16 de mayo de 2001

Tito, Tito, Capotito

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 16 de mayo de 2001)


“Tito, Tito, capotito, sube al cielo y pega un grito. ¿Qué es?” Así rezaba una adivinanza muy popular, cuya respuesta era invariablemente “el cohete”. El grito, por supuesto, era la colorida explosión que normalmente acompaña a los petardos empleados en ferias y festejos.

Afortunadamente, el cohete en el que viajó Dennis Tito, millonario californiano que tuvo el dinero y la voluntad suficiente para convertirse en el primer “turista espacial”, no sufrió ningún tipo de explosión. Eso sí, seguramente este Tito sí habrá pegado varios gritos, pero de júbilo (“fue como estar en el paraíso”, dijo a su regreso). Y no es para menos, pues logró cumplir un sueño que había acariciado largamente y que muchos otros seguramente querrían compartir (como lo atestiguan las decenas de aspirantes que supuestamente ya se apuntaron en la lista para hacer un viaje a la Estación Espacial Internacional). Originalmente su excusión estaba planeada para visitar la estación MIR, pero como ésta había excedido su vida útil y tuvo que ser destruida, la estancia de Tito se cambió al proyecto internacional.

Al parecer, el viaje de Tito costó la friolera de 20 millones de dólares –lo que pone al turismo espacial un poco fuera del presupuesto de la mayoría de nosotros–, y fue realizado no a bordo de una nave estadounidense –como hubiera sido lógico esperar–, sino de un cohete Soyuz ruso. De hecho, la NASA se opuso a que los rusos enviaran al millonario al espacio, e incluso amenazaron con prohibir su ingreso a la parte estadounidense de la estación espacial. Destacó la ligeramente cínica crítica de John Glenn, el septuagenario astronauta y ex senador gringo, quien afirmó que el viaje de Tito era un uso incorrecto para la estación, que se supone debe usarse para fines de investigación. Recordemos que hace unos años Glenn logró volver al espacio a los 77 años de edad, viaje que muchos consideraron como un capricho que logró cumplir gracias a su puesto en el senado.

De cualquier modo, el viaje de Tito lo pone a uno a pensar en muchas cosas. En primer lugar, lo más obvio: la posibilidad de realizar viajes turísticos al espacio, a la luna, algún día quizá a Marte... ¿qué tan realista será esta idea, antes sólo posible en la ciencia ficción?

Y más allá de las posibilidades e implicaciones del turismo espacial, ¿qué nos dice el viaje de Tito acerca de la utilidad que tiene seguir desarrollando la ciencia y la tecnología que permiten los viajes al espacio?

Un argumento que se oye frecuentemente a favor de estas inversiones es el que cuestiona la validez, e incluso la ética, de gastar grandes cantidades de dinero en proyectos como mandar hombres a la luna o explorar otros planetas con sondas que cuestan cifras de 6 ceros en dólares, mientras por otro lado millones de seres humanos viven en la extrema pobreza o mueren de hambre aquí en la tierra.

Hay varias respuestas posibles a este cuestionamiento: uno es la importancia de explorar otros mundos, no sólo por el conocimiento mismo que se obtiene, sino por la tecnología que se desarrolla colateralmente a esta empresa. Muchas de las comodidades de que gozamos en la vida moderna –los privilegiados que podemos gozar de ellas, no olvidemos que una gran fracción de la población del planeta no cuenta ni siquiera con servicios básicos como agua corriente, electricidad o teléfono- son producto de las investigaciones tecnológicas que se hicieron en la década de los 60 para poder llegar a la luna. Todavía hoy seguimos recibiendo avances técnicos como nuevos materiales, alimentos, tecnología computacional y de comunicaciones que directa o indirectamente son derivadas de la investigación espacial.

Y sin embargo, no puede negarse que el viaje de Dennis Tito no parece haber aportado ningún beneficio importante para la humanidad -ni siquiera para un parte de ella. Lo único que parece haber demostrado es que, si uno tiene el dinero suficiente, puede hoy cumplirse caprichos tan extraños como hacer turismo en una estación espacial.

Ante esta realidad, la visión cínica que afirma que la ciencia y la tecnología son manifestaciones de un sistema capitalista que sólo busca la dominación y el enriquecimiento de unos cuantos, bajo el pretexto de la búsqueda del conocimiento. Cuesta trabajo no caer en este tipo de pensamiento. Consideremos, como un intento de antídoto, los riesgos de pensar así. ¿qué pasaría si proliferara la visión de la ciencia como un “gasto”, una empresa que no es costeable para una sociedad que enfrenta retos mucho más urgentes?

La consecuencia inmediata sería el empobrecimiento y quizá la desaparición del sistema científico, lo cual a su vez nos privaría de una de las fuerzas sociales que han resultado más influyentes en el rumbo de la humanidad en los pasados siglos. El peligro de perder de vista los amplios y múltiples beneficios que la investigación científica y tecnológica –en todas sus manifestaciones- nos proporcionan, deslumbrados tan sólo por el mal ejemplo de Tito y su capricho espacial es que nos ocupemos sólo de lo urgente, olvidando lo importante: que enfoquemos nuestros recursos sólo a los problemas del momento, y olvidemos el desarrollo que debemos mantener para el futuro.

Después de todo, no hay que olvidar que la ciencia y la tecnología sirven para muchas, muchas más cosas que para poner una sonrisa en el rostro de un millonario californiando de edad madura que siempre soñó con viajar al espacio.

2 de mayo de 2001

Amistad, evolución y mente

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 2 de mayo de 2001)


Las explicaciones darwinianas parecen estar de moda últimamente. Mucho más allá del ámbito de la simple biología –donde no es sorprendente que el abuelo Darwin siga siendo la figura más influyente de todo el panteón de esa ciencia; después de todo, como ya lo dijera Sewall Wright, “nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”– el pensamiento darwinista ha comenzado a tener influencia en campos tan disímbolos como la química farmacéutica, la computación, la psicología, los estudios culturales y de comunicación, y hasta la filosofía.

En un libro recientemente publicado (La máquina de los memes, Grijalbo, 2001), la psicóloga Susan Blackmore trata de resumir y sistematizar una de estas nuevas derivaciones de lo que el biólogo Richard Dawkins llama “darwinismo universal”: la teoría de los memes (singular mem), ideas, conceptos, o cualquier tipo de fragmentos de información mental que pueden ser transmitidos de cerebro en cerebro y que compiten entre sí en forma semejante a como lo hacen los genes en los organismos vivos.

La idea básica es relativamente simple: los genes, por su propia naturaleza de “replicadores” o “replicones” (unidades de información genética capaces de reproducirse, o “replicarse”, en el lenguaje de los biólogos moleculares) son entidades que evoluciónan. El mecanismo es algo así: dada una variedad de posibles secuencias genéticas –genes–, aquellas que puedan reproducirse en mayor número y con mayor fidelidad comenzarán a predominar en una población dada, por sobre otros genes menos eficientes para replicarse. De este modo, el simple hecho de copiarse con eficiencia hace que un gen sea “exitoso”. Las posibles ventajas o desventajas que confiera al organismo que lo porta se convierten así no en causas, sino en efectos de la eficiencia reproductiva del gen. Esta es, a grandes rasgos, la teoría del “gen egoísta”, planteada hace años por el propio Dawkins.

La idea de los memes, planteada también por este influyente especialista en comportamiento animal, es sólo una extensión del mismo concepto: ¿no existirán otro tipo de entidades capaces de reproducirse, cambiar y evolucionar en forma semejante a como lo hacen los genes? Claro que sí: las ideas.

Un ejemplo sencillo son las modas: a partir de una idea original que alguien tiene, una moda como, por ejemplo, el usar tatuajes o aretes en el ombligo, se va “contagiando” de cerebro en cerebro –muchas veces ayudada por factores como su utilidad, belleza o significado como señal de pertenencia a una comunidad. A lo largo del proceso, la moda va cambiando y transformándose lentamente: evoluciona, y puede llegar a universalizarse (o casi), o a extinguirse. Igualmente puede competir con otras modas “rivales”, llegando a dominar una en ciertas poblaciones y otra en grupos distintos (piénsese en el abismo que separa la moda de los “darks” de la de los “skatos”, por ejemplo).

Los chistes son otro ejemplo de memes: una historia comienza siendo contada por su autor, y va siendo repetida –dependiendo de lo contagiosa que resulte, además de su efectividad para provocar la risa, entre otros factores– y en el proceso puede modificarse, cambiar e irse perfeccionando o deteriorando. Nuevamente, evoluciona.

La utilidad de la idea de los memes es que pone a fenómenos psicológicos, sociológicos y culturales sobre una base biológica, conectando así mundos que alguna vez parecieron separado por un abismo. Blakmore muestra, por ejemplo, cómo el pensamiento memético nos permite abordar cuestiones como la de por qué los seres humanos no podemos dejar de pensar continuamente.

Si suponemos que los memes –ideas– que permanezcan más constantemente en la conciencia de un individuo tienen mayores probabilidades de ser comunicados a otro individuo, puede esperarse que a lo largo del tiempo evolucionen memes perfectamente adapatados para hacer precisamente eso: estar dando vueltas una y otra vez en el cerebro que los aloja, esperando ser contagiados a otros cerebros. Naturalmente, este tipo de memes competirán unos con otros, con el resultado de que nuestros pobres cerebros acaban siendo colonizados constantemente, no porque los memes “pretendan” hacerlo, sino simplemente porque han sido seleccionados (en el sentido de “selección natural”) para ello.

Sin aceptamos esta propuesta, no es difícil brincar a otras explicaciones. Por ejemplo, acerca de la amistad. ¿Por qué existe la amistad? ¿Tiene alguna utilidad evolutiva –fomenta la reproducción de nuestros genes–, o podrá tener algo que ver con los memes?

Una de las características principales de toda amistad es que se la busca sobre todo para platicar: compartir ideas, información, experiencias. Dicho de otro modo, para permitir que los memes que habitan nuestra mente se reproduzcan en la de nuestro amigo o amiga. Las constantes pláticas entre camaradas se pueden ver así como grandes y fértiles campos en los que los memes brincan de un cerebro a otro, aumentando el número de copias que dejan en las mentes por las que han pasado, cumpliendo así su único propósito: reproducirse. En el proceso, desde luego, estos memes cambian poco a poco, a la manera del “teléfono descompuesto” (el juego memético por excelencia), y van así evolucionando.

Por supuesto, la amistad tiene también obvias conveniencias desde el punto de vista genético: un individuo que tenga muchos amigos probablemente sobrevivirá, al igual que sus hijos, y se reproducirá con más eficacia que una persona aislada y solitaria. Pero esto no es obstáculo para pensar que los memes que fomentan las amistades no hayan influido también para desarrollar esta característica –la de formar constantemente amistadas– en nuestra especie.

Tomando en cuenta las ideas anteriores, ¿podría uno atreverse a ir aún más allá, y tratar de proponer una explicación memética del amor? Quizá no es necesario –después de todo, este sentimiento probablemente pueda ser analizado en términos de ventajas genéticas–, y definitivamente es prematuro, pero sería un campo interesante para explorar.

18 de abril de 2001

Divulgación de la ciencia: fuera y dentro de la UNAM

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 18 de abril de 2001)

Recientemente ha corrido el rumor de que el CONACYT está muy interesado en promover la divulgación científica. Éstas son buenas noticias, pues de ser cierta, significarían que por fin se comienza a apreciar la importancia estratégica que esta actividad puede tener para promover el desarrollo del aparato científico y tecnológico nacional.

Pero antes de que esto comience a sonar como discurso oficial, veamos un poco a qué puede uno referirse cuando habla de divulgación de la ciencia. Se trata de una actividad proteica (palabra que quiere decir “multiforme”, aunque en esta época de ingeniería genética y proteínas por todas partes el significado se confunde un poco...) y por lo tanto difícil de definir. Hay quien habla de divulgación científica cuando piensa en un museo de ciencias, en una revista tipo ¿Cómo ves? o Muy interesante, o en una serie de conferencias sobre temas científicos. Otros consideran que sólo publicaciones de muy alto nivel, accesibles sólo para un público bien educado, como por ejemplo la revista Scientific american, pueden ser consideradas verdadera divulgación científica.

Por otro lado, existe la discusión acerca de si el periodismo científico es una disciplina independiente, o sólo una variedad especializada de la divulgación científica. Los pedagogos y profesores, por su parte, parecen pensar que el objetivo de la divulgación debe ser apoyar el proceso enseñanza-aprendizaje tanto dentro del salón (creándose entonces confusión entre lo que es propiamente el material didáctico y la divulgación científica) o fuera del aula (la llamada “educación no formal”).

De lo que casi nadie parece dudar es de la importancia de poner el conocimiento científico al alcance del público, de modo que pueda apreciarlo, comprenderlo y utilizarlo. Y aquí viene la paradoja, puesto que aunque todo mundo reconoce la importancia de la divulgación, poco se ha hecho para apoyarla y fortalecerla en forma seria.

La UNAM, afortunadamente, tiene una larga tradición al respecto, que se materializa en la creación del Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia, posteriormente transformado en Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC) y finalmente en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC). A través de los años esta dependencia universitaria ha llevado a cabo proyectos tan importantes como las revistas Naturaleza y ¿Cómo ves?, los museos de ciencias Universum y de la Luz, la producción de libros y videos diversos y la puesta en marcha de exposiciones, cursos, ciclos de conferencias, talleres, páginas de internet y boletines varios. Al mismo tiempo, el CUCC/DGDC se ha convertido en una de las instituciones más destacadas en la formación de personal dedicado a la divulgación científica a través tanto del aprendizaje directo como del Diplomado en Divulgación de la Ciencia, que se imparte anualmente y en la definición de proyectos que luego han servido de guía y marcado pautas a nivel nacional.

Y sin embargo, pareciera que actualmente a la divulgación científica no se le da, dentro de la estructura universitaria, la importancia que debiera tener. El translado del CUCC de la Coordinación de Difusión Cultural, donde estuvo originalmente, a la Coordinación de la Investigación Científica, significó enfrentarse a criterios ajenos a su esencia (la divulgación, aunque es parte de la actividad científica, no es investigación; se consagra a la comunicación del conocimiento científico al público no científico, no a crear nuevo conocimiento). Posteriormente, la transformación del CUCC en DGDC, llevada a cabo al inicio del rectorado de Francisco Barnés, significó la pérdida de su calidad de dependencia académica, para pasar a ser una entidad administrativa.

Adicionalmente, la difícil situación política, económica y académica por la que atraviesa la UNAM ha hecho que los recursos para la divulgación disminuyan, y la situación laboral del personal dedicado en forma profesional a la esta actividad dentro de la UNAM no parece estar mejorando, sino al contrario.

Finalmente, no parece claro que los funcionarios universitarios sean conscientes de la utilidad de poner la ciencia al alcance de las mayorías, y de formar y apoyar al personal dedicado profesionalmente a esta actividad. Sigue prevaleciendo, especialmente entre los investigadores científicos, la idea de que la divulgación es algo que puede hacerse sin mayor preparación, improvisadamente, sobre las rodillas.

Incluso la idea de que las actividades de divulgación pueden redundar en beneficio de la ciencia nacional aún no es fácilmente aceptada. Recuerdo una triste ocasión en que, hablando con un alto funcionario, expresé lo conveniente que sería que el CONACYT apoyara las actividades de divulgación, puesto que esto mejoraría la percepción que el público general tiene de la ciencia y por tanto redundaría en un mayor respaldo público y social para el gasto nacional en ciencia y tecnología. La obtusa respuesta del burócrata fue preguntarme si contaba con las cifras para sustentar tan peregrina afirmación.

Sin embargo, y a pesar de no contar con estos datos, hoy parece que el CONACYT ha decidido, por fin, poner manos a la obra y trabajar para que la sociedad que con sus recursos apoya el desarrollo científico y tecnológico nacional tenga una mejor percepción de la naturaleza e importancia de estas actividades. Y, esperamos, la apoye más decididamente. Ojalá que este esfuerzo pronto rinda frutos, en forma no sólo de programas y actividades de divulgación a nivel nacional, sino en el reconocimiento, dentro de los claustros universitarios, de la importancia y valor académico de esta actividad.

21 de marzo de 2001

Escepticismo y dogmatismo en ciencia

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 21 de marzo de 2001)

Para María Emilia Beyer, divulgadora entusiasta

Cuando se habla de la necesidad de poner el conocimiento científico al alcance del público, se dan justificaciones de lo más variado. Hay quien opina que sin un manejo de los conceptos básicos de la ciencia y la capacidad para ejercer el pensamiento científico una persona no puede considerarse educada. Hay quien piensa que sólo con una ciudadanía científicamente ilustrada podrá nuestro país dejar de ser subdesarrollado (aunque los políticos pervierten esta patriótica aspiración convirtiendo la educación científica en capacitación tecnológica, asegurando así nuestro futuro como nación maquiladora). Otros afirman que la ciencia es tan peligrosa que no puede dejarse en manos de los científicos, y que para poder responsabilizarnos de ella, todos tenemos que comprenderla, al menos en un nivel general. Finalmente, algunos piensan que es el valor estético e intelectual de la ciencia lo que justifica su difusión, de la misma manera que el resto de la cultura –no olvidemos que la ciencia forma parte de ella– se ofrece al pueblo en conciertos, exposiciones, publicaciones, cursos y festivales.

Ni qué decir tiene que, como divulgador de la ciencia, estoy básicamente de acuerdo con todas estas posiciones. Sin embargo, hoy quisiera hablar de otra justificación para esta labor: la de luchar contra el desconocimiento y la ignorancia acerca de los fenómenos naturales y de la misma ciencia, que muchas veces pone en peligro la posibilidad misma de seguir explorando la naturaleza de la manera más efectiva que ha encontrado el ser humano: mediante la investigación científica.

Veamos primero una vertiente del asunto. Todos hemos oído o leído, en algún momento, afirmaciones tales como que –para tomar el ejemplo que planteó hace poco una querida amiga– los hombres son infieles debido a un aminoácido especial que está presente en su metabolismo.

La afirmación puede parecer neutra a quien no tenga mayor conocimiento del asunto, pero es tan triste –o tan grave, según se quiera ver– como el pensar que usando cristales de cuarzo, imanes en las suelas de los zapatos o balanceando un péndulo sobre la barriga de un enfermo, pueden curarse enfermedades que van desde una indigestión hasta un cáncer de hígado, pasando por el sida o la artritis. O que una lucecita en el cielo –o una fotografía trucada– son pruebas fehacientes de que existe vida en otros planetas, que esta vida es inteligente, que tiene civilizaciones más avanzadas que la nuestra, que ha construido naves interplanetarias (seguramente capaces de superar la velocidad de la luz) y que nos ha estado visitando desde hace cientos de años, vigilándonos y de vez en cuando secuestrando a un ser humano –de preferencia una muchacha buenona- para desarmarla y volverla a armar o tener sexo con ella.

Y sin embargo, existe gente que se gana la vida haciendo programas de televisión, dando conferencias y vendiendo videos y discos compactos sobre la existencia de extraterrestres que nos visitan. Y los sitios donde se leen las cartas, se hacen limpias o se imparte todo tipo de “medicina alternativa” proliferan a más no poder, gracias al dinero de la gente. ¿No es esto prueba de que hace falta divulgar la ciencia, explicarla y compartirla con el público, hacer que la entienda para no ser embaucado tan fácilmente?

Desde luego que sí, aunque habría que matizar. Volviendo al ejemplo del aminoácido de la infidelidad, habría que comprender que los aminoácidos son sólo moléculas pequeñas que son utilizadas para construir las proteínas –moléculas más grandes, con diversas funciones– que conforman nuestro cuerpo. Es discutible que una proteína específica –o un gen, que es la instrucción para fabricar una proteína– pueda afectar nuestro comportamiento, aunque hay genes que lo hacen (e incluso moléculas relacionadas con los aminoácidos que participan en la transmisión de impulsos nerviosos). Pero pensar que un aminoácido pueda causar un comportamiento tan complejo como la infidelidad es simplemente ser víctima del reduccionismo más extremo (como lo es también, probablemente, pensar que un planteamiento tan simplista como que “los hombres son infieles” sea cierto sin más). De cualquier modo, opinaba mi amiga, sería mejor que el programa de televisión donde vio tamaño desbarro hubiera evitado tocar el tema, si no podía incluir información correcta. Por poner un ejemplo, ¿qué pensaría el lector si en una telenovela oyera a una de las protagonistas decir que el sol gira alrededor de la tierra una vez cada 24 horas?

Desgraciadamente, la lucha contra seudociencias, supersticiones y charlatanerías es un terreno peligroso, donde es fácil caer en el exceso y convertirse en un dogmático de la ciencia. Ejemplo de ello son algunos grupos de “escépticos” cuyo trabajo es muy importante, pero que a veces, al tratar de combatir estas aberraciones, exageran la nota y llegan a descalificar ideas, teorías y áreas completas de investigación como inválidas sólo porque no se adaptan a una visión más bien simplista y positivista de la ciencia.

Por ejemplo, recientemente leí en la página electrónica de la revista “Skeptical Enquirer” (www.csicop.org) un artículo en el que se descalificaban, con argumentos más bien débiles y chatos, las ideas contenidas en el libro La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn (Fondo de Cultura Económica, 1971), una de las obras más influyentes de la filosofía de la ciencia de las últimas décadas. Lejos de entablar una crítica filosófica, el artículo se limitaba a afirmar categóricamente que la ciencia no sufre revoluciones como las descritas por Kuhn, sino una evolución más parecida a la darwiniana. Otras ideas que he visto descalificadas en esta revista y otras similares son el marxismo, los estudios sobre la ciencia y la filosofía darwinista.

¿Cuál es el problema, entonces? En mi opinión, es simple: para criticar a los enemigos de la ciencia y defender adecuadamente a esta, hay que tener un conocimiento profundo de qué es y cómo funciona, no una visión dogmática. Finalmente, ¿no es el pensamiento dogmático lo más opuesto al espíritu científico?

7 de marzo de 2001

2001: Odisea de ciencia ficción

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 7 de marzo de 2001)

Hace unos días fui a ver una película titulada Planeta rojo. Desgraciadamente, caí en el engaño de pensar que se trataba de una cinta de ciencia ficción, y sufrí una gran desilusión, pues el argumento, lleno de errores, huecos y trampas, puede ser calificado como cualquier cosa menos ficción científica. (La mercadotecnia que acompañó el estreno de la cinta, en cambio, fue un ejemplo de campaña bien orquestada para crear expectativa y conseguir una afluencia masiva de incautos espectadores).

Lo triste es comprobar que el público, tan malacostumbrado a aguantar sin queja cualquier atentado que los estudios hollywoodenses, las distribuidoras de cine o las cadenas de salas cinematográficas quieran ejercer en su contra, muestra también una ausencia de criterio tal que resulta incapaz de diferenciar una buena película perteneciente a este género de un bodrio del tipo de aquellas viejas películas japonesas con monstruos de plástico que luchaban contra hombres vestidos con trajes de licra. (Por cierto, me quedé con ganas de ver otro estreno reciente que recupera esta línea: Godzila 2000 contra el calamar extraterrestre. Sobra decir que si deseaba verla era por puro morbo.)

De cualquier modo, convendría distinguir la buena ciencia ficción de la mala. Ya hace tres años hablé en este espacio un poco del tema, por lo que sólo mencionaré algunas características que el producto genuino debe reunir.

En primer lugar, debe ser una obra de ficción que contenga elementos científicos, y que éstos que resulten centrales para la trama. Isaac Asimov solía plantear un escenario en el que todos los elementos eran congruentes con la ciencia conocida hasta el momento, añadiendo un solo elemento ficticio, para a partir de ahí construir un relato apasionante que siempre resultaba verosímil y coherente con el resto del conocimiento científico. Muchos autores de ciencia ficción proceden de modo similar, tratando de proyectar en su mente y en sus relatos, en congruencia con la ciencia conocida, un escenario futuro.

Es por esto que muchas veces se ha calificado a la ciencia ficción como “literatura de anticipación”, pues los mundos que plantea suelen ser posibles en el futuro real... aunque pocas veces lleguen a serlo en sus detalles. Son escasos los ejemplos como Julio Verne, quien en sus novelas predijo adelantos tecnológicos como el submarino, los viajes a la luna por medio de cohetes (aunque se trataba más bien de gigantescas balas disparadas por un monumental cañón tipo columbiad) y otros más.

Un caso que suele causar leve confusión es el gran maestro de la ciencia ficción Arthur C. Clarke -reconocido por la película y novela clásicas del género: 2001: Odisea espacial–, quien en 1945 propuso la posibilidad de colocar satélites en órbitas geoestacionarias, es decir, girando a la misma velocidad que la tierra. De este modo, los satélites parecerían estar inmóviles respecto al suelo debajo de ellos. Hoy la comunicación telefónica y por radio con todas partes del mundo es una parte indispensable de la vida moderna. Muchos consideran que éste es un ejemplo de predicciones de la ciencia ficción que pueden convertirse en realidad. El problema es que Clarke no planteó este desarrollo tecnológico en un escrito de ciencia ficción, sino en un artículo serio publicado en una revista técnica.

Un segundo elemento que requiere la buena (la verdadera) ciencia ficción es un respeto por el conocimiento científico. En otras palabras, excepto por el elemento fantástico que constituye el meollo de la historia, el argumento de ciencia ficción debe ser coherente con el conocimiento científico del momento. Esto explica por qué la ciencia ficción seria (buena) no tiene comparación con las historias fáciles tipo Guerra de las Galaxias o Planeta rojo, en las que se inventan en todo momento recursos como naves que viajan más rápido que la luz sin explicar cómo logran esta hazaña (hasta hoy considerada imposible según la teoría de la relatividad einsteniana), o peor, “fuerzas” sobrenaturales que confieren a los poseedores habilidades telepáticas, etcétera.

Pero basta de caracterizar a la ciencia ficción. Hablemos de su valor. Independientemente del valor literario, que muchas veces ha sido puesto en duda –yo aceptaría que puede tratarse de un género menor, pero uno que ha dado varias verdaderas obras maestras–, la ciencia ficción es un interesante puente que une el campo de lo científico con lo artístico. Es ciencia y es literatura.

Octavio Paz, humanista prototípico –aunque también humano, con todo lo que esto implica–, se interesaba por la ciencia, y trataba de leer algunos libros científicos para mantenerse informado de lo que pasaba en esa “otra” cultura que resulta cada vez más importante para comprender al mundo. En su libro La llama doble, dedicado a explorar los temas gemelos del erotismo y el amor, menciona dos anticipaciones del futuro humano. Una era 1984, de George Orwell, que planeaba una sociedad totalitaria y completamente controlada por medio de tecnología y métodos represivos que incluían la alteración del lenguaje y la realidad histórica con el fin de mantener el control absoluto del individuo por el estado. La segunda es “Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en la que la antiutopía era producto de la manipulación de óvulos fecundados, que permitía obtener clonas humanas de diversas categorías: en la punta de la pirámide social se hallaban los individuos alfa, cada uno producto de un óvulo fecundado sano e intacto. Después venían los beta, los gamma, y finalmente los épsilon, de los cuales se obtenía una docena por cada óvulo original, y que tenían capacidades severamente disminuidas por lo que eran usados como esclavos.

Durante toda la segunda mitad del siglo xx, la amenaza del comunismo mantuvo a los Estados Unidos y a sus aliados bajo el temor de la predicción de Orwell. Paz se asombraba de ver cómo, con la caída del bloque socialista y los desarrollos en el campo de la ingeniería genética, la amenaza orwelliana resultó infundada, y la que parece hacerse presente es el futuro temido por Huxley.

En fin, podría concluir aventurando que el poder anticipador de la ciencia ficción no es quizá tan importante como su valor literario y su papel como un puente entre las ciencias y las humanidades. Es una de las maneras en que puede lograrse que la sociedad se informe y se cuestione acerca del futuro al que pueden conducirnos los avances técnicos y científicos. Finalmente, la ciencia ficción es un medio para volvernos más conscientes acerca del poder que deposita en nosotros el conocimiento que produce la ciencia.

21 de febrero de 2001

De vacas y noticias

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 21 de febrero de 2001)


Seguramente usted, como la mayoría de quienes leen los periódicos o prestan atención a las noticias transmitidas mediante las vibraciones del inexistente éter electromagnético (o sea, en radio y televisión), ya está harto de oír hablar de las famosas vacas locas.

Al igual que el mal de Alzheimer, el sida y el virus ébola, la encefalitis espongiforme bovina, y su variante humana, la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, es una de esas nuevas maldiciones que lo ponen a uno a pensar si no estaremos, como afirman los milenaristas trasnochados, “pagando el precio de tanto avance científico/tecnológico sin control”.

Y sí, a primera vista, pareciera que el argumento tiene algo de razón. Pero sólo a primera vista: desde luego, las ideas de que el sida o el ébola pudieran ser resultado de desarrollos bélicos destinados a crear armas biológicas resultan totalmente infundados, pues además de no contar todavía con los conocimientos que pudieran permitirnos crear virus tan bien adaptados (diseñados, diría el filósofo Daniel Dennett), se sabe que al menos el VIH surgió mucho antes de que existiera la tecnología de manipulación genética necesaria para “fabricarlo”. El Alzheimer, por su parte, más que una consecuencia de la vida moderna –aunque se lo ha ligado con la exposición a altos niveles de aluminio–, parece ser una de esas típicas enfermedades que no se conocían porque no se contaba con los medios para detectarla. La demencia senil, su principal manifestación, se conoce desde siempre; la formación de placas de proteína en las células cerebrales, causa molecular del mal, sólo se descubrió recientemente, y la investigación actual se centra en buscar las razones detrás de esta alteración.

Volviendo a la enfermedad de las vacas locas, una cosa es decir que la actual crisis –dudo en llamarla “epidemia– puede haber sido causada, según parece, por la ligeramente repugnante práctica de incluir harina de carne de vaca en el alimento para vacas (otra variante humana de esta enfermedad, el “kuru”, se presentaba en ciertos grupos que practicaban el canibalismo ritual devorando cerebros humanos), y otra muy distinta pensar que su existencia se debe a la intervención humana. Es un hecho que las partículas transmisoras se concentran en el tejido nervioso, pero puede que haya habido otras vías de transmisión que no involucren el canibalismo. De hecho, la variante que afecta a las ovejas, conocida como “scrapie”, es conocida desde mucho antes de que existieran los alimentos procesados para ganado. En otras palabras, no es muy válido dar por hecho que el ser humano es culpable del surgimiento de estas nuevas enfermedades; pero es muy posible que haya contribuido a su proliferación.

Sin embargo, el manejo tendencioso que pretende culpar a la ciencia y la técnica de estos males no es el único peligro con el que uno se topa cuando lee sobre el tema en los periódicos. Otro quizá más preocupante es la simple ignorancia, que se manifiesta en la publicación de información simplemente errónea. El diario El Financiero, por ejemplo, publicó hace unos días un reportaje en cuya nota introductoria anunciaba “Un virus que obliga a la revisión de los transgénicos”.

El primer error consiste en haber usado la palabra “virus”. Así como muchas veces los físicos se jalan los pelos cuando ven que un mal periodista científico o divulgador cambian “neutrón” por “protón” (“¿qué no da lo mismo?”), los biólogos desesperan cuando se confunden seres tan distintos como virus, bacterias y protozoarios.

Sólo que en el caso de las vacas locas el error es todavía peor, porque, como quizá usted ya ha oído, la enfermedad es transmitida por un extraño agente conocido como “prión” (nada que ver con partidos políticos), que tiene propiedades muy especiales que lo distinguen de los virus y de cualquier otro agente infeccioso.

De hecho, los priones fueron postulados –y descubiertos- por un investigador llamado Stanley Prusiner y su equipo, cuando trataban de encontrar la causa del scrapie (años después, en 1997, Prusiner recibió el premio Nobel de fisiología y medicina por estos descubrimientos). Lo que encontraron es que la enfermedad parecía poder ser transmitida sin la intervención de ácidos nucleicos (el ADN o su primo el ARN, portadores dela información genética en todos los seres vivos conocidos).

Luego de exhaustivos estudios, el equipo de Prusiner concluyó que la enfermedad parecía ser contagiada únicamente mediante proteínas (que llamaron priones), aunque según todos los cánones de la biología son incapaces de transmitir información genética, y en particular de reproducirse.

¿Cómo se resolvió esta contradicción? Al parecer, los priones son simplemente una forma alterna de una proteína (llamada PrP) que se produce normalmente en el tejido nervioso de los animales susceptibles. Las proteínas son largas cadenas de aminoácidos que se pliegan en formas complicadas. Normalmente, una proteína sólo puede cumplir su función si se halla plegada correctamente (o, como se dice técnicamente, si tiene su conformación nativa). La proteína priónica, sin embargo, puede existir en dos conformaciones, una de las cuales se aglomera formando estructuras que dañan el tejido cerebral, produciendo las características lesiones que dejan un aspecto esponjoso (de aquí lo de encefalopatía espongiforme, que otra vez, no tiene nada que ver con los cerebros de algunos dirigentes de partidos políticos).

Al parecer, el mecanismo que permite la transmisión de la enfermedad no es la “reproducción” de las proteínas priónicas, sino que éstas pueden provocar, como si fueran moldes a presión, que las proteínas PrP que tienen la conformación normal pasen a adoptar la conformación dañina, o priónica.

Para ser justos con el periódico, tengo que decir que en el cuerpo del reportaje se define, correctamente, que “Un prión es una variedad defectuosa de una proteína normalmente inofensiva que se encuentra en el organismo”.

El segundo error de la nota de El Financiero (de su entrada, realmente, porque el cuerpo del reportaje no tiene mayores tropiezos) es la implicación de que la enfermedad de las vacas locas puede tener que ver con la producción de organismos transgénicos. Nuevamente, se aprovecha tendenciosamente el temor a todo lo que suene a manipulación genética para apuntar que podría tener una relación con esta enfermedad de moda.

Leyendo el artículo, se descubre que lo único que tienen que ver los transgénicos en todo esto es que ante la imposibilidad de seguir usando alimento para vacas que contenga harina de carne, habría una mayor demanda de forraje que podría hacer que los países europeos –en donde es más intensa la crisis de las vacas locas– se mostraran dispuestos a usar cultivos transgénicos. O sea, como se ve, lo contrario de lo que parecía sugerir la entrada.

¿Cuál es la moraleja de todo esto? Yo diría que hay tres: que no hay que tenerle tanto miedo a la ciencia, pues es raro –aunque no imposible– que produzca monstruos; que no hay que alimentar a los animales con harina de carne, sobre todo de su misma especie, y que para hacer periodismo científico hay que tener mucho cuidado con el uso de términos y conceptos, sobre todo en titulares y entradas.

7 de febrero de 2001

¿Método científico?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 7 de febrero de 2001)

Al profesor Rafael Xalteno López Molina, en Aguascalientes

Me escribe un lector, maestro de primaria, para comentarme que, durante un seminario de actualización magisterial sobre la enseñanza de las ciencias, expresó puntos de vista acerca del método científico que había leído en alguno de mis escritos. El resultado no fue alentador, pues las ideas que expuso fueron descalificadas por todos los asistentes, incluida la instructora. Debo aclarar que no se trataba de ataques a la ciencia o descalificaciones de su utilidad, sino, esencialmente, del argumento de que el “método científico” que se enseña en la escuela (y que consiste en una especie de receta de cocina que reza “observación, hipótesis, experimentación, comprobación, conclusión, teoría, ley...”) no existe; es un mito.

Creo que valdría la pena comentar y aclarar un poco el punto. Comenzaré por citar a Ruy Pérez Tamayo, quien en su libro Cómo acercarse a la ciencia resume la cuestión con claridad y concisión. "El método científico -dice este autor-, concebido como una receta que, aplicada a cualquier problema, garantiza su solución, realmente no existe, pero tampoco puede negarse que la mayor parte de los investigadores trabajan de acuerdo con ciertas reglas generales que a través de la experiencia han demostrado ser útiles..." Este mismo autor tiene incluso un libro completo –y muy recomendable– dedicado a explorar la cuestión, llamado precisamente ¿Existe el método científico? Historia y realidad editado por el Fondo de Cultura Económica, en la colección “La ciencia para todos”.

Y en efecto: el método científico no existe, pero sí existe. No existe la caricatura que, todavía, desgraciadamente, sigue repitiéndose en los salones de clase (aunque tengo la esperanza de que suceda cada vez en menos salones). Esta especie de letanía tiene dos grandes defectos: uno, hace parecer que la investigación científica puede hacerse mecánicamente, sin pensar, con sólo seguir los pasos, y dos, es falsa.

A diferencia de los conjuntos de instrucciones llamados algoritmos, como los que utilizan las computadoras para hacer todo lo que hacen, casi ninguna actividad humana (con excepciones como los algoritmos usados para sumar, restar, multiplicar o dividir) pueden seguirse como una receta que no requiera pensar. ¡Hasta para preparar unas galletas o unos tamales se necesita usar la inteligencia! (Y si no, compruébelo alguien que no sepa cocinar e intente preparar algún platillo siguiendo la receta al pie de letra.)

La aplicación del método científico requiere un uso constante del razonamiento crítico y la argumentación basada en las reglas de la lógica. No basta, por ejemplo, con hallar una relación estadística entre dos hechos: para aceptar que uno es causa del otro, debe encontrarse el mecanismo que explica esta relación causal.

Por otro lado, la observación supuestamente “objetiva” y libre de prejuicios e hipótesis previas que supuestamente es el inicio de toda investigación científica es imposible. El solo hecho de escoger observar ciertos hechos y no otros implica la existencia de una hipótesis previa. El filósofo Karl Popper argumentaba que, lejos de ser observadores imparciales, los científicos comenzaban teniendo hipótesis previas sobre la naturaleza, que posteriormente sometían a prueba. Sólo las hipótesis que resisten estas continuas pruebas de confrontación con la realidad logran sobrevivir. Los científicos son prejuiciosos, pero luego someten sus prejuicios a prueba y los descartan si es necesario.

La experimentación presenta problemas similares, pues todo experimento conlleva teoría, y está por tanto lejos ser objetivo e imparcial. La formulación de teorías y leyes, por otra parte, no es siempre aplicable a todas las ciencias. En biología, por ejemplo, hay pocas cosas que puedan considerarse “leyes” en el sentido en que lo son la ley de la gravedad, las de la termodinámica o las leyes de Newton en física.

Y sin embargo existe, a pesar de todo, algo que puede llamarse “método científico”: es una manera de pensar y de proceder que siguen los científicos, y que en gran medida los identifica como tales. Como comparación, veamos cómo proceden las disciplinas que no son científicas, como la astrología, el creacionismo o la “investigación” sobre ovnis tipo Jaime Maussán.

Un astrólogo sigue ciertas reglas, fijadas en épocas remotas y que tienen que ver con el movimiento de los astros en el cielo, para asignar ciertas características y “predecir” ciertos acontecimientos o tendencias en la vida de una persona. Pero aunque pueden utilizarse cálculos precisos y computadoras para calcular el signo, el ascendente y la carta astral de una persona, todo ello se hace sin tomar en cuenta ninguna evidencia, ni poner a prueba hipótesis alguna. Solo se consideran los datos iniciales (fecha de nacimiento, principalmente) y se siguen las reglas. Y claro, tampoco se somete a prueba la validez de los resultados.

El creacionismo, por su parte, aunque trata de adoptar un aspecto científico al considerar evidencia paleontológica y geológica, parte de una confianza dogmática en un texto revelado: la Biblia. La argumentación de un creacionista, en vez de apoyarse en evidencia tomada de la realidad, siempre se encuentra apoyada en argumentos bíblicos que no pueden discutirse o rebatirse, pues son aceptados como cuestión de fe.

Finalmente, la creencia en visitas extraterrestres y las extravagantes (y muchas veces míseras) evidencias que presentan quienes la defienden, aunque se ofrecen como “científicamente comprobadas”, confunden el uso de instrumentos científicos de precisión con la comprobación de la validez de una hipótesis, sin importar lo fantasiosa que ésta sea. Por otro lado, al presentárseles evidencia en contra de las visitas extraterrestres, o al comprobar que las supuestas pruebas que presentan carecen de validez, los creyentes suelen reaccionar proponiendo hipótesis ad hoc a cual más increíbles: sí hay evidencia, pero el gobierno la ha ocultado; hay un complot mundial para esconder la verdad; etc.

Si como dice Pérez Tamayo, la forma de trabajar de los científicos ha demostrado ser útil, ¿en qué consiste? Lejos de estar basada en una receta, implica la obtención de datos por medio de observaciones y experimentos, dentro del contexto de una hipótesis, más o menos detallada, que pretende explicar algún aspecto de la naturaleza. Éstas últimas son confrontadas con los datos, por medio del razonamiento y la argumentación, y de esa manera se decide si la hipótesis resiste o debe ser modificada o sustituida por otra mejor. Todo ello sin reglas inflexibles, sin un orden establecido y sin garantía de resultados.

En pocas palabras, el método científico consiste en aplicar el pensamiento racional a nuestra diaria labor de interpretar el mundo, y precisamente por eso es una de las actividades más interesantes que ha inventado la humanidad.