundados.

¿Se trató entonces todo el escándalo de una exageración de los medios de comunicación? No exactamente: efectivamente, los bebés obtenidos efectivamente contienen ADN mitocondrial de dos mujeres distintas, y en ese sentido puede decirse que han sido “alterados genéticamente”. Por otro lado, el ADN mitocondrial forma sólo una parte minúscula del patrimonio genético de un ser humano, además de que los genes mitocondriales de los bebés son “naturales”, es decir, no han sido alterados artificialmente. Lo único que hizo el procedimiento fue producir una nueva mezcla de genes que ya se encontraban en la naturaleza.

Más bien podría hablarse de un manejo tendencioso de la información, que se presentó inicialmente como un alarmante caso de manipulación genética y sólo después del reclamo de los científicos involucrados se corrigió para verla como un curioso efecto secundario de un tratamiento contra la infertilidad. Tampoco queda claro de quién fue la culpa, pues se argumenta que la información, publicada en la revista Human reproduction, fue tergiversada ya desde un editorial incluido en la propia publicación científica.

En fin, todo quedó en un escándalo fallido y varios desmentidos publicados en todo el mundo. El incidente muestra cómo sigue existiendo un extendido prejuicio contra todo lo que signifique manipulación genética –con la carga de irracionalidad e ignorancia que todo prejuicio conlleva. Sin que esto signifique, claro, que deba aceptarse irreflexivamente algo tan delicado como la manipulación del patrimonio genético humano. Pero quizá el saldo final sea bueno, pues ha dado pie para que el gran público conozca lo que es el ADN mitocondrial y para que los divulgadores de la ciencia podamos escribir artículos como éste, en los que podemos hablar acerca de las curiosidades de la herencia

16 de mayo de 2001

Tito, Tito, Capotito

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 16 de mayo de 2001)


“Tito, Tito, capotito, sube al cielo y pega un grito. ¿Qué es?” Así rezaba una adivinanza muy popular, cuya respuesta era invariablemente “el cohete”. El grito, por supuesto, era la colorida explosión que normalmente acompaña a los petardos empleados en ferias y festejos.

Afortunadamente, el cohete en el que viajó Dennis Tito, millonario californiano que tuvo el dinero y la voluntad suficiente para convertirse en el primer “turista espacial”, no sufrió ningún tipo de explosión. Eso sí, seguramente este Tito sí habrá pegado varios gritos, pero de júbilo (“fue como estar en el paraíso”, dijo a su regreso). Y no es para menos, pues logró cumplir un sueño que había acariciado largamente y que muchos otros seguramente querrían compartir (como lo atestiguan las decenas de aspirantes que supuestamente ya se apuntaron en la lista para hacer un viaje a la Estación Espacial Internacional). Originalmente su excusión estaba planeada para visitar la estación MIR, pero como ésta había excedido su vida útil y tuvo que ser destruida, la estancia de Tito se cambió al proyecto internacional.

Al parecer, el viaje de Tito costó la friolera de 20 millones de dólares –lo que pone al turismo espacial un poco fuera del presupuesto de la mayoría de nosotros–, y fue realizado no a bordo de una nave estadounidense –como hubiera sido lógico esperar–, sino de un cohete Soyuz ruso. De hecho, la NASA se opuso a que los rusos enviaran al millonario al espacio, e incluso amenazaron con prohibir su ingreso a la parte estadounidense de la estación espacial. Destacó la ligeramente cínica crítica de John Glenn, el septuagenario astronauta y ex senador gringo, quien afirmó que el viaje de Tito era un uso incorrecto para la estación, que se supone debe usarse para fines de investigación. Recordemos que hace unos años Glenn logró volver al espacio a los 77 años de edad, viaje que muchos consideraron como un capricho que logró cumplir gracias a su puesto en el senado.

De cualquier modo, el viaje de Tito lo pone a uno a pensar en muchas cosas. En primer lugar, lo más obvio: la posibilidad de realizar viajes turísticos al espacio, a la luna, algún día quizá a Marte... ¿qué tan realista será esta idea, antes sólo posible en la ciencia ficción?

Y más allá de las posibilidades e implicaciones del turismo espacial, ¿qué nos dice el viaje de Tito acerca de la utilidad que tiene seguir desarrollando la ciencia y la tecnología que permiten los viajes al espacio?

Un argumento que se oye frecuentemente a favor de estas inversiones es el que cuestiona la validez, e incluso la ética, de gastar grandes cantidades de dinero en proyectos como mandar hombres a la luna o explorar otros planetas con sondas que cuestan cifras de 6 ceros en dólares, mientras por otro lado millones de seres humanos viven en la extrema pobreza o mueren de hambre aquí en la tierra.

Hay varias respuestas posibles a este cuestionamiento: uno es la importancia de explorar otros mundos, no sólo por el conocimiento mismo que se obtiene, sino por la tecnología que se desarrolla colateralmente a esta empresa. Muchas de las comodidades de que gozamos en la vida moderna –los privilegiados que podemos gozar de ellas, no olvidemos que una gran fracción de la población del planeta no cuenta ni siquiera con servicios básicos como agua corriente, electricidad o teléfono- son producto de las investigaciones tecnológicas que se hicieron en la década de los 60 para poder llegar a la luna. Todavía hoy seguimos recibiendo avances técnicos como nuevos materiales, alimentos, tecnología computacional y de comunicaciones que directa o indirectamente son derivadas de la investigación espacial.

Y sin embargo, no puede negarse que el viaje de Dennis Tito no parece haber aportado ningún beneficio importante para la humanidad -ni siquiera para un parte de ella. Lo único que parece haber demostrado es que, si uno tiene el dinero suficiente, puede hoy cumplirse caprichos tan extraños como hacer turismo en una estación espacial.

Ante esta realidad, la visión cínica que afirma que la ciencia y la tecnología son manifestaciones de un sistema capitalista que sólo busca la dominación y el enriquecimiento de unos cuantos, bajo el pretexto de la búsqueda del conocimiento. Cuesta trabajo no caer en este tipo de pensamiento. Consideremos, como un intento de antídoto, los riesgos de pensar así. ¿qué pasaría si proliferara la visión de la ciencia como un “gasto”, una empresa que no es costeable para una sociedad que enfrenta retos mucho más urgentes?

La consecuencia inmediata sería el empobrecimiento y quizá la desaparición del sistema científico, lo cual a su vez nos privaría de una de las fuerzas sociales que han resultado más influyentes en el rumbo de la humanidad en los pasados siglos. El peligro de perder de vista los amplios y múltiples beneficios que la investigación científica y tecnológica –en todas sus manifestaciones- nos proporcionan, deslumbrados tan sólo por el mal ejemplo de Tito y su capricho espacial es que nos ocupemos sólo de lo urgente, olvidando lo importante: que enfoquemos nuestros recursos sólo a los problemas del momento, y olvidemos el desarrollo que debemos mantener para el futuro.

Después de todo, no hay que olvidar que la ciencia y la tecnología sirven para muchas, muchas más cosas que para poner una sonrisa en el rostro de un millonario californiando de edad madura que siempre soñó con viajar al espacio.

2 de mayo de 2001

Amistad, evolución y mente

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 2 de mayo de 2001)


Las explicaciones darwinianas parecen estar de moda últimamente. Mucho más allá del ámbito de la simple biología –donde no es sorprendente que el abuelo Darwin siga siendo la figura más influyente de todo el panteón de esa ciencia; después de todo, como ya lo dijera Sewall Wright, “nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”– el pensamiento darwinista ha comenzado a tener influencia en campos tan disímbolos como la química farmacéutica, la computación, la psicología, los estudios culturales y de comunicación, y hasta la filosofía.

En un libro recientemente publicado (La máquina de los memes, Grijalbo, 2001), la psicóloga Susan Blackmore trata de resumir y sistematizar una de estas nuevas derivaciones de lo que el biólogo Richard Dawkins llama “darwinismo universal”: la teoría de los memes (singular mem), ideas, conceptos, o cualquier tipo de fragmentos de información mental que pueden ser transmitidos de cerebro en cerebro y que compiten entre sí en forma semejante a como lo hacen los genes en los organismos vivos.

La idea básica es relativamente simple: los genes, por su propia naturaleza de “replicadores” o “replicones” (unidades de información genética capaces de reproducirse, o “replicarse”, en el lenguaje de los biólogos moleculares) son entidades que evoluciónan. El mecanismo es algo así: dada una variedad de posibles secuencias genéticas –genes–, aquellas que puedan reproducirse en mayor número y con mayor fidelidad comenzarán a predominar en una población dada, por sobre otros genes menos eficientes para replicarse. De este modo, el simple hecho de copiarse con eficiencia hace que un gen sea “exitoso”. Las posibles ventajas o desventajas que confiera al organismo que lo porta se convierten así no en causas, sino en efectos de la eficiencia reproductiva del gen. Esta es, a grandes rasgos, la teoría del “gen egoísta”, planteada hace años por el propio Dawkins.

La idea de los memes, planteada también por este influyente especialista en comportamiento animal, es sólo una extensión del mismo concepto: ¿no existirán otro tipo de entidades capaces de reproducirse, cambiar y evolucionar en forma semejante a como lo hacen los genes? Claro que sí: las ideas.

Un ejemplo sencillo son las modas: a partir de una idea original que alguien tiene, una moda como, por ejemplo, el usar tatuajes o aretes en el ombligo, se va “contagiando” de cerebro en cerebro –muchas veces ayudada por factores como su utilidad, belleza o significado como señal de pertenencia a una comunidad. A lo largo del proceso, la moda va cambiando y transformándose lentamente: evoluciona, y puede llegar a universalizarse (o casi), o a extinguirse. Igualmente puede competir con otras modas “rivales”, llegando a dominar una en ciertas poblaciones y otra en grupos distintos (piénsese en el abismo que separa la moda de los “darks” de la de los “skatos”, por ejemplo).

Los chistes son otro ejemplo de memes: una historia comienza siendo contada por su autor, y va siendo repetida –dependiendo de lo contagiosa que resulte, además de su efectividad para provocar la risa, entre otros factores– y en el proceso puede modificarse, cambiar e irse perfeccionando o deteriorando. Nuevamente, evoluciona.

La utilidad de la idea de los memes es que pone a fenómenos psicológicos, sociológicos y culturales sobre una base biológica, conectando así mundos que alguna vez parecieron separado por un abismo. Blakmore muestra, por ejemplo, cómo el pensamiento memético nos permite abordar cuestiones como la de por qué los seres humanos no podemos dejar de pensar continuamente.

Si suponemos que los memes –ideas– que permanezcan más constantemente en la conciencia de un individuo tienen mayores probabilidades de ser comunicados a otro individuo, puede esperarse que a lo largo del tiempo evolucionen memes perfectamente adapatados para hacer precisamente eso: estar dando vueltas una y otra vez en el cerebro que los aloja, esperando ser contagiados a otros cerebros. Naturalmente, este tipo de memes competirán unos con otros, con el resultado de que nuestros pobres cerebros acaban siendo colonizados constantemente, no porque los memes “pretendan” hacerlo, sino simplemente porque han sido seleccionados (en el sentido de “selección natural”) para ello.

Sin aceptamos esta propuesta, no es difícil brincar a otras explicaciones. Por ejemplo, acerca de la amistad. ¿Por qué existe la amistad? ¿Tiene alguna utilidad evolutiva –fomenta la reproducción de nuestros genes–, o podrá tener algo que ver con los memes?

Una de las características principales de toda amistad es que se la busca sobre todo para platicar: compartir ideas, información, experiencias. Dicho de otro modo, para permitir que los memes que habitan nuestra mente se reproduzcan en la de nuestro amigo o amiga. Las constantes pláticas entre camaradas se pueden ver así como grandes y fértiles campos en los que los memes brincan de un cerebro a otro, aumentando el número de copias que dejan en las mentes por las que han pasado, cumpliendo así su único propósito: reproducirse. En el proceso, desde luego, estos memes cambian poco a poco, a la manera del “teléfono descompuesto” (el juego memético por excelencia), y van así evolucionando.

Por supuesto, la amistad tiene también obvias conveniencias desde el punto de vista genético: un individuo que tenga muchos amigos probablemente sobrevivirá, al igual que sus hijos, y se reproducirá con más eficacia que una persona aislada y solitaria. Pero esto no es obstáculo para pensar que los memes que fomentan las amistades no hayan influido también para desarrollar esta característica –la de formar constantemente amistadas– en nuestra especie.

Tomando en cuenta las ideas anteriores, ¿podría uno atreverse a ir aún más allá, y tratar de proponer una explicación memética del amor? Quizá no es necesario –después de todo, este sentimiento probablemente pueda ser analizado en términos de ventajas genéticas–, y definitivamente es prematuro, pero sería un campo interesante para explorar.