por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 24 de enero de 2001)
La primera ocasión en que fui consciente de la cantidad de esfuerzo (y dinero) que nuestra sociedad está invirtiendo en el desarrollo de modernas tecnologías que son totalmente inútiles ocurrió en los baños de un café que estaba a un lado de mi casa. Más específicamente frente a un mingitorio. El aparato estaba dotado de un aditamento que en esa época (a principios de los noventa) era todavía novedoso: se trataba de una caja de acero inoxidable con una lucecita roja que parpadeaba y lo que parecía ser la lente de una minúscula cámara de video.
Aunque su función no era muy misteriosa (evitaba que uno tuviera que “jalarle” manualmente al mingitorio luego de usarlo, mediante un rayo infrarrojo que detectaba que uno se paraba frente a él), lo realmente cómico era la ilustración de la placa que tenía pegada al frente, la cual mostraba al mingitorio computarizado siendo utilizado por... ¡un robot! (supongo que para que el usuario se diera cuenta del carácter futurista del invento, aunque más bien lo ponía a uno a pensar en la forma en como estaría construido el tal autómata).
Ahora estamos acostumbrados no sólo a mingitorios, sino a excusados, llaves de agua, secadoras de manos y hasta dispensadores de jabón líquido que detectan mediante infrarrojo la presencia del usuario. Incluso hubo excusados con un aparato que colocaba una cubierta de papel desechable nueva luego de cada uso (supongo que para no contaminarse el trasero con los bichos que contuviera el del usuario previo), aunque por su complejidad no tardaban en descomponerse, y no tuvieron éxito. Y toda esta tecnología (y el gasto consecuente) tenía el muy loable fin de evitar que tuviéramos que tomarnos la molestia de jalar un a palanca, apretar un botón o girar una llave. ¡No cabe duda de que la ciencia y la tecnología aumentan nuestra calidad de vida!
A diferencia de los inventos realimente útiles como el teléfono (que disparó la transformación del mundo y sus grandes distancias en la famosa “aldea global”), o los antibióticos (que salvan a millones y alargaron la esperanza de vida del ser humano), la tecnología inútil sirve sólo para gastar dinero a lo tonto. Los ejemplos son prácticamente infinitos (uso la palabra “prácticamente” para evitar que un matemático demasiado celoso de la precisión me escriba para regañarme por usar erróneamente el lenguaje técnico, pues no es posible que sean realmente infinitos). Van desde los limpiadores de ciertos autos de lujo, capaces de ajustar en forma “inteligente” su velocidad de acuerdo con la cantidad de lluvia que esté cayendo, hasta las cremas para el cutis que contienen ARN de colágeno, las cuales desde luego son completamente inservibles pero son caras y suenan muy bien. (Expliquemos que el colágeno es una proteína que confiere resistencia y elasticidad a la piel, y se produce dentro de las células a partir de la información contenida en el ADN, mediante la transmisión de esa información a una molécula llamada ARN mensajero. Sólo que las capas externas de la piel están formadas por células muertas, por lo que por más ARN que contenga una crema, es muy difícil que favorezca la síntesis de más colágeno.)
Seguramente el lector(a) conoce muchos ejemplos más de objetos que básicamente no sirven para nada nuevo, pero que cuestan muy caros y que debe haber costado mucho trabajo inventar y producir. Plumas con reloj digital integrado (hace años, las de hoy tienen un rayo láser o flotan en su base por medio de imanes); desarmadores especiales para hacer girar tornillos de hornos de microondas; aparatos de sonido que, mediante una docena de bocinas de distintas formas y tamaños, permiten reproducir la acústica de su sala de conciertos favorita; relojes de pulsera que por un lado tienen manecillas y por el otro una pantalla digital de cristal líquido; impresoras que combinan con el color de su computadora y por tanto cuestan un 25% más que las de color beige; una batería de cocina con chapa de tungsteno (o de wolframio) que supuestamente difunde más rápidamente el calor; juguetes computarizados tipo Tamagotchi o Furby, que finalmente se descomponen o cuando más sirven para lo mismo que una muñeca tradicional (hoy incluso hay en el mercado “perritos” electrónicos que cuestan una millonada)... No hay límite a la creatividad de los inventores y diseñadores de este tipo de “Novedades”, como puede apreciarse en cualquier catálogo de esas tiendas de regalos caros o en la publicidad que se envía con los estados de cuenta de las tarjetas de crédito.
Uno podría sorprenderse de que en un mundo en el que la miseria y el hambre afectan a un porcentaje preocupante de la población, se dedique tanto tiempo y recursos a inventar este tipo de aparatos, y más todavía de que el público esté dispuesto a pagar por ellos (y normalmente precios altos). La explicación, supongo, es que la mayor parte de esta chatarra proviene de los Estados Unidos, país en el que la cantidad de dinero que se produce supera las necesidades de la población. Una versión popular del “sueño americano” es que uno puede hacerse rico inventando algún aparato que sirva para algo que a nadie se le haya ocurrido antes (un sacacorchos láser, digamos, o un juego de cinco tijeras de uñas diferentes, una para cada dedo de los pies) y vendiéndolo. La pregunta, entonces (y se la dejo a economistas y sociólogos, porque para mí es un misterio) es por qué el público mexicano, cuya realidad económica está muy por debajo de la del estadounidense medio, cae en las mismas trampas. Un buen tema de reflexión para la cuesta de enero.
Y a propósito, los controles automáticos para mingitorios que mencionaba al principio, con su aspecto de camaritas de video, fue hace años motivo de una broma del doctor Marcelino Cereijido, del cinvestav, quien publicó en la revista Avance y perspectiva un artículo que causó furor. Pero esa es otra historia...
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